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Authors: Federico Moccia

Tags: #Infantil y juvenil, Romántico

A tres metros sobre el cielo (29 page)

BOOK: A tres metros sobre el cielo
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Daniela sigue al teléfono. Repentinamente, la música se interrumpe. La puerta del pasillo se abre poco a poco. Daniela enmudece.

—¡Caramba, estás guapísima!

Babi se pone la cazadora vaquera Levi's oscura.

—¿De verdad que estoy bien?

—¡Súper guay!

—Gracias, Dani… ¿sabes…?, tu falda resultaba demasiado seria.

Le da un beso. Luego sale apresuradamente. Saca la Vespa de Pallina del garaje. La enciende, mete la primera. Baja por la cuesta, deslizándose en el fresco de la noche. Su Caronne francés se mezcla con el perfume de los jazmines italianos en un delicado hermanamiento. Saluda a Fiore, el portero. Después se adentra en el tráfico. Sonríe. ¿Qué pensará Step de todo aquello? ¿Le gustará? ¿Qué dirá del peto? ¿Del maquillaje? ¿Y la camisa? ¿Notará que se ha pintado los ojos? Su pequeño corazón se acelera. Inútilmente preocupado. No sabe que, muy pronto, tendrá todas las respuestas.

Treinta y dos

Vetrine. Delante de la puerta, un tipo robusto con un diminuto pendiente a la izquierda y la nariz aplastada hace esperar a un grupo de personas. Babi se pone en la fila. Junto a ella, dos chicas demasiado pintadas con una especie de abrigos ligeros de paño y sus acompañantes, con chaquetas imitación de pelo de camello. Uno de ellos lleva en el ojal un broche dorado en forma de saxofón, tan dudoso como la posibilidad de que sepa tocarlo. Al otro lo traicionan los mocasines con una pequeña franja de piel. El Marlboro que llevan en la boca no los salvará. No entrarán.

El gorila ve a Babi.

—Tú.

Babi pasa por delante de las chicas del pelo cardado, de una pareja demasiado como es debido y de dos alelados venidos desde lejos. Alguno protesta, pero lo hace en voz baja. Babi le sonríe al gorila y entra. Éste vuelve a mirar con hosquedad a su pequeño rebaño, con determinación en la cara, con el ceño fruncido, listo para aplastar cualquier posible conato de rebelión. Pero no hace falta. Todos siguen esperando en silencio, mirándose entre ellos, con esa sonrisa a medias que equivale, sin embargo, a una frase completa: «Somos los últimos monos.»

Dos enormes altavoces retumban en lo alto lanzando bajos aterradores. En la barra, grupos de chicos y chicas gritan tratando de hablar entre ellos, riéndose. Babi se apoya en el cristal. Mira la gran pista que hay a sus pies. Todos bailan como locos. Incluso en el borde de la misma la gente se deja arrastrar por el
house
. Vetrine le gusta mucho: nada más entrar puedes ver a través de aquel cristal a la gente que baila en el piso de abajo, luego, si quieres, bajas tú también allí y te mezclas en el bullicio, observada por el resto, pequeño espectáculo multicolor. Algunas muchachas agitan los brazos, una salta divertida bromeando con una amiga. Con sus minúsculos tops elásticos blancos y negros, con sus pantalones ajustados a la cintura y un poco cortos. Y ombligos al aire y vaqueros de colores, con la pernera ligeramente ancha, envueltos por un largo pañuelo atado a la cintura. La solitaria sobre el cubo, la convencida con los ojos cerrados, el atildado que intenta ligar. Un macarra estilo John Travolta con una diadema en la cabeza y una amplia camisa. Una pareja trata de decirse algo. Puede que él le esté proponiendo un baile algo más sensual en casa, a solas, con una música más melodiosa. Ella se ríe. Tal vez acepte.

Nada, ni rastro de Pallina, de Pollo, del resto de sus amigos y, sobre todo, de Step. ¿Y si no hubieran venido? Imposible. Pallina le habría avisado. Inesperadamente, Babi percibe algo: una extraña sensación. Está mirando en la dirección equivocada. Y, como guiada por una mano divina, por el dulce impulso del destino, se vuelve. Ahí están. En la misma sala, en un rincón al fondo de Vetrine, junto al último cristal. El grupo está al completo: Pollo, Pallina, el de la banda, otros muchachos de pelo corto y bíceps abultados acompañados de muchachas más o menos agraciadas. Está también Maddalena con su amiga de la cara redonda. Y él. Step bebe una cerveza y, de vez en cuando, echa un vistazo abajo. Parece estar buscando a algo o a alguien. Babi se sobresalta. ¿La estará buscando a ella? Puede que Pallina le haya dicho que acudiría. Vuelve a mirar abajo. La pista parece desenfocada tras el cristal. No, Pallina no puede habérselo dicho. Poco a poco, lo mira de nuevo. Sonríe para sus adentros. Qué raro. Es tan fuerte, con esa pinta de duro, el pelo al ras por detrás, la cazadora abrochada y ese modo de sentarse tan imponente, tan sereno. Y, sin embargo, algo en él es dulce y bueno. Quizá su mirada. Step se vuelve hacia ella. Babi se da la vuelta asustada. No quiere que la vea, se mezcla entre la gente y se aleja del cristal. Va hasta el fondo del local y le paga a un tipo que le entrega una entrada amarilla y la deja pasar. Desciende veloz por las escaleras. Abajo, la música es mucho más fuerte. Babi pide un Bellini en la barra. Le gusta el melocotón. Step se ha levantado. Se apoya sobre el cristal con ambas manos. Mueve arriba y abajo la cabeza al compás de la música. Babi sonríe. Desde allí no puede verla. Llega el Bellini y se lo bebe en un abrir y cerrar de ojos.

Babi, sin ser vista, da la vuelta por detrás alrededor de la pista, se coloca justo bajo ellos. Se siente extrañamente eufórica. El Bellini le está haciendo efecto. La música se apodera de ella. Se deja llevar. Cierra los ojos y, poco a poco, bailando, atraviesa la pista. Mueve la cabeza siguiendo el ritmo. Feliz y algo borracha, en medio de todos aquellos desconocidos. Su pelo vuela. Sube a un borde algo más alto de la pista. Junta las manos y empieza a bailar balanceando los hombros, con la boca cerrada y transportada por la música abre los ojos y mira hacia arriba. Sus miradas se encuentran a través del cristal. Step la está mirando. Por un instante, no la reconoce. También Pallina la ve. Step se vuelve hacia Pallina y le pregunta algo. Desde abajo, Babi no puede oír lo que dicen pero lo intuye fácilmente. Pallina asiente. Step mira de nuevo hacia abajo. Babi le sonríe antes de bajar los ojos y de ponerse a bailar de nuevo, arrebatada por la música.

Step se aleja rápidamente sin preocuparse de nada y de nadie. Pollo sacude la cabeza. Pallina se arroja sobre él, lo abraza impulsivamente y le da un beso en la boca. El tipo rudo y bajo de la escalera deja pasar a Step sin pagar. Es más, lo saluda con respeto. Step se detiene. Babi está delante de él. Un macarra de melena cuadrada baila en torno a ella interesado en la adquisición. Al ver a Step se aleja del mismo modo que había llegado, como quien no quiere la cosa. Babi sigue bailando mirándole a los ojos y, en ese preciso instante, él se pierde en aquel azul. Mudos y sonrientes bailan el uno junto al otro. Al ritmo de sus miradas, de sus ojos, de sus corazones. Babi se balancea. Step se le acerca. Puede oler su perfume. Ella alza las manos, se las pone delante de la cara y baila tras ellas, sonriente. Se ha rendido. Él la mira encantado. Es guapísima. No ha visto nunca unos ojos tan ingenuos. Esa boca suave, color pastel, esa piel aterciopelada. Todo en ella parece frágil pero perfecto. En sintonía con su sonrisa, el pelo suelto bajo la cinta baila alegremente saltando de un lado a otro. Step le coge la mano, la atrae hacia él. Le acaricia la cara. Están muy próximos. Step se detiene. Tiembla ante la idea. Un leve movimiento quizá podría causar que ella, quebradizo sueño de cristal, se rompiera en mil pedazos. Entonces le sonríe y se la lleva de allí. Arrancándola de toda aquella confusión, de toda aquella gente desenfrenada, de esos tipos que se mueven frenéticos, que parecen enloquecer cuando pasan junto a ellos. Step la conduce a través de aquella maraña de brazos agitados, protegiéndola de cantos humanos, de peligrosos codos afilados de ritmo, de pasos convulsos de inocente alegría. Más arriba, tras el cristal. Alegría y dolor. Pallina mira a Babi desaparecer con él, finalmente inocente y sincera. Maddalena mira a Step desaparecer con ella, culpable únicamente de no haberla amado y de no habérselo hecho creer nunca. Y en tanto que los dos, frescos de amor, salen a la calle, Maddalena se deja caer sobre un sofá. Se desengaña sola, al igual que, sola, se había engañado. Con un vaso vacío entre las manos y algo más difícil de rellenar dentro. Ella, simple abono de esa planta que a menudo florece sobre la tumba de un amor marchito. Esa rara planta llamada felicidad.

Treinta y tres

Guapos y vestidos de vaquero, mejor que una publicidad en vivo. Sobre la moto azul oscura como la noche, se confunden en la ciudad, riéndose. Hablando de esto y lo otro, sonriéndose en los espejitos intencionadamente doblados hacia dentro. Ella se apoya sobre su hombro, se deja llevar así, acariciada por el viento y por aquella nueva fuerza, la rendición. Calle Quattro Fontane. Plaza Santa Maria Maggiore. La esquina de la derecha. Un pequeño pub. Un tipo inglés en la puerta reconoce a Step. Lo deja pasar. Babi sonríe. Con él se entra en todas partes. Es su salvoconducto. El salvoconducto para la felicidad. Se siente tan feliz que ni siquiera se da cuenta de que pide una cerveza roja, ella que odia incluso las claras, tan encantada que comparte con él un plato de pasta olvidando la pesadilla de la dieta. Como un río en crecida se da cuenta de que le habla de todo, de no tener secretos para él. Lo encuentra inteligente y fuerte, guapo y dulce.

Y ella que no se había dado cuenta antes, estúpida y ciega, ella que lo ha ofendido, ruda y malvada. Pero luego se disculpa. Tenía miedo. Juegan a los dardos. Ella da en lo alto de la diana. Se vuelve exultante hacia él.

—No está mal como resultado, ¿no?

Él le sonríe. Hace un gesto afirmativo. Babi lanza divertida otro dardo, sin que sus ojos se hayan dado cuenta de que ya han dado en el blanco.

De nuevo secuestrada. Calle Cavour. La Pirámide. Testaccio. A toda velocidad. Saboreando el viento fresco de aquella noche de finales de abril. Step mete la tercera, luego la cuarta. El semáforo del cruce está en naranja. Step sigue adelante. Repentinamente, oye el chirrido de unos frenos. Neumáticos que queman el asfalto. Grava. Un Jaguar Sovereign viene por su izquierda a toda velocidad, prueba a frenar en seco. Step, cogido por sorpresa, frena quedándose plantado en medio del cruce. La moto se apaga. Babi lo abraza con fuerza. En sus ojos asustados los faros potentes del coche que se acerca.

El morro de la pantera salvaje se rebela ante el brusco frenazo. El coche da un bandazo. Babi cierra los ojos. Oye el rugido del motor al frenar, el perfecto ABS controlar las ruedas, los neumáticos maltratados por los frenos. Eso es todo. Abre los ojos. El Jaguar está allí, a pocos centímetros de la moto, inmóvil. Babi exhala un suspiro de alivio y libera la cazadora de Step de su abrazo aterrorizado.

Step, impasible, mira al conductor del coche.

—¿Adónde crees que vas, gilipollas?

El tipo, un hombre de unos treinta y cinco años, con el pelo bien cortado, abundante y rizado, baja la ventanilla eléctrica.

—Perdona, niño, ¿qué has dicho?

Step sonríe mientras baja de la moto. Conoce a esos tipos. Debe de llevar a una mujer al lado y no quiere hacer el ridículo. Se acerca al coche. En efecto, a través del cristal ve unas piernas femeninas al lado del tipo. Unas bonitas manos cruzadas sobre un bolso de fiesta negro, sobre un vestido elegante. Trata de ver la cara de la mujer, pero la luz de una farola se refleja en el cristal, ocultándola. «Niño. Ahora verás lo que te hace este niño.» Step abre la puerta del tipo con educación.

—Sal de ahí, gilipollas, así me oirás mejor.

El hombre de unos treinta y cinco años hace ademán de salir. Step lo agarra de la chaqueta y lo saca violentamente del coche. Lo tira sobre el Jaguar. El puño de Step se alza, listo para golpearlo.

—¡Step, no! —Es Babi. La ve de pie junto a la moto. Su mirada expresa disgusto y preocupación. Los brazos dejados caer a ambos lados de su cuerpo—. ¡No lo hagas!

Step lo suelta ligeramente. El tipo se aprovecha de inmediato. Libre y canalla le da un puñetazo en la cara. Step echa la cabeza hacia atrás. Pero sólo por un instante. Sorprendido, se lleva la mano a la boca. Le sangra el labio.

—Hijo de…

Step se abalanza sobre él. El tipo extiende los brazos, inclina la cabeza tratando de protegerse, asustado. Step lo agarra por los rizos, empuja hacia abajo su cabeza listo para darle con la rodilla cuando, repentinamente, es golpeado de nuevo. Esta vez, sin embargo, de modo distinto, más fuerte, directamente en el corazón. Un golpe seco. Una simple palabra: su nombre.

—Stefano…

La mujer ha bajado del coche. Ha apoyado el bolso sobre el capó y está a su lado de pie. Step la mira. Mira el bolso, no lo reconoce. A saber quién se lo habrá regalado. Qué extraño pensamiento. Lentamente, abre la mano. El tipo de los rizos tiene suerte y se ve liberado. Step la mira en silencio. Sigue siendo tan guapa como siempre. Un débil «Ciao» sale de sus labios. El tipo lo empuja a un lado. Step retrocede abandonando la pelea. El tipo sube al Jaguar y arranca.

—Vámonos, venga.

Step y la mujer se miran por última vez. Entre aquellos ojos tan similares, un extraño hechizo, una larga historia de amor y tristeza, sufrimiento y pasado. Luego ella vuelve a subir al coche, guapa y elegante, igual que ha aparecido. Lo deja allí, en la calle, con el labio sangrando y el corazón destrozado. Babi se acerca a él. Preocupada por la única herida que puede ver, le acaricia delicadamente el labio con la mano. Step se aparta y sube en silencio a la moto. Espera a que ella suba detrás para arrancar con rabia. Avanza, reduce, da gas. La moto se desliza por el asfalto, aumenta de revoluciones. Lungotevere.

Step, sin pensar, empieza a correr. Dejando a sus espaldas viejos recuerdos. Ciento treinta, ciento cuarenta. Cada vez más rápido. El aire frío le pincha en la cara y ese fresco sufrimiento parece aliviarlo. Ciento cincuenta, ciento sesenta. Aún más rápido. Pasa como un rayo entre dos coches muy próximos. Ciento setenta, ciento ochenta. Una suave cuneta y la moto casi vuela atravesando un cruce. Un semáforo que acaba de ponerse rojo. Los coches a su izquierda tocan el claxon, frenando nada más arrancar. Sometidos a esa moto arrogante, a ese bólido nocturno débilmente iluminado, peligroso y raudo como un proyectil esmaltado de azul. Ciento noventa, doscientos. El viento silba. La calle, difuminada a ambos lados, se une en el centro. Otro cruce. Una luz a lo lejos. El verde desaparece. Ahora llega el naranja. Step aprieta el pequeño botón que hay a su izquierda. Su claxon se alza en la noche. Como el aullido de un animal herido que corre a encontrarse con la muerte, como la sirena de una ambulancia, desgarradora como el grito del herido que transporta. El semáforo cambia de nuevo: rojo.

BOOK: A tres metros sobre el cielo
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