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Authors: Federico Moccia

Tags: #Infantil y juvenil, Romántico

A tres metros sobre el cielo (27 page)

BOOK: A tres metros sobre el cielo
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—¿Por qué, qué es lo que ha pasado?

—Te han denunciado.

—Oh, no importa. Estoy acostumbrado. —Sonríe—. Y, además, soy huérfano.

Raffaella se siente embarazada por un momento. No sabe si creérselo o no. Hace bien.

—Bueno, en cualquier caso, no quiero que vayas detrás de mi hija.

—A decir verdad, es ella la que viene siempre detrás de mí. Pero no importa, a mí no me molesta. Se lo ruego, no le riña, no se lo merece, yo la entiendo.

—Yo no.

Raffaella lo mira de arriba abajo tratando de hacerle sentirse cohibido. No lo consigue. Step sonríe.

—No sé por qué, pero nunca les gusto a las madres. Bueno, perdone, señora, pero ahora tengo que marcharme. Me está esperando un taxi. Me estoy gastando un dineral.

Step baja por las escaleras, cuando salta los últimos escalones oye el portazo. Cuánto se parece a Babi, esa señora. Tienen los mismos ojos, la misma forma de la cara. Pero Babi es más guapa. Espera que no tenga tan mala leche. Recuerda la última vez que se vieron. No, también se parecen en eso. Le entran ganas de volverla a ver. Pollo toca con insistencia el claxon.

—Eh, ¿te quieres mover? ¿Qué coño haces, te has quedado alelado?

Step sube detrás de él.

—¿Es posible que incluso como taxista seas una porquería?

—Cierra el pico. Hace una hora que te espero. ¿Qué estabas haciendo?

—He hablado con su madre.

Step tiene un presentimiento. Levanta la cabeza. De hecho, justo lo que se imaginaba. Raffaella está allí, asomada a la ventana. Da un salto hacia atrás tratando de apartarse de ella. Demasiado tarde. Step la ha visto. Le sonríe saludándola. Raffaella cierra con fuerza la ventana mientras la moto desaparece tras la curva. Pollo se detiene delante de la barra. Step saluda al portero. Es mejor contar con algún amigo en aquella casa.

—¿Has hablado con su madre? ¿Y qué te ha dicho?

—Nada, hemos mantenido una pequeña conversación. En realidad me adora.

—Ten cuidado, Step.

—¿Con qué?

—¡Con todo! Ésta es la clásica historia que acaba mal.

—¿Por qué?

—Tú llevando regalos… hablando con su madre. No lo has hecho nunca. ¿Te gusta tanto esa Babi?

—No está mal.

—¿Y Madda?

—Y qué tendrá que ver Madda. Ésa es otra historia.

—¡Vaya! ¿Vas a salir con Babi?

—¡Pollo…!

—¿Qué pasa?

—¿Te has enterado de que ayer mataron a uno cerca de tu casa?

—Pero ¿qué dices? No sé nada. ¿Qué pasó?

—Le cortaron la garganta.

Step mete al vuelo el brazo alrededor del cuello de Pollo y aprieta.

—Era taxista y hacía demasiadas preguntas.

Pollo trata de liberarse. En vano. Entonces intenta hacerse el gracioso y remeda una vez más el graznido de la radio.

—Pollo 40, mensaje recibido. Csss. Pollo 40, mensaje recibido…

Pero ya no lo hace tan bien como antes. Ahora apenas le sale un hilo de voz.

Veintinueve

«Qué cara tan dura, tiene ese muchacho.» Raffaella abre aquel extraño tubo. Un póster. Reconoce a Stefano sobre una moto con la rueda levantada. Pero la que va detrás es su hija. Es Babi. ¿Quién habrá hecho esa foto? Está un poco desgranada. Parece la foto de un periódico. Sobre el lado izquierdo, en lo alto, han escrito algo a mano con un rotulador: «¡Pareja mítica!» Lo más probable es que lo haya hecho ese tipo. En cambio, abajo, a la derecha, hay una frase impresa: «La foto de los fugitivos.» ¿Qué querrá decir?

—Señora, su marido al teléfono.

—¿Sí, Claudio?

—¡Raffaella! —Parece alteradísimo—. ¿Has visto la foto de
Il Messaggero
de hoy? En las noticias de Roma está la foto de Babi…

—No, no lo he visto. Voy a comprarlo enseguida.

—¿Sí? ¿Raffaella?

Su mujer le ha colgado ya. Claudio mira el mudo auricular. Su mujer no le deja nunca acabar las frases. Raffaella baja corriendo hasta el quiosco que hay debajo de su casa. Coge
Il Messaggero
y lo paga. Lo abre sin ni siquiera esperar la vuelta. Lo que quiere decir que está realmente alterada. Va directamente a las noticias de Roma. Ahí está. La misma foto. Lee el titular: «Los piratas de la carretera.» Su hija. La redada, la policía municipal, la persecución. Las detenciones de la policía. ¿Qué tendrá que ver Babi con toda esa historia? Las líneas empiezan a bailarle ante los ojos. Cree que se va a desmayar. Respira profundamente. Poco a poco se va recuperando. Poco importa ya que le den las vueltas. El vendedor de periódicos, al ver la palidez de su rostro, se inquieta.

—¿Se siente mal, señora Gervasi? ¿Malas noticias?

Raffaella se vuelve hacia él sacudiendo la cabeza.

—No, no, no es nada.

Sale del quiosco. Por otra parte, ¿qué habría podido decirle? ¿Qué iba a decirles ahora a sus amigas? ¿A los vecinos? ¿A los Accado? ¿Al mundo?

«No es nada, no os preocupéis. Mi hija es uno de los piratas de la carretera.»

Iba a ser duro esperar hasta la salida del colegio.

La voz del interfono es cálida y sensual, justo como la del cuerpo al que pertenece.

—Señor Mancini, su padre por la uno.

—Gracias, señorita.

Paolo aprieta el botón.

—¿Sí, papá?

—¿Has visto
Il Messaggero
?

—Sí, tengo la foto aquí delante.

—¿Has leído el artículo?

—Sí.

—¿Qué piensas?

—Bueno, no hay mucho que pensar. Creo que antes o después acabará mal.

—Sí, estoy de acuerdo. ¿Qué podemos hacer?

—No creo que haya mucho que hacer.

—¿Puedes hablar con él cuando vuelvas a casa?

—Sí, lo haré. Aunque no creo que sirva de mucho. Pero si eso te hace feliz, lo haré.

—Gracias, Paolo.

Su padre cuelga el teléfono. Feliz. «¿Qué puede hacerme feliz? Desde luego no un artículo como aquel sobre mi hijo.» Coge el periódico. Mira la foto. Dios mío, qué guapo es, igual que su madre. Una leve sonrisa se dibuja sobre su cara cansada, incapaz de borrar aquel viejo sufrimiento. Por un momento, es sincero consigo mismo. «Sí. Yo sé lo que me podría hacer feliz de nuevo.»

La secretaria de Paolo entra en el despacho con algunas hojas.

—Éstas son para firmar, señor.

Las pone sobre el escritorio y se queda allí esperando. Paolo coge la pluma de oro del bolsillo de su chaqueta. Se la ha regalado Manuela, su novia. Pero, en ese momento, advierte el perfume de la secretaria. Es provocativo. Todo en ella lo parece. Paolo escribe su nombre al final de cada folio. Tiene en la mano la pluma de Manuela, pero piensa en su secretaria. En su perfume, en sus caderas inocentes que rozan delicadamente su espalda. ¿O acaso no es así? Puede que, a fin de cuentas, no sean tan inocentes… La idea de aquella proximidad deseada empieza a excitarlo.

—Señor, ¿éste del periódico no es su hermano?

Paolo firma sobre el último folio.

—Sí, es él.

La secretaria mira todavía por un instante la foto.

—¿Y ésa que va detrás es su novia?

—No lo sé. Es posible.

—Su hermano resulta mucho mejor en persona.

Paolo mira salir a la secretaria. Su modo de andar y lo que acaba de decir no deja lugar a dudas. Es una mujer y como tal, piensa, es astuta. Lo ha rozado adrede, está seguro. Al menos tanto cuanto lo está de que, gracias a la estratagema que se le ha ocurrido, el señor Forte se ahorrará varios miles de euros. Mira el periódico. Por un momento se imagina que es él el que va sobre la moto y levanta la rueda con su secretaria detrás. Ella se aferra a él, sus piernas contra las suyas, sus brazos alrededor de su cintura. Sería estupendo. Cierra
Il Messaggero
. Paolo tiene terror a las motos. ¿Saldrá alguna vez alguna foto suya en el periódico? Por descontado, no lo inmortalizarán mientras hace el caballito. Como mucho, algo que tenga que ver con el mundo de las finanzas. Inesperadamente, tiene un mal presentimiento. Ve una foto suya titulada: «Arrestado el asesor fiscal del conocido financiero.» Coge de nuevo el dossier del señor Forte. Tal vez sea mejor controlar de nuevo que todo esté en orden.

A la salida del colegio, Pallina baja los escalones saltando al lado de Babi.

—¡Es genial! Menudo ridículo le has hecho hacer a la Giacci.

—Lo siento…

—¿Lo sientes? Le está bien merecido a esa vieja asquerosa… En serio, ¿crees de verdad que se equivocó al meter ahí mi ejercicio? Ésa lo hizo adrede. Me odia porque estoy siempre contenta, porque tengo siempre ganas de bromear mientras que ella… Madre mía, menudo muermo.

—Ya lo sé, pero lo siento de todos modos. Y, además, ¿has notado cómo me mira? Ahora me odia, hará todo lo posible para que vaya mal.

Pallina le da una palmadita en el hombro.

—Imagínate, no te puede hacer nada. Con lo buena que eres, por mucho que te haga, llegar a los exámenes será un paseo para ti. Si yo tuviera tu media, ¿sabes la que organizaría…?

Pallina saca de la bolsa la cajetilla de Camel. Coge un cigarrillo y se lo mete en la boca. Mira dentro del paquete. Faltan tres para llegar al que está invertido, al del deseo.

—Eh, pero ¿no habías dicho que dejabas de fumar?

—Sí, lo dije. Lo dejo el lunes.

—¿Pero no era el lunes pasado?

—De hecho. El lunes lo dejé, pero volví a empezar ayer.

Babi sacude la cabeza. Luego ve el coche de su madre aparcado al otro lado de la calle.

—¿Qué haces, Pallina, vienes con nosotras?

—No, espero a Pollo, dijo que vendría a recogerme. Tal vez venga con Step. ¿Por qué no te quedas tú también? Venga, dile a tu madre que vienes a comer a mi casa.

Babi no ha vuelto a pensar en Step durante toda la mañana. Han sucedido demasiadas cosas. ¿Cómo se despidieron la noche anterior? Incoherente. Eso le dijo. Qué tontería. Ella no es una incoherente.

—Gracias, Pallina. Voy a casa y, además, ya te he dicho que no quiero ver a Step; no insistas demasiado con esa historia o acabaremos por reñir.

—Como quieras. Entonces a las cinco en el Parnaso… —Babi prueba a replicarle, pero Pallina es más rápida que ella—: Sí, con mi Vespa…

Babi le sonríe y se aleja. ¿Por qué es tan arrogante?, piensa Pallina. Asunto suyo. Puede que sea una especie de táctica. Bueno, en cualquier caso, es demasiado simpática. Y, además, es capaz de poner en su sitio a la Giacci como se debe… Es hora de difundir la noticia. Pallina se acerca a un grupito de chicas más pequeñas. Son de segundo.

—¿Os habéis enterado del ridículo que ha hecho la Giacci?

—No, ¿qué ha pasado?

—Estaba a punto de suspender a Silvia Festa, una de mi clase. Pero luego resultó que se había equivocado y le había puesto la nota de otra.

—¿Lo juras?

—Sí, menos mal que Babi se dio cuenta.

—¿Quién, Gervasi?

—Justo ella.

Una muchacha se le acerca con
Il Messaggero
en la mano.

—Oye, Pallina, ¿ésta no es Babi?

Pallina le arranca el periódico de las manos. Lee deprisa el artículo. Mira a Babi. A esas alturas está ya a punto de llegar al coche de su madre. Prueba a llamarla. Grita con fuerza pero el ruido del tráfico cubre su voz. Demasiado tarde.

Babi levanta el asiento para entrar detrás en el coche.

—Hola, mamá. —Se inclina hacia delante para besarla. Una bofetada le da de lleno en la cara—. ¡Ay!

Babi cae sobre el asiento posterior. Se acaricia la mejilla dolorida, sin entender.

También Daniela entra en el coche.

—¡Eh, habéis visto qué estupendo! Babi ha salido en el periódico…

Mira a su alrededor. Ese silencio. La cara de Raffaella. La mano de Babi que se acaricia la mejilla dolorida… Lo entiende al vuelo.

—Olvidadlo.

Mientras esperan a Giovanna que, como siempre, se retrasa, Raffaella se pone a gritar como una loca. Babi trata de explicarle toda la historia. Daniela testimonia a su favor. Raffaella se pone aún más nerviosa. Pallina se convierte en la acusada principal. Pero no se la puede perseguir, está al otro lado de la frontera.

Finalmente llega Giovanna y con el acostumbrado «Disculpad» sube detrás. El coche arranca. Hacen todo el trayecto en silencio. Giovanna piensa que aquella se ha convertido ya en una situación insostenible. No es posible que estén siempre tan nerviosas.

—Bueno, perdonad, pero hoy no he llegado tan tarde, ¿no?

Daniela suelta una carcajada. Babi se controla un poco pero no tarda mucho en soltar también el trapo. Hasta Raffaella acaba por echarse a reír.

Giovanna, naturalmente, no entiende nada, es más, se ofende. Piensa que no sólo son unas exageradas sino incluso unas arrogantes por tomarle el pelo de aquel modo. Se lo dirá a su madre. «A partir de mañana», decide Giovanna, «o me viene a recoger ella o vuelvo a casa en autobús.»

Al menos toda aquella historia ha servido para algo: ya no tendrán que esperar más a Giovanna.

Treinta

El viejo bolso de piel apretado bajo el brazo. Una chaqueta de paño color mostaza. El pelo lánguido, al igual que su andar, corto y recogido, con algunas mechas. Las medias transparentes de color marrón le regalan todavía algunos años, como si le hicieran falta. Y los viejos zapatos de medio tacón con las puntas peladas le hacen daño. Pero todo eso no es nada comparado con lo que siente en su interior.

Su corazón debe de llevar puestos unos zapatos al menos dos números más pequeños. La Giacci abre el portón de cristal del viejo edificio. Chirría sin que ello le sorprenda. Se para delante del ascensor. Aprieta el botón. La Giacci mira los buzones del correo. Algunos carecen de nombre. Uno que ni siquiera tiene el cristal cuelga hacia abajo destartalado, justo como la casa de Nicolodi, el propietario. ¿Son las cosas las que acaban por parecerse a sus dueños o es al contrario? La Giacci desconoce la respuesta. Entra en el ascensor.

Algunas inscripciones en la madera. Se puede leer el nombre de un amor pasado. Algo más arriba, el símbolo de un partido perfectamente tallado por un iluso escultor. Abajo, a la derecha, un órgano masculino resulta ligeramente imperfecto, según sus vagos recuerdos. Segundo piso. Saca las llaves del bolso. Introduce la más larga en la cerradura de en medio. Oye un ruido detrás de la puerta. Es él, su único amor. La razón de su vida.


¡Pepito!
—Un perro le sale al encuentro ladrando. La Giacci se inclina—. ¿Cómo estás, tesoro mío? —El perro le salta en brazos moviendo la cola. Empieza a hacerle carantoñas—. No sabes,
Pepito
, lo que le han hecho hoy a tu mami.

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