—En cualquier caso, eso puede ser rematado en el mar. Quiero que se aprovisione fuertemente, como mínimo para tres meses. El capitán del buque lo tiene ya todo preparado. Incluso puede que le consiga varios marineros para sustituir a los que fallecieron en la batalla. He enviado al
Heron
de nuevo al sur, pero mi otra patrulla costera está demasiado desperdigada para que me sienta cómodo. Necesita cada barco disponible, especialmente el suyo.
—Gracias, señor —posó el vaso—. ¿A Newport de nuevo?
El almirante sacudió la cabeza.
—Se unirá a Farr y a su
Heron
.
Bolitho se le quedó mirando.
—Pero, señor, creí que necesitaba barcos para tener controlado a De Barras.
Christie cogió la jarra y la observó con cuidado.
—Quizá los necesite más tarde; pero por el momento, le quiero fuera de Sandy Hook, lejos de todos los que intentarán destruirle. Sus hechos le han ganado muchos enemigos en poco tiempo, y, como acabo de decirle, usted no está hecho para los traicioneros caminos de la política.
—Estoy dispuesto a afrontar el riesgo, señor.
—¡Pero yo no! —la voz de Christie era dura, como lo había sido durante el consejo de guerra en aquella misma cámara—. Para usted, su barco y sus problemas son lo principal, pero yo debo abarcar un espectro más amplio, y mis superiores, uno más amplio aún. Si pensara que es mejor para usted dirigir mi escuadrón al completo contra De Barras, lo haría. Y si su barco debiera ser sacrificado como un animal atrapado en un cepo, entonces sería ordenado así —se tranquilizó—. Discúlpeme. Esto ha sido imperdonable —movió una mano sobre sus cartas de navegación—. El enemigo es poderoso, pero no tanto que pueda atacar en todas partes al mismo tiempo. Puede atacar Nueva York, y si nos privan de ella, no podríamos pretender el gobierno de América. O pueden volver sus fuerzas hacia el ejército del general Cornwallis en el campo de batalla, sin el cual nos encontramos igualmente desvalidos. De cualquier modo, habrá una batalla, y creo que un combate marítimo decidirá nuestro camino y el de la historia en los años venideros.
El sonido de varias pisadas retumbó sobre sus cabezas, y Bolitho escuchó el tono seco de las órdenes y el crujido de las cuadernas y el maderamen. Incluso el viejo
Parthian
se preparaba para navegar, para mostrar que estaba preparado para cualquier cosa que el enemigo intentara.
Bolitho se puso en pie.
—¿Para cuándo puedo esperar mis órdenes?
—Para antes del anochecer. Le sugeriría que relegara sus… cómo llamarlos… otros intereses hasta una fecha posterior —le ofreció su mano—. El corazón es algo grande, pero prefieren que tome las decisiones con la cabeza.
Bolitho salió a la luz del sol, dando vueltas a todo lo que Christie había dicho, y a la parte aún mayor que había callado. Todo resultaba muy injusto. Un marinero permanecía en pie junto a su cañón hasta que le dijeran lo contrario, o se mantenía en la arboladura en medio de una galerna estremecedora, congelado por la espuma helada o asustado hasta la muerte, pero obedecía. Ese era el modo en el que las cosas funcionaban, o lo había sido, por la experiencia de Bolitho, hasta ahora.
Y pese a todo, personajes como Blundell pasaban por alto esas diferencias, podían y usaban su autoridad personal para enriquecerse, incluso cuando el país luchaba para salvarse. No era extraño que seres como Crozier pudieran prosperar y alcanzar mejores resultados que un ejército de espías a sueldo. Crozier cumplía con su deber del único modo que conocía. Negándose a ver el peligro, Blundell había caído en algo similar a la traición.
Se detuvo junto al portalón de entrada y contempló la yola que le esperaba con súbita ansiedad. Entonces… ¿Por qué no le había mencionado nada a Christie acerca de la presencia de Crozier en casa de Blundell? Si le hubiera dado a conocer esa noticia, no hubieran quedado dudas sobre una conspiración. Juró para sus adentros e hizo una señal a Stockdale. ¡Imbécil, imbécil! Quizá debiera habérselo dicho a ella primero, para darle tiempo y que se alejara de los asuntos de su tío. El capitán se unió a él junto al portalón.
—He enviado los botes al
Sparrow
. Enviaré en una hora otra gabarra. Si sus hombres lo cogen con ganas, puede tener todos las provisiones a bordo antes del atardecer.
Bolitho le miró con curiosidad. Demostraba una seguridad calmosa, pese a que este capitán debía tener en cuenta no sólo su propio barco y los deseos de un almirante, sino que debía también preocuparse por las necesidades de cada oficial y cada hombre del escuadrón. Se sintió sacudido por el descubrimiento. Era como ver las cartas de navegación de Christie sobre la mesa de la cámara. Para todo el mundo, menos para él y para el almirante, el
Sparrow
y su tripulación no eran sino una pequeña parte del total.
Se quitó el sombrero ante los agudos pitidos y las bayonetas brillantes y trepó a la yola. No dijo nada cuando el bote se deslizó con vigor a través del fondeadero, y, por una vez, Stockdale pareció contentarse con dejarle en paz.
Estaba en la cabina con Lock comprobando la última llegada de los suministros para el barco cuando Graves entró para anunciar la llegada de otra gabarra con agua dulce.
—Quería tener unas palabras aparte con usted, señor Graves —dijo Bolitho, cuando el contable se retiró para supervisar los últimos barriles antes de que fueran bajados a la bodega —vio que el teniente se ponía en tensión, y el modo en que sus dedos se cerraban sobre su casaca. Pobre Graves. Parecía un viejo, e incluso su bronceado podía esconder las sombras bajo sus ojos, las líneas marcadas a cada lado de su boca. ¿Cómo se podía preguntar a un oficial si era un cobarde?.
—¿Le preocupa algo?
Graves tragó saliva con dificultad.
—Mi padre ha muerto, señor. Hace unas semanas. Acabo de recibir la carta.
—Lo lamento muchísimo, señor Graves —Bolitho observó su rostro con repentina compasión—. Es mucho más difícil de superar cuando nos encontramos tan lejos.
—Sí —Graves ni siquiera pestañeó—. Llevaba… enfermo desde hacía tiempo.
La puerta se abrió y Tyrrell entró cojeando ruidosamente en la cabina. No pareció ver a Graves.
—¡Por todos los santos, comandante! —exclamó—. ¡Traigo nuevas noticias! —se reclinó sobre la mesa, y la emoción y la satisfacción brotaban de él en una riada incontenible—. Mi hermana. ¡Se encuentra sana y a salvo! Me he encontrado con un hombre que era trampero en nuestra región. Me dijo que vive con nuestro tío, a unas veinte millas al norte de nuestra vieja granjita. —sonrió ampliamente—. ¡A salvo! No puedo creerme que esté despierto —se volvió y vio por primera vez a Graves—. ¡Por todos los demonios! Lo siento. Me he olvidado de todo con la agitación.
Graves le miraba fríamente.
—¿Qué pasa? —preguntó Tyrrell—. ¿Estás enfermo?
—Debo irme. Si me disculpa, señor… —murmuró Graves, y casi corrió fuera de la cabina.
Bolitho se puso en pie.
—Son excelentes noticias, Héctor —miró hacia la puerta abierta—. Me temo que Graves acaba de aportar la nota melancólica. Su padre.
Tyrrell suspiró.
—Lo siento. Creí que podría haber sido algo que yo había dicho.
—¿En qué sentido?
Tyrrell se encogió de hombros.
—No importa. En una ocasión tuvo esperanzas de cortejar a mi hermana —sonrió ante algunos recuerdos secretos—. Parece que ha pasado mucho tiempo de todo eso.
Bolitho intentó no pensar en la aturdida expresión de Graves.
—Algún día podrá reunirse de nuevo con su hermana. Me alegro mucho por usted.
Tyrrell asintió con ojos soñadores.
—Sí. Algún día. —asintió con mayor firmeza—. Ya no me siento tan perdido.
El guardiamarina Fowler caminó sin hacer ruido sobre la madera y se quitó el sombrero.
—El hombre de la gabarra le ha traído una carta, señor —su ceceo resultaba muy evidente—. Insistió en que se la entregara a usted yo mismo.
—Gracias.
Bolitho la tomó entre sus dedos. Era como la otra que mantenía en su caja fuerte, escrita por ella misma. La abrió rápidamente.
—Estaré en tierra durante una hora —dijo entonces—. O quizá más. Llame a mi yola.
Fowler corrió fuera de la cabina y llamó con voz cortante a la dotación del bote.
—¿Es eso prudente, señor? —preguntó Tyrrell en voz baja.
—¿Qué demonios quieres decir? —Bolitho se volvió hacia él, cogido por sorpresa ante la pregunta.
Tyrrell frunció el ceño.
—He hablado con mucha gente mientras encargaba la cabuyería nueva. Toda Nueva York sabe lo que has hecho. La mayor parte de ellos se ríen hasta llorar, porque el suceso ha desenmascarado a esos malditos esquiroles y traidores, pero algunos piensan que corres serio peligro mientras estés aquí. Debe haber unos cuantos que se están ahora dando vueltas en sus camas, preguntándose qué es lo que has descubierto y cuándo van a llamar los soldados a su puerta.
Bolitho bajó la mirada.
—Lamento haber respondido así, pero es que no siento ningún miedo. No tengo la menor intención de mostrarme en público para que alguien pueda aprovecharse de ello.
Tyrrell le observó mientras alcanzaba su sombrero y esperaba con impaciencia a que Fitch le ajustara la funda de la espada.
—Me sentiré más relajado cuando nos encontremos de nuevo en alta mar —dijo entonces.
Bolitho se apresuró y cruzó a su lado.
—Y eso será esta misma noche, mi precavido amigo. De modo que ¡muévete y vigila las provisiones! —sonrió ante la preocupación de Tyrrell—. Pero sé prudente. ¡A saber si no se oculta un asesino entre la carne salada!
Tyrrell le vio saltar del barco, pero permaneció junto a la batayola durante largo tiempo, pese al sol y el dolor de su muslo.
Un coche pequeño aguardaba a Bolitho en el fondo del malecón. Era un trasto desvencijado, y no tenía nada que ver con el que le había llevado a la residencia del general, pero el conductor era el mismo negro y en cuanto Bolitho entró hizo restallar su látigo y apresuró a los caballos en un trote ligero.
Atravesaron varias callejuelas y salieron luego a un camino tranquilo, a cuyos lados se alineaban casas robustas; la mayor parte de ellas parecían ocupadas por los refugiados de la ciudad. Los edificios habían perdido su fachada de opulencia, y donde antes se habían extendido jardines se amontonaban ahora cajas desechadas y coches de miserable aspecto. Vio que mujeres y niños se asomaban a las ventanas y observaban al camino. Mostraban la mirada perdida de la gente desarraigada a la que no le queda más por hacer que esperar y anhelar.
El coche atravesó bajo unas puertas mal encajadas y se dirigió a un casa similar a las anteriores, salvo que aquella se encontraba vacía y sus ventanas tapadas ante la luz, como ojos cegados.
Por un instante recordó la advertencia de Tyrrell, pero cuando el coche hizo un alto vio a la chica junto a la casa; su vestido se reflejaba en un estanque desbordado. Se apresuró hacia ella, con el corazón resonando con el mismo ritmo que sus zapatos.
—He venido en cuanto he podido —tomó sus manos entre las suyas y la contempló con cariño—. Pero ¿por qué debemos encontrarnos aquí?
—Es mejor así. No puedo soportar esos ojos que nos observan, las toses a mi espalda… —había poca emoción en su voz—. Pero vayamos dentro. Debo hablarle.
—Sus zapatos resonaron y provocaron eco en las habitaciones vacías. Había sido una casa espléndida, pero ahora la escayola caía en pedazos y las paredes se encontraban cubiertas por telas de araña. Ella se acercó a una ventana.
—Mi tío se encuentra en graves apuros, como imagino que usted ya sabrá —dijo—. Quizá haya obrado de manera imprudente, pero aquí muchos lo han hecho así.
Bolitho deslizó su mano bajo el brazo de ella.
—No quiero que te involucres, Susannah.
Su insistencia, o tal vez el tuteo, le hicieron volverse y enfrentarse a él.
—Ya estoy involucrada, como usted dice.
—No. El contrabando y el resto de los delitos no pueden tener nada que ver contigo. Nadie podría creer eso.
Ella le miró con calma.
—Eso no importa; pero una sugerencia de traición destrozaría a mi tío y a todos los relacionados con él —ella apretó su brazo—. Ese hombre, Crozier. ¿Ha revelado usted su presencia en nuestra casa? Por favor, he de saberlo; si no ha dicho nada, todo puede solucionarse aún.
Bolitho se alejó.
—Créeme, puedo salvarte de todo esto. Tu tío será enviado a Inglaterra, pero no hay razón para que tú no permanezcas aquí.
—¿Aquí? —ella dio un paso atrás—. ¿Qué quiere decir eso?
—Yo… yo pensaba que, con el tiempo, tal vez tuvieras en cuenta la posibilidad de convertirte en mi mujer.
En la habitación vacía sus palabras parecieron regresar a sus oídos para burlarse de él.
—¿Casarme con usted? —ella se apartó el pelo de la frente—. ¿Es eso lo que usted pensaba?
—Sí. Creo que tenía motivos para esperarlo —le miro con desesperación—. Dejaste ver que…
—¡No dejé ver nada que pudiera usted tomar por una declaración, capitán! —replicó ella, muy cortante—. Si las cosas fueran como las había planeado, entonces tal vez…
Él lo intentó de nuevo.
—Para nosotros no tiene por qué cambiar nada…
Ella continuó como si Bolitho no hubiera hablado.
—Creí que con cierta ayuda de mis amigos podría llegar usted algún día a algo. Un nombramiento en Londres, incluso un asiento en el Parlamento. Todo es posible si se tiene la voluntad suficiente —elevó de nuevo sus ojos hasta el rostro de Bolitho—. ¿Pensaba realmente que me iba a casar con un marino? ¿Vivir día a día esperando que un barco tras otro llegue a puerto? ¡Existe otra vida más allá de su miserable servicio, capitán!
—Esta es mi vida —sintió que las paredes caían sobre él. El aire huía de sus pulmones, como si se estuviera ahogando.
—La llamada del deber —se burló ella. Caminó hasta la ventana y miró al carruaje—. Fue un poco iluso al pensar que yo compartiría una existencia como la suya. ¡Y lo será aún más si lo sigue pensado! —se volvió hacia él, con los ojos relampagueando—. ¡La vida es mucho más que capturar a unos contrabandistas de segunda en el nombre del rey!
—No revelaré que Crozier se relacionaba con su tío —dijo Bolitho—. Pero se sabrá cuando las autoridades hayan terminado sus indagaciones. Las ratas siempre saltan sobre uno cuando quedan pocas sobras —añadió con amargura.