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Authors: Alexander Kent

Tags: #Aventuras, histórico

Al Mando De Una Corbeta (48 page)

BOOK: Al Mando De Una Corbeta
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—Se aproxima un bote, señor, quizá dos.

Bolitho se puso en pie tambaleándose, con la mente sobresaltada por las palabras de Heyward. Sin duda no podían haber regresado ya. Ni siquiera podrían haber alcanzado la primera parte de su destino.

—No es la yola —dijo Heyward—, porque permanece aún en el lado de estribor.

Bolitho se puso una mano alrededor de la oreja. Sobre el rumor del agua que les rodeaba escuchó remos y el crujido de una quilla.

—¿Les digo algo, señor? —preguntó el segundo del contramaestre—.

—No —¿por qué dice eso?—. Aún no.

Cerró los ojos e intentó escuchar el ruido de los remos ente los susurros de la bahía. Sería Tyrrell, que regresaba, porque se dirigía sin ninguna duda ni precaución hacia el barco.

Un delgado rayo de luna había trazado un vago dibujo en el agua, y cuando pasaron bajo él vio que se trataba de un bote largo, que avanzaba con los remos moviéndose sin prisa. Antes de que se sumergiera de nuevo en las sombras, Bolitho vio el resplandor de varias hebillas, y a varios soldados que vestían casacas apiladas contra la bancada de popa.

—¡Santo Dios, son franceses! —murmuró Heyward con voz ronca.

—Hay otra a su popa —susurró el segundo del contramaestre.

Las ideas más disparatadas pasaron por la mente de Bolitho mientras veía el lento avance de los botes: que Tyrrell y sus hombres habían sido capturados y regresaban para parlamentar, o que los franceses se acercaban para anunciar que Yorktown era suya y que exigían la rendición del
Sparrow
.

Se movió rápidamente hasta la pasarela e hizo bocina con las manos.

—¡Eh! ¡Los del bote! —dijo en francés—. ¿Quién vive?

Hubo un balbuceo desde el bote, y escuchó a alguien que reía. Dio una palmada a Heyward.

—¡Rápido! ¡Llame a la yola! Con un poco de suerte capturaremos a estos señoritos!

El primer bote ya llegaba al costado, y Bolitho contuvo el aliento, medio esperando que uno de sus propios hombres abriera fuego.

Vio una estela de espuma por el rabillo del ojo, y dio gracias a Dios, porque la tripulación de la yola había mantenido la cabeza en su sitio. Remaban en torno a la popa, y podía imaginarse a Stockdale obligando a sus hombres a que remaran con todas sus fuerzas. Heyward regresó, con el farol de hacer señales aún en la mano.

—¡Ahora! —gritó Bolitho.

Al mismo tiempo que los primeros hombres aparecían junto a las cadenas y saltaban con cierta incertidumbre a las redes, una línea de marineros armados hicieron su aparición en la pasarela, con los mosquetes a igual altura, mientras Glass, el contramaestre, hacía girar un cañón giratorio, y lo usaba de la manera más efectiva posible. Se alzó un coro de gritos y un mosquete abrió fuego en mitad del silencio de la noche. La bala golpeó en la batayola, y fue respondida por una salvaje descarga de fusiles de los tiradores de Heyward.

Graves hizo que el cañón giratorio descendiera, e hiciera saltar el rebenque por los aires, convirtiendo el bote abarrotado en un matadero sangriento y lleno de quejidos.

Eso fue más que suficiente para el segundo bote. El ruido del fuego de mosquete, el saludo devastador de la munición del cañón giratorio de Glass fue bastante para hacer que los remos se inmovilizaran. Ningún hombre se movió cuando la yola se apresuró por situarse a su lado.

—¡Los tenemos, señor! —gritó Stockdale a través del mar picado—. ¡Aquí hay una docena de prisioneros ingleses!

Bolitho se volvió, sintiéndose mareado. Vio que Dalkeith y sus ayudantes subían al bote y se imaginó la carnicería y los aullidos que encontrarían allí. Hubiera podido actuar así perfectamente contra el segundo bote, y la munición se hubiera abierto camino, una sangrienta senda, entre su propia gente.

—¡Suba a esos hombres a bordo, señor Heyward! —dijo con voz profunda—. Y luego envíe la yola al
Heron
. Farr debe estarse preguntando qué demonios es lo que pasa.

—Esperó junto al puerto de entrada, mientras las redes de abordaje elevaban a los primeros hombres aturdidos, y los arrojaban a bordo. Los del segundo bote, lo mismo franceses que ingleses, llegaron con evidente alivio. Los franceses, satisfechos por no haber compartido la matanza de sus compañeros. Los casacas rojas tenían distintas razones, pero su atónita incredulidad resultaba penosa de presenciar. Andrajosos y sucios, parecían más bien espantapájaros, y no soldados entrenados.

—Lleve a los prisioneros abajo, señor Glass —dijo Bolitho. Se dirigió a los casacas rojas—. No tengan miedo. Éste es un barco del rey.

Uno de ellos, un joven abanderado, dio un paso al frente.

—Le doy las gracias, comandante —exclamó—. Todos se las damos.

Bolitho le estrechó la mano.

—Tendrán todo el descanso y la ayuda que yo pueda ofrecerles, pero primero debo saber qué es lo que está pasando aquí.

El oficial se frotó los ojos con los nudillos.

—Fuimos capturados hace ya varios días. Fue una escaramuza con una de sus patrullas. La mayoría de mis hombres murieron —se balanceó sobre un pie—. Aún no puedo creer que nos hayamos salvado.

—¿Resiste el general Cornwallis en Yorktown aún? —insistió Bolitho.

—Sí. Pero como sin duda usted ya sabe, señor, Washington y el general francés, Rochenbeau, cruzaron el Hudson hacer varias semanas en dirección a la bahía de Chesapeake. Han acumulado un inmenso ejército en torno a Yorktown, un mosquete detrás de cada árbol; pero cuando hemos oído que un escuadrón inglés había sido avistado en la bahía, pensamos que seríamos liberados. Entiendo un poco de francés, y escuché a los guardias hablar de su llegada.

—Los barcos de Hood —dijo Heyward.

Bolitho asintió.

—¿Cuándo fue eso?

El abanderado se encogió de hombros.

—Hará tres días. He perdido la noción del tiempo.

Bolitho trató de no escuchar los lastimeros quejidos. Sabía poco francés, poco más del que había empleado para engañar al bote, pero el suficiente como para reconocer las súplicas. Sostenían a un hombre mientras Dalkeith trabajaba con su cuchillo.

Hacía tres días. Aquello encajaba con lo que Odell había referido. Hood debía de haber echado una rápida ojeada a la bahía, y, al no encontrar rastros de De Grasse, había continuado hacia Nueva York.

—Los franceses están esperando su propia flota —añadió débilmente el abanderado—. Esa es la razón por la que, cuando alguien les saludó en su mismo idioma, pensaron…

—¿Qué? —Bolitho apretó su brazo, con la voz ronca, pese a las condiciones en las que el hombre se encontraba—. ¿Esperan su propia flota?

El abanderado se le quedó mirando.

—Pero yo creí… Imaginaba que nuestros barcos habían venido para rechazarles, señor!

No —soltó su brazo—. Me temo que cuando lleguen a Nueva York y descubran su error será demasiado tarde.

—Entonces el ejército está condenado, señor —el abanderado caminó con pasos inseguros hasta la batayola—. ¡Todo esto! —gritó sobre las aguas oscuras—. ¡Todo para nada, maldita sea!

Dalkeith apareció en la cubierta, y, con un breve movimiento de cabeza, tomó al oficial del brazo.

—Cuide de ellos por mí —dijo Bolitho.

Se volvió. Serían de nuevo prisioneros a menos que se le ocurriera algo. Buckle le observaba ansiosamente.

—¿Qué pasa con el señor Tyrrell, señor?

—¿Piensa que no me he acordado de él? —vio que Buckle retrocedía—. Se lo haremos saber al
Heron
inmediatamente. Si puede alejarse esta noche, Farr debe llevar las noticias al almirante Graves. Puede que aún quede tiempo —vio que el contable aparecía por la escotilla—. ¡Consígame un papel y escribiré una nota para Farr! —se volvió a Buckle—. Lamento haberle contestado así. Era una pregunta lógica —miró hacia tierra—. Zarparemos con las primeras luces y nos acercaremos a la costa. Tenga los remos largos preparados por si perdemos el viento. No abandonaré a Tyrrell y a sus hombres sin luchar —recordó las palabras del teniente en aquel jardín ya muy lejano: los del
Sparrow
cuidamos de los nuestros. Añadió en voz baja—. Hemos llegado ya demasiado lejos juntos como para eso.

Dalkeith cruzó la cubierta cuando Bolitho se dirigía a la regala.

—¿Qué va a hacer el comandante? —susurró a Buckle.

Buckle se encogió de hombros.

—Alguna locura, me imagino.

El cirujano se limpió las manos con un harapo.

—Pero usted le apoya, pese a todo.

Buckle sonrió.

—Lo que yo piense no tiene demasiada importancia, ¿verdad? Pero espero que se le ocurra algo —añadió con vehemencia—. En verdad lo espero, por el bien de todos.

XVIII
Sólo los valientes

Stockdale atravesó el alcázar y le tendió una taza.

—Tome, señor. Un poco de café.

Bolitho la cogió y se la llevó a los labios. Casi no estaba caliente, pero alivió la sequedad de su garganta.

—El fogón está apagado, de modo que tuve que templarlo en un farol en la cámara de armas —añadió Stockdale pesadamente.

Bolitho le miró. ¿Era su imaginación, o los rasgos de Stockdale le parecían distintos en la penumbra? Sintió un escalofrío. Posiblemente había pasado demasiado tiempo en cubierta, esperando y preguntándose.

—Esto ha sido todo un detalle —le tendió la taza—. Me siento más despierto.

—Echó una ojeada al aparejo y a las velas hinchadas. Las estrellas permanecían aún, pero más pálidas. No era una ilusión.

—¿De dónde viene el viento?

Stockdale consideró la cuestión.

—Como antes, señor. Del nor-noreste, si no me equivoco.

Bolitho se mordió los labios. Ya lo había descubierto. Stockdale solía estar acertado en sus afirmaciones, pero en este caso su confirmación no sirvió de mucho.

—Despierte al piloto —dijo—. Está junto a la escotilla.

Buckle saltó sobre sus pies, completamente despierto en cuando Stockdale le tocó.

—¿Qué pasa? ¿Una ataque?

—Tranquilo, señor Buckle. —Bolitho le hizo un gesto para que se acercara a la batayola—. El viento ha variado, pero aún sopla demasiado de la zona norte como para que nos ayude.

El piloto no dijo nada, y esperó hasta descubrir lo que el capitán guardaba en su mente.

—Si hemos de resultar útiles para algo, debemos dirigirnos hacia la parte alta de la bahía. Nos llevará horas virar, y nuestros esfuerzos no se verán recompensados. Pero si permanecemos aquí fondeados ni podremos ayudar al primer teniente ni nos salvaremos nosotros en el caso de que aparezca un enemigo. Buckle bostezó.

—Eso es cierto.

—De modo que llame a los hombres y haga que saquen los remos largos. Zarparemos sin esperar a que llegue la aurora.

Buckle extrajo su reloj y lo sostuvo contra la luz del compás.

—Hmm. Tendremos que remar bastante, señor, pero al menos la corriente no nos será demasiado adversa.

Caminó hasta las redes y golpeó a una figura entre las sombras que dormía emitiendo todo tipo de ruidos sobre la cubierta.

—¡Arriba, chico! Dile al señor Glass que llame a los hombres. ¡Corre!

Bolitho marchó rápidamente a su cámara, y se concentró durante unos minutos en la carta de navegación. Trazó su plan de acción recordando lo que Tyrrell le había contado, y añadió información a lo que ya sabía. Más allá de la cubierta podía escuchar el ruido de los pies sobre las tablas, el sonido regular del linguete del cabestrante cuando el cabo subió a bordo.

Se puso la casaca y se ajustó la espada. La cámara parecía muy extraña a la luz del único farol. Se encontraba preparada para el combate, como el resto del barco, con los cañones crujiendo suavemente tras sus portas selladas, y todo se encontraba a mano: pólvora, mecha, baquetas y esponjas. Pero no había nadie, porque, salvo los que quedaban en la cubierta de artillería, todos los hombres resultaban necesarios para levar anclas y manejar los remos largos. Los últimos les habían sacado de apuros en varias ocasiones. Esta vez podían hacer lo mismo por Tyrrell y sus hombres. Abandonó la cabina y subió rápidamente la escala.

El cielo palidecía. No había duda de ello. Una cierta claridad grisácea se extendía sobre el cabo Henry, y ahora podía ver los remolinos de las corrientes muy claramente.

Comprobó cómo los remos largos ondulaban sobre el agua a cada costado, con los hombres encorvados sobre ellos, charlando en voz baja mientras esperaban una orden de la popa. Heyward se llevó la mano al sombrero.

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