—¡A discreción! —el sable descendió, reflejando la nueva luz del día como si fuera de oro—. ¡Fuego!
El aire retumbó por las furiosas andanadas por cada banda. Cuando el denso humo se esparció a bordo, los hombres de la cubierta de artillería aullaron y rieron sobre el crujido de las cureñas y el golpear de las baquetas. Bolitho vio las lenguas que escupían desde la proa, las cargas dobles impactando en botes y soldados, el remolino de astillas y espuma. Sobre las cubiertas, los juanetes arrizados temblaban con cada explosión, el humo salía por cada amura en una niebla espesa mientras los cañones rugían una y otra vez.
Los cortantes sonidos de los mosquetes y los ruidos metálicos de los cañones giratorios impedían la conversación. Era una pesadilla, un mundo atormentado. Los botes chocaron contra el casco, y Bolitho sintió que el casco temblaba cuando la popa del
Sparrow
golpeó una lancha, rompiéndola en dos, y los soldados, que eran muchos, caían en gran profusión gritando y golpeando.
Un transporte disparaba en esos momentos, con la fila superior de cañones disparando sobre los botes destrozados y entre las lonas del
Sparrow
como grandes puños.
Una bala cayó entre las redes, y Bolitho escuchó un agudo chillido cuando dos marineros fueron arrojados, destrozados, al lado opuesto. Vio que Fowler caminaba sorprendido sobre los cadáveres desmembrados, el rostro tenso como si estuviera sumido en profundas meditaciones. Se dio cuenta de que estaba chasqueando los dedos.
El casco retembló de nuevo, y sintió que bajo sus pies el acero enemigo penetraba en la cubierta de artillería, y el estruendo de un cañón del doce que volcaba.
Otro bote largo chocó contra el costado de estribor, y unos hombres dispararon con sus mosquetes; otros se inclinaban sobre los remeros, que se esforzaban frenéticamente. Varias balas dieron contra la batayola y la amurada, y un marinero cayó cuando le alcanzaron en la garganta.
Bolitho corrió al costado y se limpió los ojos llorosos para echar una ojeada hacia la popa. La superficie del agua estaba salpicada de botes rotos y maderas que flotaban; de hombres también, algunos que nadaban, otros que desaparecían bajo el agua por el peso de las armas y el equipo.
Foley cargaba de nuevo un mosquete.
—¡Nuestros hombres ya tienen que enfrentarse a menos! —gritó. Se reclinó sobre las redes y abatió a un soldado que estaba a punto de abrir fuego contra la corbeta.
Bolitho volvió sus ojos hacia la costa. Estaba muy cerca, casi demasiado.
—¡Hágala virar! —tuvo que repetir la orden antes de que Buckle la entendiera.
Con las poleas crujiendo al tiempo que las brazas hacían girar las vergas, el
Sparrow
escoró peligrosamente hacia el costado de babor, y la proa pareció apuntar directamente hacia la tierra. Y allí estaba el segundo transporte, oscilando sobre la proa, con sus escotillas relampagueando y destrozando el aire con sus disparos.
Una bala atravesó la batayola del alcázar, convirtiéndola en astillas, y alcanzando a un segundo del piloto, que gritaba a los hombres que se encontraban en las brazas del mesana. La sangre salpicó los pantalones de Bolitho, y vio que otros hombres caían sobre la cubierta de artillería, mientras las redes de protección se sacudían, cubiertas con cordaje caído y velas rotas.
Una rápida mirada a la arboladura le reveló que el gallardete del calcés oscilaba casi en dirección de la amura. Que el viento les favoreciera poco o mucho no cambiaba en nada las cosas, porque no quedaba espacio para virar ni para cambiar de rumbo.
—¡Barred de la faz de la tierra a ese bastardo! —aulló Tyrrell. Hizo un gesto a los capitanes de artillería más próximos a él—. ¡Metralla! ¡Disparadles! —miró a Bolitho, con los ojos llenos de fatiga y de la furia de la batalla—. ¡Está virando! —cogió a un marinero que caía de las redes, con el rostro convertido en una máscara de sangre—. ¡Otro para el cirujano! —se volvió de nuevo a Bolitho y entonces emitió un grito corto, y se llevó las manos al muslo mientras caía.
Bolitho se arrodilló a su lado, sosteniéndole por los hombros mientras más balas sacaban astillas a la cubierta. Tyrrell le miró, con los ojos nublados por el dolor.
—Estoy bien —apretó los dientes—. ¡Es de nuevo esta endemoniada pierna!
Bolitho vio que Dalkeith paraba y corría a través de la cubierta, con varios de sus hombres a sus espaldas.
—Sabía que tendrían que cortármela —añadió Tyrrell, débilmente—. Ahora ya no hay excusa, ¿eh? —entonces se desmayó.
Desde la castigada cubierta de artillería Graves le vio caer, pese a que su mente estaba atenta al ruido y al hedor de la muerte.
—¡Carguen! —gritaba. Empujó a un hombre de ojos desorbitados—. ¡Apunten! ¡Listos! —miraba fijamente a las velas del transporte que aparecían, cada vez más cercanas y con más fuerza, por la amura—. ¡Fuego!
La cubierta retembló bajo sus pies, y vio a dos marineros que caían despedazados; sus gritos se apagaron antes de caer sobre la cubierta manchada. En algún lugar de su mente agitada pensaba en Tyrrell. Debía de haber muerto, así se pudriera. Su hermana se encontraría sola ahora. Un día, quizá antes de lo que los demás pensaban, la encontraría. Sería suya.
Un ayudante de artillero se volvió a él, con la boca convertida en un agujero negro.
—¡Cuidado, señor! —aulló—. ¡En el nombre de Dios…!
Sus palabras de perdieron bajo el inmenso crujir de la madera cuando la verga del juanete de mayor cayó a través de las redes como un gran árbol. Abrió un agujero en las tablas y en la cubierta que se encontraba en un nivel inferior. Cuando sus jarcias y varias drizas atronaron al caer entre los cañones, Graves murió, con el cuerpo empalado bajo el mástil roto.
En la batayola de la toldilla Bolitho le vio morir, y supo que los meses de patrulla, las tormentas y los combates habían roto al fin la verga que habían fijado con tanto cuidado después de otra batalla, hacía mil años.
Pero Heyward estaba allí, y su voz dirigía a los hombres de artillería cuando el transporte anclado se desvaneció en el humo, con el casco agujereado por el despiadado bombardeo del cañón de proa. El viento despejó el humo, y con algo similar a la incredulidad Bolitho vio el extremo del cabo Henry se abría como una inmensa puerta, y el horizonte que brillaba más allá, como una bienvenida.
Fowler resbaló y cayó sobre la sangre lloriqueando.
—¡No sirve de nada! ¡No puedo…!
Bethune avanzó hacia él.
—¡Claro que puedes, y vaya si lo harás!
El joven guardiamarina se volvió hacia él y parpadeó.
—¿Qué?
Bethune sonrió, con el rostro tiznado por el humo de la pólvora.
—¡Ya me has oído! ¡De modo que muévete, muchacho!
—¡Señor Buckle! —Bolitho se inclinó cuando varios tiros penetraron a través de los obenques y arrojaron más metros de jarcias—. ¡Quiero que…!
Pero el piloto no le escuchaba. Estaba sentado con la espalda contra la escotilla, con las manos sobre el pecho como si rezara. Sus ojos seguían abiertos, pero el reguero de sangre que se extendía a su alrededor mostraban lo que había ocurrido.
Glass y un marinero permanecían en pie junto al timón desprotegido, con los ojos desorbitados y las piernas abiertas sobre los muertos y los moribundos. Bolitho dio un puñetazo.
—¡Tan cerca como pueda! Los restos del
Lucifer
le dirán dónde se encuentra el banco.
Cuando el sol cubrió la corbeta de proa a popa y sus vergas temblaron de nuevo para impulsarla fuera de la bahía, Bolitho vio la gran formación de barcos que se acercaban por el sur, en el horizonte, y llenaban el mar. Era un espectáculo fantástico. Escuadrón tras escuadrón, los barcos de guerra parecían solaparse mientras se dirigían sin dudarlo hacia Chesapeake.
—De Grasse —murmuró Foley—. Jamás he visto una flota como esa.
Bolitho desvió la mirada y se apresuró hasta la regala. No había señales de que nadie les persiguiera, ni tampoco lo esperaba. Las dos fragatas debían proteger el nuevo fondeadero, e intentarían rescatar a alguno de los soldados que hubieran escapado de la furia del
Sparrow
. Se volvió hacia el timón, donde Heyward y Bethune permanecían en pie, observándole.
—Viraremos en redondo inmediatamente —vio a Dalkeith y le llamó—. ¡Dígame!
Dalkeith le miró con tristeza.
—Ya está hecho. Ahora duerme, pero tengo confianza en que salga de esta.
Bolitho se enjugó la cara y sintió que Stockdale le sujetaba por un brazo cuando el barco se inclinaba violentamente ante el cambio de viento. Aún quedaba mucho por hacer. Debían reparar todo en cuanto se libraran de la presencia de los franceses. Y encontrar al almirante Graves e informarle de la llegada del enemigo. Y enterrar a los muertos. Su mente parecía en letargo.
Yule, el artillero, se asomó por una escala.
—¿Puede prescindir de algún hombre, señor? Los necesito en las bombas.
Bolitho se volvió a él.
—Lléveselos.
Miró en torno a los cuerpos diseminados, sorprendidos en actitudes tan diversas por la muerte.
—Sólo hombres valientes yacen aquí.
Elevó la mirada, sorprendido, cuando escuchó que alguien cantaba sobre la cubierta. Más allá de las velas agujereadas y el cordaje desgarrado, que la verga del juanete había destrozado antes de caer y matar a Graves, vio que un marinero trabajaba bajo los rayos del sol; reparaba un estay roto. El sonido del mar y el aleteo de las velas eran demasiado potentes como para permitirle escuchar sus palabras, pero la canción le resultaba familiar y muy triste.
Foley se unió a él.
—¡Si aún pueden cantar, después de lo que han hecho! —dijo en voz baja. Se volvió, incapaz de soportar la visión del rostro de Bolitho—, entonces, se lo juro por Dios, ¡le envidio!
Dos días después de su lucha en la bahía, los vigías del
Sparrow
avistaron la vanguardia de la flota de Graves, que se dirigía hacia la costa de Maryland. La ocasión era, al mismo tiempo, excitante y amarga, porque resultaba difícil no sentir ninguna emoción cuando tantos compañeros habían muerto o se encontraban heridos. Sacándole una buena distancia a la flota, con las banderas de señales ondulando bajo la luz del sol, el
Heron
se mantenía a favor del viento, como un símbolo de lo que habían soportado y logrado juntos.
Bolitho podía recordar el momento con toda precisión, cuando con sus hombres había esperado el destrozado alcázar mientras sus señales eran emitidas al
Heron
y repetidas al buque insignia.
—El buque insignia al
Sparrow
, señor: Usted guiará la flota. El honor es suyo.
Pese a ser un almirante que detestaba las señales no convencionales, el almirante Graves las había utilizado con orgullo. Una vez más, el
Sparrow
había virado, con sus velas desgarradas y el casco astillado sirviendo de puntero para los grandes barcos de guerra, que le habían seguido obedientemente.
Una vez avistada la bahía, y sabiendo que los franceses aún estaba allí, la misión del
Sparrow
había sido la de un mero espectador de una batalla que iba a dejar una profunda huella en todos los que participaron en ella. Resultó ser una advertencia para los jóvenes oficiales como Bolitho, una severa lección para los que habían luchado durante tanto tiempo siguiendo las instrucciones de un libro, un libro que se había quedado anticuado ante la terrible experiencia.
Quizá el almirante Graves había esperado, incluso suplicado hasta los últimos momentos, que los franceses hubieran abandonado Chesapeake, o al menos que fuera el escuadrón menor de De Barras, el que estuviera allí, después de haber burlado sus patrullas y haberse escapado de Newport hacía unos días. La señal del
Sparrow
había acabado con esa esperanza, y la vista de una flota tan inmensa le debió haber llenado de inquietud; pero si su flota resultaba inferior a la de De Grasse tanto en barcos como en armamento, tenía mucho a su favor. El viento les acompañaba, y, como Tyrrell había anunciado tan a menudo, la traicionera lengua de tierra entre los cabos de Chesapeake mostró enseguida su imparcialidad a aquellos que trataban de superarlo.
Con los franceses acercándose a la bahía, y los refuerzos de De Barras aún lejos, De Grasse decidió zarpar y enfrentarse a ellos en alta mar. Un viento y una marea adversos y la peligrosa lengüeta central le anunciaron pronto que le resultaría imposible sacar a toda la flota del fondeadero. Escuadrón tras escuadrón, sus barcos se abrieron camino rodeando el cabo Henry, con el esqueleto del
Lucifer
cerca como un aviso para los alocados o los imprudentes.