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Authors: Federico Moccia

Tags: #Infantil y juvenil, Romántico

A tres metros sobre el cielo (2 page)

BOOK: A tres metros sobre el cielo
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—¡Menudo cerdo!

—Sí, imagínate que no tenía ninguna intención de parar. Y luego, ¿sabes lo que hizo?

—No, ¿qué hizo?

—Se desabrochó los pantalones, me cogió la mano y tiró de ella hacia abajo. En fin, hacia su cosa…

—¡No! ¡Entonces sí que es realmente un cerdo! ¿Y después?

—Entonces yo, para calmarlo, tuve que sacrificar mi helado. Se lo metí por los pantalones abiertos. ¡Si vieras el bote que pegó!

—¡Muy bien, hermanita! Eso sí que es tener agallas…

Se echan a reír. Luego, Daniela, aprovechando aquel momento de alegría, se aleja con el traje verde de su hermana.

Un poco más allá, en el estudio, Claudio se prepara la pipa sentado en un mullido sofá con dibujos de cachemira. Le divierte trajinar con el tabaco, aunque en realidad se trate sólo de un compromiso. En casa ya no le permiten fumar sus Marlboro. La mujer, fanática jugadora de tenis, y las hijas, demasiado preocupadas por la salud, lo regañan cada vez que se enciende un cigarrillo, por eso se ha pasado a la pipa. «¡Te da más clase, te hace parecer más reflexivo!», le había dicho Raffaella. Y, de hecho, él se lo ha pensado muy bien. Mejor tener aquel trozo de madera entre los labios y un paquete de Marlboro escondido en el bolsillo de la chaqueta que discutir con ella.

Da una bocanada a la pipa mientras hace un recorrido por los canales de televisión. Sabe de antemano dónde detenerse. Unas muchachas descienden por una escalera lateral canturreando una estúpida canción y mostrando sus senos turgentes.

—Claudio, ¿estás listo?

Cambia de canal de inmediato.

—Por supuesto, querida.

Raffaella lo mira. Claudio permanece sentado en el sofá, perdiendo algo de seguridad.

—Ten, cámbiate la corbata, ponte esta burdeos.

Raffaella abandona la habitación, dando por zanjada cualquier posible discusión al respecto. Claudio deshace el nudo de su corbata preferida. Luego aprieta el botón número cinco del mando del televisor. Pero, en lugar de las bellezas de antes, se tiene que conformar con un ama de casa que, enmarcada por un alfabeto, trata de hacerse rica. Claudio se pone la corbata burdeos alrededor del cuello y se concentra en el nuevo nudo.

En el pequeño baño que hay entre las habitaciones de las dos hermanas, Daniela está exagerando con el contorno de ojos.

Babi aparece a su lado.

—¿Qué te parece?

Lleva puesto un vestido de flores, rosado y vaporoso. Se estrecha delicadamente en la cintura, para después caer suelto sobre sus caderas redondeadas.

—Bueno, ¿cómo estoy?

—Bien.

—Pero no demasiado.

—Muy bien.

—Sí, pero ¿por qué no dices que estoy estupenda?

Daniela sigue intentando que la línea que debería alargarle un poco los ojos le salga recta.

—Bueno, no me gusta el color.

—Sí, pero dejando aparte el color…

—No me gustan mucho las hombreras tan grandes.

—Sí, pero dejando aparte las hombreras…

—Bueno, ya sabes que no me gustan las flores.

—Ya lo sé pero trata de no tenerlas en cuenta.

—En ese caso, estás estupenda.

Babi, completamente insatisfecha y sin saber ni siquiera ella lo que le habría gustado oír, coge el frasquito de Caronne que compró con sus padres en un
duty-free
al volver de las Maldivas. Al salir tropieza con Daniela.

—¡Eh, ten cuidado!

—¡Ten cuidado tú! A mí me costaría mucho menos ponerte el ojo negro. ¡Mira cómo te estás pintando!

—Lo hago por Andrea.

—¿Qué Andrea?

—Palombi. Lo conocí fuera del Falconieri. Estaba hablando con Mara y Francesca, las de cuarto. Cuando se marcharon, le dije que yo también iba a clase con ellas. Pintada así, ¿cuántos años me echarías?

—Bueno, sí, la verdad es que pareces más mayor. Quince por lo menos.

—Pero ¡si yo tengo quince años!

—Difumina un poco aquí… —Babi se mete el índice en la boca, se lo moja, y después lo apoya sobre los párpados de su hermana dándole un leve masaje.

—¡Ya está!

—¿Y ahora?

Babi mira a su hermana enarcando las cejas.

—Estás a punto de cumplir dieciséis.

—Todavía son muy pocos.

—Chicas, ¿estáis listas?

En la puerta de casa, Raffaella conecta la alarma. Claudio y Daniela pasan veloces por delante de ella, Babi es la última en llegar. Todos entran en el ascensor. La velada está a punto de iniciarse. Claudio se arregla mejor el nudo de la corbata. Raffaella se pasa repetidas veces la mano derecha por el pelo. Babi se coloca bien la chaqueta oscura de las anchas hombreras. Daniela se mira simplemente al espejo, sabiendo ya que se topará con la mirada de su madre.

—¿No te has pintado demasiado?

Daniela prueba a contestar.

—Déjalo estar, llegamos tarde, como siempre.

Esta vez, la mirada de Raffaella se cruza en el espejo con la de su marido.

—Pero ¡si soy yo el que os ha estado esperando, a las ocho estaba ya preparado!

Dejan atrás en silencio los últimos pisos. En el ascensor entra el olor del estofado de la mujer del portero. Aquel gusto a Sicilia se mezcla por un momento con la extraña compañía francesa de Caronne, Drakkar y Opium. Claudio sonríe.

—Es la señora Terranova. Hace un guiso de carne fabuloso.

—Le echa demasiada cebolla —asevera Raffaella quien, hace ya algo de tiempo, optó por la cocina francesa ante la sincera preocupación de todos y la desesperación de la criada sarda.

El Mercedes se para delante del portal.

Raffaella, con un ruido dorado de joyas, recuerdo de fiestas y Navidades más o menos felices, casi siempre muy caras, sube delante, las dos hijas detrás.

—¿Se puede saber por qué no pegáis más la Vespa a la pared?

—¿Todavía más? Papá, mira que eres torpe…

—Daniela, no te consiento que le hables así a tu padre.

—Oye, mamá, ¿mañana podemos ir en Vespa al colegio?

—No, Babi. Todavía hace demasiado frío.

—Pero tenemos el parabrisas.

—Daniela…

—Pero mamá, todas nuestras amigas…

—Aún no he visto a todas estas amigas vuestras con la Vespa.

—Si es por eso, a Roberta le han regalado la nueva Peugeot que, por cierto, y ya que te preocupas tanto, corre incluso más deprisa.

Fiore, el portero, levanta la barra. El Mercedes espera, como cada noche, que aquel largo trozo de hierro a bandas rojas suba lentamente. Claudio hace un gesto para saludarlo. A Raffaella sólo le preocupa dar por concluida la discusión.

—Si la semana que viene hace más calor, veremos.

El Mercedes parte con una pizca de esperanza más en el asiento posterior y con un rascón en el espejito lateral derecho. El portero se vuelve a concentrar en su pequeño aparato de televisión.

—Todavía no me has dicho cómo estoy con esta ropa.

Daniela mira a su hermana. Las hombreras son un tanto anchas y a ella le resulta demasiado seria.

—Estupenda.

Sabe perfectamente cómo manejarla.

—No es verdad, las hombreras son demasiado anchas y soy demasiado perfecta, como dices tú. Eres una mentirosa y, ¿sabes lo que te digo? Que recibirás un castigo por esto. Andrea ni siquiera te mirará a la cara. Es más, lo hará, pero con todo ese negro en los ojos no te reconocerá y se irá con Giulia.

Daniela trata de contestarle, sobre todo en lo relativo a Giulia, la peor de sus amigas. Pero Raffaella pone punto final a la discusión.

—Niñas, dejadlo ya, si no os llevo de vuelta a casa.

—¿Doy la vuelta?

Claudio sonríe a la mujer, fingiendo mover el volante. Pero le basta una mirada para comprender que el ambiente no está para bromas.

Tres

Ágil y veloz, oscuro como la noche. Luz y reflejos van y vienen en los pequeños espejitos de su moto. Llega a la plaza, aminora la marcha lo justo para comprobar que no viene nadie por su derecha, luego emboca la calle Vigna Stelluti a toda velocidad.

—Tengo ganas de verlo, hace dos días que no hablamos.

Una agraciada muchacha morena, de ojos verdes y bonitas posaderas aprisionadas en un par de crueles Miss Sixty, sonríe a su amiga, una rubia tan alta como ella pero algo más regordeta.

—Ay, Madda, ya sabes cómo es, que haya estado contigo no quiere decir que ahora salgáis juntos.

Sentadas en sus motos, fuman cigarrillos demasiado fuertes, tratando de darse aires y también de aparentar algún que otro año de más.

—Y eso qué tiene que ver, sus amigos me han dicho que él no llama nunca.

—¿Por qué, a ti te ha llamado?

—¡Sí!

—Bueno, tal vez se haya equivocado de número.

—¿Dos veces?

Sonríe, feliz de haber hecho callar a su amiga siempre con la broma a punto, que, sin embargo, no se da por vencida.

—De los amigos no te puedes fiar nunca. ¿Has visto qué caras?

Cerca de ellas, con unas motos de potencia igual a la de sus músculos, Pollo, Lucone, Hook, el Siciliano, Bunny, Schello y muchos más. Nombres improbables de historias difíciles. No tienen un trabajo fijo. Algunos ni siquiera demasiado dinero en el bolsillo, pero se divierten y son amigos. Es suficiente. Además, les gustan las peleas, y de eso nunca falta. Están en la plaza Jacini, sentados sobre sus Harley, sobre viejas 350 Four con los cuatro silenciadores originales, o con la clásica cuatro en uno, cuyo ruido es más potente. Soñadas, suspiradas y finalmente concedidas por sus padres gracias a extenuantes súplicas. O al sacrificio del desafortunado alelado que olvidó la cartera en el cajetín de alguna Scarabeo, o en el bolsillo interior de una Henry Lloyd demasiado fácil de limpiar durante el recreo.

Esculturales y sonrientes, siempre con ganas de bromear, las manos robustas con alguna que otra marca, recuerdo de alguna pelea. John Milius
[1]
habría perdido la cabeza por ellos.

Las muchachas, más silenciosas, sonríen; casi todas se han escapado de casa, inventando una noche tranquila en casa de una amiga que, en cambio, está sentada a su lado, hija de la misma mentira.

Gloria, una muchacha con las mallas azules y la camiseta del mismo color con pequeños corazones celestes, hace gala de una espléndida sonrisa.

—Ayer me divertí un montón con Dario. Celebramos que hace seis meses que estamos juntos.

«Seis meses, piensa Maddalena. A mí me bastaría uno…»

Maddalena suspira, luego vuelve a encandilarse con las palabras de su amiga.

—Fuimos a comer una pizza a Baffetto.

—Vaya, yo también fui.

—¿A qué hora?

—Mmm… a eso de las once.

Odia a su amiga que interrumpe el relato. Siempre hay alguien o algo que interfiere en los sueños de uno.

—Ah, no, a esa hora nos habíamos marchado ya.

—Pero bueno, ¿queréis escucharme?

Un único «sí» sale de aquellas bocas de gustos particulares a brillo de labios a la fruta o a pintalabios robados a dependientes distraídos o en los baños maternos, mejor surtidos, si cabe, que tantas pequeñas perfumerías.

—Llegado un momento, se acerca el camarero y me trae un ramo de rosas rojas enorme. Dario sonríe, mientras todas las chicas que están en la pizzería me miran conmovidas y también con algo de envidia.

Casi se arrepiente de la frase, al notar a su alrededor las mismas miradas.

—No por Dario… ¡Por las rosas!

Una risita tonta vuelve a unirlas.

—Luego me besó en la boca, me cogió la mano y metió en ella esto.

Enseña a las amigas un fino anillo con una pequeña piedra celeste, con reflejos casi tan alegres como los de sus ojos enamorados. Palabras de estupor y un «¡Precioso!» acogen aquel sencillo anillo.

—Después nos fuimos a mi casa y estuvimos juntos. Mis padres no estaban, fue estupendo. Puso el CD de Cremonini, me vuelve loca. Luego nos tumbamos en la terraza bajo un edredón para contemplar las estrellas.

—¿Había muchas?

Maddalena es, sin lugar a dudas, la más romántica del grupo.

—¡Muchísimas!

Un poco más allá, una versión diferente.

—Eh, ayer por la noche no contestabas…

Hook. Una banda sobre el ojo, fija. El pelo ondulado y largo, ligeramente más rubio en las puntas, le da un aire de angelito que contradice su fama, algo infernal.

—Entonces, ¿se puede saber lo que hiciste ayer por la noche?

—Nada. Fui a comer a Baffetto con Gloria y luego, visto que no estaban sus padres, fuimos a su casa y lo hicimos. Lo de siempre, nada especial… ¿Habéis visto cómo han reestructurado el Panda?

Dario trata de cambiar de tema. Pero Hook no abandona su presa.

—Cada tres o cuatro años reestructuran todos los locales… ¿Por qué no nos llamasteis?

—No pensábamos salir, lo hicimos así, de repente.

—Qué raro, tú nunca haces nada de repente.

El tono no promete nada bueno. Los demás se dan cuenta. Pollo y Lucone dejan de jugar al fútbol con una lata abollada. Se acercan sonrientes. Schello da una calada más larga a su cigarrillo y hace la acostumbrada mueca.

—Tenéis que saber, muchachos, que ayer hizo seis meses que Gloria y Dario están juntos y que él quiso salir a celebrarlo solo.

—No es verdad.

—¿Cómo que no? Te vieron comiendo una pizza. ¿Es verdad que quieres trabajar por tu cuenta?

—Sí, dicen que quieres abrir una floristería.

—¡Guau!

Todos empiezan a darle palmaditas y golpes en la espalda mientras Hook lo coge con el brazo alrededor del cuello y con el puño cerrado le frota con fuerza la cabeza.

—Qué tierno…

—¡Ay! Dejadme…

El resto se le tira encima, riendo como locos, hasta casi ahogarlo con sus músculos anabolizados. Bunny, a continuación, mostrando los dos gruesos dientes delanteros que le han regalado aquel apodo, grita sin desmentirse:

—Cojamos a Gloria.

Las All Star celestes, con la pequeña estrella roja que centra el círculo de goma sobre el tobillo, bajan de la Vespa y tocan ágilmente el suelo. Gloria apenas tiene tiempo de dar dos pasos apresurados antes de que el Siciliano la levante. Su pelo rubio hace un extraño contraste con el ojo oscuro del Siciliano, con su ceja malamente cosida, con aquella nariz aplastada y blanda, privada del frágil hueso por un buen directo, unos meses antes, en el bar de Fiermonti.

—Déjame, venga, para ya.

Schello, Pollo y Bunny los rodean de inmediato y fingen ayudarlo a tirar al aire aquellos cincuenta y cinco kilos bien distribuidos, procurando meter las manos en el sitio justo.

BOOK: A tres metros sobre el cielo
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