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Authors: Federico Moccia

Tags: #Infantil y juvenil, Romántico

A tres metros sobre el cielo (5 page)

BOOK: A tres metros sobre el cielo
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—¡Increíble, he visto una gota pero os puedo asegurar que era sólo una! ¡Ciento trece!

Step desciende, siente que le escuecen los ojos. Algunas gotas de sudor le resbalan por las sienes y se rompen entre las pestañas, derramándose como un molesto colirio. Cierra los ojos, siente los hombros doloridos, los brazos hinchados, las venas latiendo, empuja hacia delante y, lentamente, asciende de nuevo. «¡Sííí!» Step mira en derredor. El Siciliano también lo está consiguiendo. Extiende completamente los brazos, alcanzándolo. Sólo falta Hook.

Step y el Siciliano miran a su amigo-enemigo subir temblando y resoplando, centímetro a centímetro, un instante tras otro, mientras los gritos arrecian abajo.

—¡Hook, Hook, Hook…!

Hook, como paralizado, se detiene repentinamente; tembloroso, sacude la cabeza.

—Ya no puedo más.

Permanece inmóvil por un momento, y ése es su último pensamiento. Se desploma de golpe, con el tiempo justo de doblar la cabeza. Cae con todo su peso sobre el suelo de mármol.

—¡Ciento catorce!

Step y el Siciliano bajan veloces, frenando sólo al final de la flexión, luego vuelven a subir deprisa, como si hubieran encontrado nuevas fuerzas, nuevas energías. Ser el único en llegar a la meta. O el primero o nada.

—¡Ciento quince!

Vuelven a bajar.

El ritmo aumenta. Como si fuera consciente de ello, Schello se calla.

—¡Ciento dieciséis!

Uno tras otro, se limita a pronunciar sólo los números. Rápido. Esperando a que estén arriba para dar el sucesivo.

—¡Ciento diecisiete!

Y de nuevo abajo.

—¡Ciento dieciocho!

Step aumenta todavía, resoplando.

—¡Ciento diecinueve!

Baja y, de nuevo, sube, sin detenerse. El Siciliano lo sigue, esforzándose, gimiendo, enrojeciendo más y más.

—Ciento veinte, ciento veintiuno. ¡Increíble, tíos!

Todos han dejado de hablar. Abajo reina el silencio de los grandes momentos.

—Ciento veintidós.

Sólo la música como fondo.

—Ciento veintitrés…

Luego el Siciliano se para a mitad, empieza a chillar, como si algo dentro de él lo estuviera desgarrando.

Step, desde lo alto de su flexión, lo mira. El Siciliano se ha quedado como bloqueado. Tiembla y jadea gritando, pero sus brazos hacen caso omiso, han dejado de escucharlo. Entonces grita por última vez, como una bestia herida a la que arrancan un trozo de carne. Su récord. E, inexorablemente, poco a poco, empieza a bajar. Ha perdido. De abajo se eleva un grito. Alguien destapa una cerveza.

—¡Síííí, aquí tenemos al nuevo ganador, Step!

Schello se acerca alegre pero Step sacude la cabeza.

Como obedeciendo a aquel gesto, en la plaza se hace de nuevo el silencio. Desde abajo, en la radio, casi una señal del destino: una canción de Springsteen,
I'm going down
. Step sonríe para sus adentros, se lleva la mano izquierda a la espalda y acto seguido baja con una mano sola, gritando.

Roza el mármol, lo mira con los ojos abiertos de par en par y luego vuelve a subir, temblando y empujando sólo con la derecha, con toda su fuerza, con toda su rabia. Un rugido de liberación sale de su garganta.

—¡Síííí!

Ahí donde no ha llegado su fuerza, llega su voluntad. Se detiene, tendido hacia delante, con la frente alzada hacia el cielo, como una estatua bramando contra la oscuridad de la noche, la belleza de las estrellas.

—¡Yuhuu!

Schello grita enloquecido. En la plaza se produce un estallido en respuesta a aquel grito: ponen en marcha las motos y las Vespas, tocan las bocinas, chillan. Pollo empieza a dar patadas al cierre metálico del quiosco.

Lucone tira una botella de cerveza contra un escaparate. Las ventanas de los edificios cercanos se abren. Una alarma lejana empieza a sonar. Viejas en camisón salen a los balcones, gritando preocupadas:

—¿Qué pasa?

Alguien les grita que se callen. Una señora amenaza con llamar a la policía. Como por encanto, todas las motos se mueven. Pollo, Lucone y los otros suben a ellas deprisa, saltando sobre los sillines, mientras los silenciadores sueltan un humo blanco. Alguna lata sigue haciendo ruido al rodar, las muchachas se van todas a casa. Maddalena está aún más enamorada.

Hook se acerca a Step.

—Coño, bonito desafío, ¿eh?

—Nada mal.

También el resto de las motos se ponen a su lado, ocupando toda la calle, indiferentes a los coches que pitan mientras pasan junto a ellos veloces. Schello se pone de pie sobre su destartalada Vespa.

—Me han dicho que hay una fiesta en la Cassia. En el 1130. Es uno de esos edificios rodeados de jardín.

—Pero ¿nos dejarán entrar?

—Conozco a una que está invitada —le asegura Schello.

—¿Y quién es?

—Francesca.

—Venga, ¿has salido con ella?

—Sí.

—Entonces no nos dejarán entrar.

Riéndose, reducen casi todos al mismo tiempo. Frenando y haciendo chirriar las ruedas, giran a la izquierda. Alguno hace el caballito, a todos resulta indiferente el rojo. De este modo, embocan la Cassia a toda velocidad.

Siete

Un apartamento acogedor, grandes ventanales desde los cuales se ve la Olimpica. Bonitos cuadros en las paredes, sin dudarlo un Fantuzzi. Cuatro altavoces en las esquinas del salón difunden un CD bien mezclado. La música envuelve a los muchachos que, mientras hablan, no dejan de seguir el ritmo.

—Dani, eh, casi no te he reconocido.

—No empieces tú también, ¿eh?

—Hablaba del vestido, estás estupenda, en serio.

Daniela se mira la falda, Giulia la conoce, ha picado por un momento.

—¡Ah, Giuli!

—Vaya, no te enfadarás, ¿eh? Pareces la Bonopane, esa hortera de tercero B que por las mañanas viene más pintada que una mona.

—Dime una cosa, ¿cómo haces para resultar tan simpática?

—Por eso somos amigas.

—¡Yo no he dicho nunca que sea tu amiga!

Giulia se inclina hacia delante.

—Dame un beso, ¿hacemos las paces?

Daniela sonríe. Hace ademán de acercarse a ella cuando ve a sus espaldas a Palombi.

—¡Andrea!

Deja estar la mejilla de Giulia esperando poder centrar la boca de él, antes o después.

—¿Cómo estás?

Andrea duda por un momento.

—Bien, ¿y tú?

—Muy bien.

Se intercambian un beso apresurado. Luego él avanza para saludar a algunos amigos. Giulia se acerca a ella y sonríe.

—No te preocupes, va de relaciones públicas.

Lo miran por un momento. Andrea habla con algunos chicos, luego se vuelve hacia ella, la mira una vez más y al final sonríe. Finalmente se ha dado cuenta.

—¡Caramba! Has exagerado un poco, ¿no…? No te había reconocido.

Babi atraviesa el salón. En un rincón del mismo, algo parecido a un disc-jockey, seudo emulador del disc-jockey Francesco, prueba con un rap de escaso éxito. Una muchacha baila enloquecida con los brazos en alto.

Babi sacude la cabeza sonriendo.

—¡Pallina!

Una cara ligeramente redondeada, enmarcada por una larga melena castaña con un extraño mechón a un lado, se da la vuelta.

—¡Babi, guauuu! —Corre hacia ella y la abraza besándola, alzándola casi por los aires—. ¿Cómo estás?

—De maravilla. ¡Me dijiste que no ibas a venir!

—Sí, lo sé, fuimos a una fiesta en la Olgiata, ¡no sabes qué muermo! Fui con Dema pero nos marchamos de allí casi enseguida. Y aquí estamos. ¿Por qué, no estás contenta?

—¿Bromeas?, contentísima. ¿Has preparado la lección de latín? Mira que mañana ésa te pregunta. Sólo quedas tú para acabar de dar la vuelta.

—Sí, lo sé, he estudiado toda la tarde, luego he tenido que salir con mi madre, he ido al centro. Mira, he comprado esto, ¿te gusta? —Y haciendo una extraña pirueta, más propia de bailarina que de modelo, hace que se hinche un gracioso vestido de raso azul.

—Mucho…

—Dema me ha dicho que me sienta muy bien…

—Figúrate. Ya sabes cuál es mi teoría, ¿no?

—¿Todavía con ésas? ¡Pero si hace una vida que somos amigos!

—Tú déjame con mi teoría.

—Hola, Babi.

Un chico de aspecto simpático, con el pelo castaño rizado y la piel clara, se acerca.

—Hola, Dema, ¿cómo estás?

—Muy bien. ¿Has visto qué bonito es el mono de Pallina?

—Sí. Si no tenemos en cuenta mi teoría, le favorece mucho. —Babi le sonríe—. Voy a saludar a Roberta, aún no la he felicitado. —Se aleja.

Dema se la queda mirando.

—¿Qué quería decir con esa historia de la teoría?

—Oh, nada, ya sabes cómo es… Es una mujer toda teoría y nada de práctica, más o menos.

Pallina se echa a reír, luego se detiene a observar a Dema. Sus miradas se cruzan por un momento. «Esperemos que esta vez no tenga realmente razón».

—Venga, ven a bailar…

Pallina le coge la mano y lo arrastra hasta donde se encuentra el grupo.

—¡Hola, Roby, felicidades!

—¡Oh, Babi, hola!

Se intercambian dos besos sinceros.

—¿Te ha gustado el regalo?

—Precioso, de verdad. Justo lo que necesitaba.

—Lo sabíamos… Ha sido idea mía. Después de todo seguías saltándote siempre las primeras horas y, además, no es que vivas muy lejos, tú.

Chicco Brandelli se les acerca por la espalda.

—¿De qué se trata?

Babi se da la vuelta sonriente pero, al verlo, cambia de expresión.

—Hola, Chicco.

—Me han regalado una radio despertador preciosa.

—Ah, qué detalle, de verdad.

—¿Sabes? Él también me ha regalado una cosa preciosa.

—¿Ah, sí? ¿Qué?

—Un almohadón de encaje. Ya lo he puesto sobre la cama.

—Ten cuidado, lo más probable es que lo quiera probar contigo. —Y dedicando una sonrisa forzada a Brandelli se aleja hacia la terraza. Roberta la mira.

—A mí el almohadón me ha gustado muchísimo. De verdad…

En realidad, a ella también le gustaría probarlo con él.

Chicco le sonríe.

—Te creo, perdona.

—Pero… dentro de nada sirven la pasta… —le grita a sus espaldas Roberta tratando de retenerlo como sea.

En la terraza, unos cuantos sillones mullidos cubiertos de almohadones claros con bordados de flores, un cenador con luces difusas bien escondidas entre las plantas. Un jazmín trepa por una empalizada. Babi se pasea sobre el suelo de terracota. El aire fresco de la noche le agita el pelo, le acaricia la piel arrancándole un poco de perfume, dejando sólo en ella algún leve temblor.

—¿Qué puedo hacer para que me perdones?

Babi sonríe para sus adentros y se cierra la chaqueta, cubriéndose.

—Pregunta mejor qué es lo que no deberías haber hecho para no hacerme enfadar.

Chicco se acerca a ella.

—Es una noche tan bonita… sería estúpido malgastarla riñendo.

—A mí me gusta mucho reñir.

—Ya me he dado cuenta.

—Pero luego me gusta también hacer las paces… Sobre todo eso. En cambio contigo, no sé, no consigo perdonarte.

—Eso es porque no te decides. Por un lado te apetecía estar conmigo, por el otro no. ¡Clásico! Es típico de las mujeres.

—Ves, ese «típico» es justo lo que lo estropea todo.

—Me rindo… ¿Te gustó la película de la otra noche?

—¡Si sólo me la hubieran dejado ver!

—He dicho que me rindo. Bueno, supongo que te tendré que mandar el vídeo a casa. Así lo ves tranquila, sola, sin nadie que te moleste. Por cierto, ¿sabes lo que me han dicho?

—¿Qué?

—Que sabe mucho mejor con un poco de nata.

Babi hace ademán de ir a pegarle, risueña.

—¡Cerdo!

Chicco le detiene el brazo en lo alto.

—¡Alto! Bromeaba. ¿Paz?

Sus caras están muy cerca. Babi mira sus ojos: son muy bonitos, casi tanto como su sonrisa.

—Paz. —Se rinde.

Chicco se aproxima a ella y la besa delicadamente en los labios. Cuando está a punto de convertirse en algo más profundo, Babi se separa y vuelve a mirar hacia afuera.

—Qué noche tan espléndida, ¡mira qué luna!

Chicco, suspirando, alza los ojos al cielo.

Algunas nubes ligeras navegan lentamente en el azul oscuro del cielo. Acarician la luna, llenándose de luz, aclarándose aquí y allá.

—Es bonita, ¿verdad?

Chicco se limita a responder «Sí», sin apreciar verdaderamente toda la belleza de aquella noche. Babi mira a lo lejos. Las casas, los tejados, los prados que rodean la ciudad, las hileras de pinos altos, una larga carretera, las luces de un coche, los ruidos remotos. Si su vista fuera mejor, percibiría a aquellos muchachos que avanzan adelantándose unos a otros, riéndose y tocando el claxon. Puede que hasta reconociera también a aquel tipo sobre la moto. Es el mismo que se puso a su lado aquella mañana mientras iba al colegio. Y que ahora va camino de aquella casa.

Chicco la abraza y le acaricia el pelo.

—Esta noche estás guapísima.

—¿Esta noche?

—Siempre.

—Así está mejor.

Babi deja que la bese.

Ocho

Mucho más lejos, en la misma ciudad.

Vestido con una impecable librea blanca, con cuatro pelos en la cabeza y sudoroso, un camarero algo grueso se abre paso entre los invitados con una bandeja de plata. De vez en cuando, una mano sobresale de un grupito de personas y se adueña de un cóctel ligero en cuyo interior flota algún pedazo de fruta. Otra, más rápida, posa un vaso vacío sobre ella. En el borde, marcas de pintalabios. Se puede ver perfectamente dónde ha bebido la mujer y qué tipo de labios tiene. El camarero piensa que sería divertido tratar de reconocer a las mujeres por los vasos. Eróticas huellas digitales. Con este pensamiento excitante vuelve a entrar en la cocina, donde olvida casi de inmediato aquellas fantasías a lo Holmes. La cocinera, de hecho, le riñe recordándole que tiene que sacar la bandeja con los fritos.

—Estás estupenda, querida.

En el salón, una mujer con el pelo demasiado teñido se da la vuelta en dirección a su amiga y le sonríe, siguiéndole el juego.

—Pero bueno, ¿te has hecho algo?

—Sí, me he buscado un amante.

—¿Ah, sí? ¿Y a qué se dedica?

—Es cirujano plástico.

Ambas se echan a reír. Tras coger una alcachofa frita que pasa en ese momento por allí, su amiga le confiesa su secreto.

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