Authors: Garci Rodríguez de Montalvo
—¡Ay, caballero bienaventurado!, que así salió Nuestro Salvador Jesucristo de los infiernos cuando sacó los sus servidores. Él te dé las gracias de la merced que nos haces.
Así salieron todos al corral donde viendo el sol y el cielo se hincaron de rodillas, las manos altas, dando muchas gracias a Dios que tal esfuerzo diera a aquel caballero para los sacar de lugar tan cruel y tan esquivo. Amadís los miraba habiendo muy gran duelo de los ver tan maltrechos, que más parecían en sus semblantes muertos que vivos, y vio entre ellos uno asaz grande y bien hecho, aunque la pobreza lo desemejase; éste vino contra Amadís y dijo:
—Señor caballero: ¿quién diremos que nos libró de esta cruel cárcel y tenebregura espantosa?.
—Señor —dijo Amadís—, yo os diré de muy buen grado. Sabed que he nombre Amadís de Gaula, hijo del rey Perión, y soy de la casa del rey Lisuarte y caballero de la reina Brisena, su mujer, y viniendo en busca de un caballero me trajo aquí un enano por un don que le prometí.
—Pues yo —dijo el caballero—, de su casa soy y muy conocido del rey y de los suyos, donde me vi con más honra que ahora estoy.
—¿De su casa sois?, dijo Amadís.
—Sí, soy, cierto —dijo el caballero— y de allí salí cuando fui puesto en la mala ventura donde me sacasteis.
—¿Y cómo habéis nombre?, dijo Amadís.
—Brandoibas, dijo él. Cuando Amadís lo oyó hubo con él muy grande placer y fuelo a abrazar y dijo:
—A Dios, merced por quererme dar lugar que de tan cruda pena os sacase que muchas veces al rey Lisuarte oí hablar de vos y a todos los de la corte, en tanto que yo allí estuve, loando vuestras virtudes y caballerías y habiendo gran sentimiento en nunca saber nuevas de vuestra vida.
Así que todos los presos fueron ante Amadís y dijéronle:
—Señor, aquí somos en la vuestra merced, qué nos mandáis hacer, que de grado lo haremos pues que tanta razón para ello hay.
—Amigos —dijo él—, que cada uno se vaya donde más le agradare y más provecho sea.
—Señor —dijeron ellos—, aunque vos no nos conozcáis, ni sepáis de qué tierra somos, todos os conocemos para os servir y cuando fuere sazón de os ayudar, nos esperaremos vuestro mandado, que sin él acudiremos dondequiera que seáis.
Con esto se fueron cada uno su vía cuanto más pudieron, que bien menester lo habían. Amadís tomó consigo a Brandoibas y dos escuderos suyos que allí presos fueron y fuese dende a la mujer de Arcalaus que con otras mujeres estaba, y halló con ella a Grindalaya y dijo:
—Dueña, por vos y por estas vuestras mujeres dejo de quemar este castillo, que la gran maldad de vuestro marido me daba a ello causa, pero dejarse ha por aquel acatamiento que los caballeros deben a las dueñas y doncellas.
La dueña le dijo llorando:
—Dios es testigo, señor caballero, del dolor y pesar que mi ánima siente en lo que Arcalaus, mi señor, hace, mas no puedo yo, sino, como marido, obedecerle y rogar a Dios por él, en vuestra mesura es de hacer contra mí lo que señor quisiereis.
—Lo que yo haré —dijo él—, es lo que dicho tengo, mas ruégoos mucho nos hagáis dar unos paños ricos para esta dueña que es de grande guisa y para este caballero unas armas, que aquí le fueron tomadas las suyas, y un caballo, y si de esto sentís agravio no se os demandará, sino que yo llevaré las armas de Arcalaus por las mías y su caballo por el mío y bien os digo que la espada que él me lleva querría más que todo esto.
—Señor —dijo la dueña—, justo es lo que demandáis y que lo no fuese, conociendo vuestra mesura, lo haría de grado.
Entonces mandó traer las mismas armas de Brandoibas e hízole dar un caballo y a la dueña metió en su cámara y vistióla de unos paños suyos asaz buenos y trájola ante Amadís y rogóle que comiese, antes que se fuese, alguna cosa. Él lo otorgó, pues la dueña se lo hizo dar lo mejor que haber se pudo. Grindalaya no podía comer, antes se aquejaba mucho por se ir del castillo, de que Amadís y Brandoibas se reían de gana y mucho más del enano, que estaba tan espantado que no podía comer ni hablar y la color tenía perdida. Amadís le dijo:
—Enano, ¿quieres que esperemos a Arcalaus y darte he el don que me soltaste?.
—Señor —dijo él—, tan caro me costó éste que a vos ni a otro ninguno nunca don pediré en cuanto viva y vamos de aquí antes que el diablo acá tome, que no me puedo sufrir sobre esta pierna de que estuve colgado y las narices llenas de la piedra azufre que debajo me puso, que nunca he hecho sino estornudar y aún otra cosa peor.
Grande fue la risa que Amadís y Brandoibas y aun las dueñas y doncellas tuvieron con lo que él dijo, y desde que los manteles alzaron Amadís se despidió de la mujer de Arcalaus y ella lo encomendó a Dios y dijo:
—¡Dios ponga avenencia entre mi señor y vos!.
—Cierto, dueña —dijo Amadís—, aunque la no tenga con él, la tendré con vos que lo merecéis.
Y a tiempo fue que esta palabra que allí dijo aprovechó mucho a la dueña; así como en el cuarto libro de esta historia os será contado. Entonces cabalgaron en sus caballos y la dueña en un palafrén, y saliendo del castillo anduvieron todo aquel día de consuno hasta la noche que albergaron en casa de un infanzón que a cinco leguas del castillo moraba; donde les fue hecha mucha honra y servicio, y otro día, oyendo misa, despedidos del huésped entraron en su camino y Amadís dijo a Brandoibas:
—Buen señor: yo ando en busca de un caballero, como os dije, y vos andáis fatigado, bien será que nos partamos.
—Señor —dijo él—, a mí me conviene ir a la corte del rey Lisuarte y si mandarais, aguardaros he.
—Mucho os lo agradezco —dijo Amadís—, mas a mí conviene andar solo y poner esa dueña en el lugar donde querrá ir.
—Señor —dijo ella—, yo iré con este caballero adonde él va, porque ahí hallaré aquél por quien yo fui presa; que habrá placer con mi vista.
—En el nombre de Dios —dijo Amadís— y a Dios vayáis encomendados.
Así partieron como oís y Amadís dijo al enano:
—Amigo, ¿qué harás de ti?.
—Lo que vos mandaréis, dijo él.
—Lo que yo mando —dijo Amadís— es que hagas lo que te más pluguiere.
—Señor —dijo él—, pues a mí lo dejáis, querría ser vuestro vasallo para os servir; que no siento yo ahora con quien mejor vivir pueda.
—Si a ti place —dijo Amadís—, así hace a mí y yo te recibo por mi vasallo.
El enano le besó la mano. Amadís anduvo por el camino como la ventura lo guiaba, y no tardó mucho que encontró una de las doncellas que le guarecieron, llorando fuertemente y díjole:
—Señora doncella, ¿por qué lloráis?.
—Lloro —dijo ella— por una arquita que me tomó aquel caballero que allí va y a él no tiene pro; aunque por lo que en ella va fue escapado de la muerte no ha tercero día, el mejor caballero del mundo, y por otra mi compañera que otro compañero lleva por fuerza para la deshonrar.
Esta doncella no conoció a Amadís por el yelmo que había puesto, como de más lueñe había los caballeros visto; y como aquello oyó, pasó por ella y alcanzó al caballero y díjole:
—Cierto, caballero, no vais como cortés en hacer que la doncella tras vos vaya llorando; aconséjoos que la desmesura cese y tornadle su arca.
El caballero comenzó a reír y Amadís le preguntó:
—¿Por qué reís?.
—De vos me río —dijo él—, que os tengo por loco en dar consejo a quien no os demanda, ni hará nada de los que dijereis.
—Podrá ser —dijo Amadís— que no nos vendría bien de ello y dadle su arca, pues a vos no tiene pro.
—Parece —dijo el caballero— que me amenazáis.
—Amenaza es vuestra gran soberbia —dijo Amadís— que nos pone en hacer esta fuerza a quien no debíais.
El caballero puso el arqueta en un árbol y dijo:
—Si vuestra osadía es tal como las palabras, venid por ella y dadla a su dueño.
Y volvió la cabeza del caballo contra él. Amadís que ya con saña estaba fue para él y él vino cuanto más pudo a lo herir y encontróle en el escudo, que se lo falso, mas no pasó el arnés, que era fuerte y quebró la lanza, y Amadís le encontró tan duramente que lo derribó en tierra y el caballero sobre él, y fue tan maltrecho que se no pudo levantar. Amadís tomó el arca y diola a la doncella y dijo:
—Atended aquí en tanto que socorro a la otra.
Entonces fue cuanto pudo por donde vio al caballero y a poco hallólo entre unos árboles donde tenía atado su caballo y el palafrén de la doncella y el caballero con ella y forzándola para la deshonrar y ella daba grandes voces y llevábala por los cabellos a una mata, y ella decía con gran cuita:
—¡Ay, traidor, enemigo mío!, aína mueras de mala muerte por esto que me haces en así me querer deshonrar, de mí no recibiendo daño.
En esto estando, llegó Amadís dando voces y diciendo que dejase la doncella y el caballero que lo vio fue luego a tomar sus armas y cabalgó en su caballo y dijo:
—En mal punto me estorbasteis de hacer mi voluntad.
—Dios confunda tal voluntad —dijo Amadís— que así hace perder la vergüenza a caballero.
—Cierto, si me no vengase de vos —dijo el caballero— nunca traería armas.
—El mundo perdería muy poco —dijo Amadís—, en que las desamparaseis, pues con tanta vileza usáis de ellas, forzando las mujeres que muy guardadas deben ser de los caballeros.
Entonces se acometieron al más correr de los caballos y encontráronse tan duramente que fue maravilla y el caballero quebró su lanza, mas Amadís lo lanzó por cima del arzón trasero y dio del yelmo en el suelo, y como el cuerpo todo cayó sobre el pescuezo, torcióselo; de tal guisa, que quedó más muerto que vivo y Amadís, que así lo vio tan maltrecho, trajo el caballo sobre él diciendo:
—Así perderéis el celo deshonesto, y dijo a la doncella:
—Amiga, de éste ya no temeréis.
—Así me parece, señor —dijo ella—, mas temo de otra doncella mi compañera a quien tomaron una arqueta que no reciba algún daño.
—No temáis —dijo Amadís—, que yo se lo hice dar y veisla que viene con mi escudero.
Entonces se tiró el yelmo y la doncella lo conoció y él a ella, que ésta era la que le llevó: viniendo él de Gaula a Urganda la Desconocida, cuando atacó a su amigo por fuerzas de armas del castillo de Baldoid y descendiendo del caballo la fue a abrazar y así lo hizo a la otra desde que llegó y dijéronle:
—Señor, si supiéramos qué tal defendedor teníamos poco temiéramos de ser forzadas y bien podéis decir que si os acorrimos fue por vuestro merecimiento, que nos acorristeis.
—Señoras —dijo Amadís—, en mayor peligro era yo y ruégoos que me digáis cómo lo supisteis.
La doncella que por la mano lo alzara le dijo:
—Señor, mi tía Urganda me mandó bien ha diez días que trabajase por llegar allí aquella hora para os librar.
—Dios se lo agradezca —dijo él—, y yo la serviré en lo que mandare y quisiere y a vos que tan bien lo hicisteis, y ved si soy para más menester.
—Señor —dijeron ellas—, tornad a vuestro camino, que por nos dejasteis, y nosotras iremos al nuestro.
—A Dios vayáis —dijo él—, encomendadme mucho a vuestra señora y decidle que ya sabe que soy su caballero.
Las doncellas se fueron su camino y Amadís tornó al suyo; donde quedará, por contar lo que Arcalaus hizo.
Cómo Arcalaus llevó nuevas a la corte del rey Lisuarte cómo Amadís era muerto, y de los grandes llantos que en toda la corte por él se hicieron, en especial, Oriana.
Anduvo tanto Arcalaus después que se partió de Amadís, donde lo dejó encantado, en su caballo y armado de sus armas, que a los diez días llegó a la casa del rey Lisuarte una mañana, cuando el sol salía, y a esta sazón el rey Lisuarte cabalgara con muy grande compaña y andaba entre su palacio y la floresta y vio cómo venía Arcalaus contra él, y cuando conocieron el caballo y también las armas, todos cuidaron que Amadís era, y el rey fue a él muy alegre, mas siendo más cerca vieron que no era el que pensaban, que él traía el rostro y las manos desarmadas y fueron maravillados. Arcalaus fue ante el rey y dijo:
—Señor, yo vengo a vos porque hice tal pleito de parecer aquí a contar cómo maté en una batalla un caballero, y cierto yo vengo con vergüenza porque antes de otros que de mí querría ser loado, pero no puedo ál hacer que tal fue la conveniencia de entre él y mí, que el vencedor cortase la cabeza al otro y se presentase ante vos hoy en este día, y mucho me pesó que me dijo que era caballero de la reina, y yo le dije que si me matase que mataba a Arcalaus, que así de nombre y él dijo que había nombre Amadís de Gaula, así que él de esta guisa recibió la muerte y yo quedé con la honra y prez de la batalla.
—¡Ay, Santa María valga! —dijo el rey—, muerto es el mejor caballero y más esforzado del mundo. ¡Ay, Dios Señor!, ¿por qué os plugo de hacer tan buen comienzo en tal caballero?.
Y comenzó de llorar muy esquivo llanto y todos los otros que allí estaban. Arcalaus se tornó por do viniera asaz con enojo y maldecíanle los que lo veían, rogando y haciendo petición a Dios que le diese cedo mala muerte y ellos mismos se la dieran, si no porque, según su razón, no habían causa ninguna para ello. El rey se fue para su palacio muy penoso y triste a maravilla y las nuevas sonaron a todas partes hasta llegar a casa de la reina, y las dueñas que oyeron ser Amadís muerto comenzaron de llorar, que de todas era muy amado y querido. Oriana, que en su cámara estaba, envió a la doncella de Dinamarca que supiese qué cosa era aquel llanto que se hacía. La doncella salió y como lo supo volvió hiriendo con sus palmas en el rostro y, llorando muy fieramente, cataba a Oriana y díjole:
—¡Ay, señora, qué cuita y qué gran dolor! Oriana se estremeció toda y dijo:
—¡Ay, Santa María!, ¿si es muerto Amadís?.
La doncella dijo:
—¡Ay, cautiva, que muerto es!, y falleciéndole a Oriana el corazón, cayó en tierra amortecida. La doncella que así la vio dejó de llorar y fuese a Mabilia, que hacía muy gran duelo mesando sus cabellos, y díjole:
—Señora Mabilia, corred a mi señora, que se muere.
Ella volvió la cabeza y vio a Oriana yacer en el estrado, como si muerta fuese, y aunque su cuita era muy grande que más no podía ser, quiso remediar lo que convenía y mandó a la doncella que la puerta de la cámara cerrase, porque ninguno así la viese y fue tomar a Oriana entre sus brazos e hízole echar agua fría por el rostro con que luego acordó ya cuanto; y, como hablar pudo, dijo llorando: