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Authors: Ian Fleming

Tags: #Aventuras, Intriga, Policíaco

El hombre de la pistola de oro (13 page)

BOOK: El hombre de la pistola de oro
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—Por supuesto. Y mis amigos y yo también asumimos un millón. ¿Sam?

—Vale…, vale —dijo Binion a regañadientes—, contad con lo mismo por nuestra parte. Pero, ¡caramba!, ésta tiene que ser la última mano.

—¿Señor Gengerella?

—Parece una buena apuesta. Tomaré el resto.

Las voces de Garfinkel y Paradise interrumpieron excitadas, con Garfinkel a la cabeza.

—¡De eso nada! Yo asumo un millón.

—¡Y yo otro! —gritó Paradise—. Cortad el pastel a partes iguales. Pero, ¡maldita sea!, seamos justos con Ruby. Tienes derecho a elegir, Ruby. ¿Cuánto quieres? Elige en primer lugar.

—No quiero un maldito centavo de vuestros billetes falsos.

Tan pronto como regrese, contrataré a los mejores malditos abogados de Estados Unidos, a todos ellos. ¡Si os creéis que podéis barrer una hipoteca con sólo decirlo, estáis todos equivocados!

Se hizo el silencio. La voz de Scaramanga sonó suave y mortal.

—Estás cometiendo un grave error, Ruby. Tú mismo has conseguido una bonita y pingüe reducción de impuestos para contrarrestar tus intereses en Las Vegas. Y no olvides que cuando creamos este Grupo, todos prestamos un juramento: ninguno de nosotros operaría jamás contra los intereses del resto. ¿Es ésta tu última palabra?

—¡Por supuesto que sí!

—¿Te ayudaría esto a cambiar de idea? En Cuba tienen un eslogan para ello:
¡Rápido! ¡Seguro! ¡Económico
[5]
Así es cómo funciona el sistema.

El grito de terror y la explosión fueron simultáneos. Una silla crujió y cayó al suelo. Después de un momento de silencio, alguien tosió con nerviosismo.

—Creo que ésta —dijo Gengerella con calma— era la solución más adecuada para un embarazoso conflicto de intereses. A los amigos de Ruby en Las Vegas les gusta la vida tranquila. Dudo siquiera que lo lamenten. Es mejor ser el propietario de unos buenos billetes vivo, que el poseedor de una segunda hipoteca muerto. Asígnales un millón,
Pistola
. Creo que has actuado con rapidez y rectitud. Pero, ahora, ¿cómo limpiarás todo esto?

—Muy fácil. —La voz de Scaramanga sonaba relajada y feliz.— Ruby nos ha dejado para regresar a Las Vegas, y nadie ha vuelto a saber de él. No sabemos nada. Tengo unos cocodrilos hambrientos ahí abajo, en el río. Ellos serán su transporte gratuito adonde va… y de su equipaje, si es de piel de calidad. Necesitaré ayuda esta noche. ¿Qué tal tú, Sam? ¿Y tú, Louie?

—Déjame fuera de esto,
Pistola
—suplicó la voz de Paradise—. Soy un buen católico.

—Yo ocuparé su lugar —dijo Hendriks—. No soy religioso.

—Me parece bien. Compañeros, ¿algún otro tema? De no ser así, levantaremos la reunión y tomaremos una copa.

Sólo Hal Garfinkel señaló con nerviosismo:

—Un momento,
Pistola
. ¿Qué ocurrirá con el muchacho de ahí fuera? ¿Ese tipo inglés? ¿Qué dirá de la explosión y de todo lo demás?

La risa entre dientes de Scaramanga sonó como el chillido seco de un dragón.

—No marees tu cabecita con ese inglés, Hal. Nos encargaremos de él cuando acabe el fin de semana. Lo recogí en un burdel de un pueblo cercano, un lugar donde voy a buscar la hierba y mujeres. Aquí sólo hay personal contratado temporalmente para hacer que vosotros, muchachos, lo paséis bien durante este fin de semana, y él es el más temporal de todos. Esos cocodrilos tienen buen apetito. Ruby será el primer plato, pero necesitarán un postre, así que dejádmelo a mí. Por lo que sé, podría tratarse de ese tal James Bond de quien nos ha hablado el señor Hendriks, y debería preocuparme. No me gustan los ingleses. Como dijo un buen yanqui en una ocasión: «Por cada británico que muere, hay una canción en mi corazón». ¿Recordáis al tipo que lo dijo? Fue durante la guerra de Israel contra los ingleses. Yo suscribo ese punto de vista. Son unos bastardos presumidos, unos estirados. Cuando llegue el momento, le sacaré el relleno a ése. Dejádmelo a mí… O mejor, digamos, dejádselo a ésta.

Bond esbozó una ligera sonrisa. Se imaginó a Scaramanga sacando la pistola de oro y haciéndola girar en su dedo, para volverla de nuevo a la cintura de su pantalón. Se levantó y apartó la silla de la puerta. Se echó champán en la copa, que le había resultado de tanta utilidad, y se apoyó contra la barra, haciendo ver que estudiaba el último folleto de la Oficina de Turismo de Jamaica.

La llave maestra de Scaramanga sonó en la cerradura. Éste miró a Bond desde el umbral y se pasó un dedo por el pequeño bigote.

—Muy bien, chico. Creo que ya está bien de beber champán por cuenta de la casa. Esfúmate y ve a comunicar al director que el señor Ruby Rotkopf se irá de aquí esta noche. Ya arreglaré los detalles. Dile que durante la reunión se ha quemado un fusible y que voy a sellar esta habitación y a averiguar por qué tenemos tan mala mano de obra. ¿De acuerdo? Que sirvan unas copas y la cena, y haz venir a las bailarinas, ¿te ha quedado claro?

James Bond asintió. Se tambaleó levemente, dirigiéndose hacia la puerta del vestíbulo. Abrió y salió. Salvo error u omisión, como dicen los folletos financieros, pensaba que, en efecto, ahora «lo tenía claro». Y se trataba de una copia en blanco y negro, sin borrones, excepcionalmente clara.

Capítulo 10
Lengüetazos en el ombligo, etc.

En la oficina trasera, James Bond repasó rápidamente los aspectos más interesantes de la reunión. Nick Nicholson y Félix Leiter estuvieron de acuerdo en que había suficiente en la cinta, apoyado con la declaración de Bond, para enviar a Scaramanga a la silla eléctrica. Por la noche, uno de ellos fisgonearía mientras estuvieran deshaciéndose del cuerpo de Rotkopf e intentaría conseguir pruebas suficientes para acusar de cómplices a Garfinkel y, mejor aún, a Hendriks. Pero no les gustaba en absoluto la perspectiva que James Bond tenía ante sí.

—A partir de ahora —le ordenó Félix— no te muevas en absoluto sin ese viejo ecualizador tuyo. No queremos tener que leer otra vez una necrológica tuya en
The Times
. Toda esa mierda sobre el gran tipo que eres casi me hizo vomitar cuando lo vi en nuestros diarios. Me faltó poco para enviar una maldita carta al
Trib
, diciéndoles que pusieran en orden la información de sus archivos.

Bond se echó a reír a carcajadas.

—Eres un buen amigo, Félix… —dijo—, ¡Cuando pienso en la cantidad de problemas de los que me has sacado todos estos años…!

Se dirigió a su habitación, se tomó dos tragos de bourbon y se dio una ducha fría. Se tumbó boca arriba en la cama hasta que fueron las 8:30, hora de la cena. El menú era menos pesado que el del almuerzo. Todos parecían satisfechos de cómo habían transcurrido los asuntos del día, y, excepto Scaramanga y Hendriks, habían tomado ya muchas copas. Durante la cena, Bond se encontró con que era excluido de las charlas, las miradas evitaban la suya y respondían con monosílabos a sus intentos de conversación. El era una mala noticia: el jefe le había dado el pasaporte y, obviamente, no valía la pena hacerse amigo suyo.

La cena —la convencional cena lujosa de un crucero— era tan fácil de predecir como suelen serlo esas cosas. Los camareros les sirvieron el salmón ahumado con un dedal de pequeñas huevas negras de caviar, filetes de un pescado local de nombre impronunciable (con toda probabilidad, pez seda), acompañado de una salsa cremosa, una
poulet suprime
(un pollo mal asado acompañado de una salsa espesa) y la
bombe surprise
. Y mientras la cena discurría perezosamente, el comedor fue transformándose en una selva tropical con la ayuda de unas plantas en tiestos, montones de naranjas y cocos, y algún tallo de plátanos: era el decorado para la banda de calipso, que, ataviados sus componentes con camisas de color rojo vino con volantes, hizo su aparición en el momento adecuado y empezó a interpretar
Linstead Market
a un volumen demasiado fuerte. La canción tocó a su fin. Después salió una bailarina con un tocado que simulaba una falsa piña. La chica era aceptable, pero llevaba demasiada ropa encima, y cuando empezó a cantar
Lengüetazos en el ombligo
, lo hizo con las palabras más decentes. Bond vio cómo ante él se extendía una velada típica de «crucero». Decidió que era o demasiado viejo o demasiado joven para la peor tortura de todas: el aburrimiento. Así pues, se levantó y se dirigió a la cabecera de la mesa.

—Tengo dolor de cabeza —dijo a Scaramanga—. Me voy a la cama.

Scaramanga le dirigió una mirada con los ojos entornados, como los párpados de un lagarto.

—No —replicó—; si se te antoja que la noche no está siendo divertida, haz que mejore. Para eso se te paga. Actúas como si conocieras Jamaica; pues muy bien, saca a esta gente de la somnolencia.

Hacía muchos años que James Bond no aceptaba un reto. Sintió todos los ojos del Grupo clavados en él. La bebida que había tomado le ayudó a comportarse con descuido, quizás queriendo darse importancia, como el hombre que en una fiesta insiste en tocar los tambores. De manera estúpida, quiso afirmar su personalidad delante de aquel manojo de gorilas que lo consideraban insignificante. No se detuvo a pensar que ésa era una mala estrategia, que estaría más cómodo si continuaba siendo el inútil inglés.

—Muy bien, señor Scaramanga. Déme un billete de cien dólares y su pistola.

Scaramanga no se movió, pero miró a Bond sorprendido, con expresión de controlada incertidumbre.

—¡Vamos,
Pistolal
—gritó Louie Paradise con voz ronca—. ¡Tengamos algo de acción! Quizás el tipo puede hacerlo.

Scaramanga buscó en el bolsillo del pantalón, cogió su cartera y con un dedo sacó un billete. A continuación se llevó la mano a la cintura y agarró la pistola. La luz tenue que iluminaba el escenario donde se encontraba la chica brilló sobre el oro. Dejó los dos objetos sobre la mesa, uno junto al otro. James Bond, de espaldas al «cabaret», cogió el arma y la sopesó, dejó caer el percusor hacia atrás y giró el cilindro con un movimiento rápido de sus manos para verificar que estaba cargada. Luego, de repente, se volvió, cayó sobre una rodilla, de tal manera que su objetivo quedara por encima de los músicos, que estaban al fondo, en la sombra, y con el brazo completamente extendido disparó. La explosión resultó ensordecedora en el reducido espacio del comedor. La música enmudeció. Hubo un silencio tenso. Los restos de la falsa piña golpearon con un ruido sordo contra algo en el fondo oscuro. La chica se quedó donde estaba, se llevó las manos al rostro y, lentamente, se plegó hasta el suelo, como un grácil personaje sacado de
El lago de los cisnes
. El maitre salió corriendo de entre las sombras.

Enseguida se reanudó la charla entre los hombres del Grupo. James Bond cogió el billete de cien dólares y se dirigió al círculo de luz. Se inclinó, levantó a la chica por un brazo y empujó el billete hacia el interior del escote mientras le decía:

—Ha sido un buen número el que hemos hecho juntos, querida. No te preocupes, no estabas en peligro, apunté a la mitad superior de la piña. Ahora vete volando y prepárate para el próximo número.

Hizo que se volviera y le dio una palmadita seca en el trasero. Ella lo miró con expresión horrorizada y se escabulló entre las sombras.

Bond se acercó tranquilamente a la banda de música.

—¿Quién está al mando aquí? ¿Quién dirige el show?

El guitarrista, un negro alto y flaco, se puso en pie con lentitud. Se veía el blanco de sus ojos y echaba miradas furtivas a la pistola de oro que Bond sostenía en la mano.

—Yo, señor —dijo, indeciso, como si estuviera firmando su propia sentencia de muerte.

—¿Cuál es tu nombre?

—King Tiger, señor.

—Muy bien, King, de acuerdo. Ahora escúchame. Esto no es una cena del Ejército de Salvación. Los amigos del señor Scaramanga quieren acción…, también algo caliente. Haré que os traigan mucho ron para relajar las cosas, y fumad yerba, si queréis. Aquí estamos en privado, nadie os delatará. Y haz que esa bonita chica vuelva, pero sólo con la mitad de la ropa, y dile que se acerque más al público y que cante
Lengüetazos en el ombligo
con mucha claridad y con las palabras guarras. Y, al final del espectáculo, ella y las otras chicas tienen que acabar desnudas. ¿Entendido? Ahora ponte manos a la obra, o la noche se doblará, y cuando acabe no habrá propinas. ¿Vale? Entonces, vamos allá.

Risas nerviosas y susurros exhortaron a King Tiger desde el conjunto de seis instrumentos que lo acompañaban. King Tiger mostró una amplia sonrisa.

—Vale, capitán, señor. Sólo estábamos esperando a que la fiesta se calentara un poco.

Se volvió hacia sus chicos.

—Tocad
Iron Bar
, pero con pasión. Iré a caldear las cosas con Daisy y sus amigas.

Se fue con grandes zancadas por la salida de servicio y la banda estalló redoblando sus esfuerzos.

Bond regresó a la mesa y dejó la pistola delante de Scaramanga, quien le dirigió una larga e inquisitiva mirada. Mientras colocaba la pistola en su cintura, le dijo con tono monótono:

—Hemos de hacer un concurso de tiro un día de estos, caballero. ¿Qué le parece? ¿Veinte pasos y sin heridas?

—Gracias —dijo Bond—, pero mi madre no lo aprobaría. ¿Podría hacer que den ron a los chicos de la banda? Esa gente no puede tocar con el gaznate seco.

Volvió a su asiento y pasó totalmente desapercibido. Los cinco hombres, o mejor los cuatro, porque Hendriks permaneció sentado con actitud impasible toda la noche, aguzaban sus oídos para captar mejor las obscenas palabras de la versión de
Iron Bar
de Fanny Hill, que la solista cantaba con toda claridad. Cuatro chicas, pequeñas y rollizas, con mucho pecho y sin nada encima, aparte de unas tiras blancas de lentejuelas en forma de G, salieron y avanzaron hacia los espectadores, ante quienes bailaron una magnífica danza del vientre que hizo brotar el sudor de las sienes de Louie Paradise y de Hal Garfinkel. El número acabó en medio de aplausos, y las chicas se alejaron corriendo mientras las luces se apagaban, dejando sólo un punto circular en mitad del escenario.

El batería, en su cajón de calipso, inició un ritmo rápido como un pulso acelerado. La puerta de servicio se abrió y se cerró, y un objeto curioso rodó hasta el círculo de luz. Se trataba de una mano enorme, de casi dos metros en su punto más alto, tapizada con piel de color negro. Estaba medio abierta en la amplia base, con el pulgar y los dedos extendidos como si estuvieran preparados para coger algo. El tambor apresuró su ritmo y la puerta de servicio se abrió de nuevo con un susurro. Una silueta brillante se deslizó por ella y, después de detenerse en la oscuridad, avanzó hasta el haz de luz, contoneándose alrededor de la mano con sacudidas del vientre y de sus miembros. La joven tenía sangre china y su cuerpo, completamente desnudo, que brillaba con el aceite de palma, era casi blanco en contraste con el negro de la mano. Bailaba acariciando con sus manos y sus brazos los dedos estirados. Luego, con movimientos espasmódicos bien interpretados, se subió a la palma de la mano y procedió a realizar lánguidos pero explícitos e ingeniosos actos de pasión con cada uno de los dedos. Toda la escena —la mano negra, brillando ahora con el aceite del cuerpo de la chica, parecía agarrar el cuerpo blanco que se retorcía entre sus dedos— era de una increíble obscenidad, y Bond, también él estimulado, observó que incluso Scaramanga miraba fijamente, con los ojos convertidos en dos estrechas rajas. El tambor había empezado a preparar ya su crescendo. La chica, con éxtasis bien simulado, montó en el pulgar y terminó lentamente sobre él, y por fin, con una última sacudida de su trasero, se deslizó por el pulgar y se desvaneció hacia la salida. El número había terminado. Se encendieron las luces y todos, incluidos los chicos de la banda, aplaudieron con fuerza. Los hombres salieron de su trance animal y Scaramanga dio una palmada para llamar al jefe de la banda. Sacó un billete de su cartera, diciéndole algo inaudible al mismo tiempo. Bond supuso que ¡había elegido a su chica para pasar la noche!

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