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Authors: Federico Moccia

Tags: #Infantil y juvenil, Romántico

A tres metros sobre el cielo (3 page)

BOOK: A tres metros sobre el cielo
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—Parad ya, venga.

El resto de las muchachas se acercan también a ellos.

—Dejadla en paz.

—Se han portado como unos infames, en lugar de celebrarlo con todo el grupo. Bueno, pues ahora lo celebraremos nosotros a nuestro modo.

Vuelven a lanzar a Gloria por los aires, riendo y bromeando.

Dario, a pesar de ser algo más menudo que los demás y regalar rosas, se abre paso a empujones. Agarra a Gloria por la mano, justo en el momento en el que ésta vuelve a bajar, y la pone a sus espaldas.

—Ahora basta, dejadlo ya.

—¿Por qué motivo?

El Siciliano sonríe y se planta delante de él con las piernas abiertas. Los vaqueros, ligeramente más claros, se tensan sobre sus cuádriceps abultados. Gloria, apoyada sobre el hombro de Dario, asoma sólo la mitad. Si hasta entonces ha contenido las lágrimas, ahora contiene también el aliento.

—¿Si no qué haces?

Dario mira al Siciliano a los ojos.

—Vete, ¿qué cojones quieres? Siempre tienes que hacer el gilipollas.

La sonrisa se desvanece de los labios del Siciliano.

—¿Qué has dicho?

La rabia le hace mover los pectorales. Dario aprieta los puños. Un dedo, escondido entre el resto, cruje con un ruido sordo. Gloria entorna los ojos. Schello permanece con el cigarrillo colgando en la boca abierta. Silencio. Repentinamente, un rugido rompe el aire. La moto de Step llega en medio de un gran estruendo. Se ladea al fondo de la curva y hace veloz el caballito, frenando poco después en medio del grupo.

—¿Qué hacéis?

Gloria finalmente suspira. El Siciliano mira a Dario.

Una leve sonrisa deja para otro momento la cuestión.

—Nada, Step, se habla demasiado y no se hace nunca un poco de movimiento.

—¿Tienes ganas de desentumecerte un poco?

El soporte de la moto salta como una navaja y se planta en el suelo. Step baja y se quita la cazadora.

—Se aceptan competidores.

Pasa junto a Schello y, abrazándolo, le quita de la mano la Heineken que acaba de abrir.

—Hola, Sche'.

—Hola.

Schello sonríe, feliz de ser su amigo, un poco menos por haber perdido la cerveza.

Cuando la cara de Step vuelve a bajar después de haber dado un largo trago, sus ojos se encuentran con los de Maddalena.

—Hola.

Los labios carnosos de ella, ligeramente rosados y pálidos, se mueven imperceptiblemente al pronunciar aquel saludo en voz baja. Los diminutos dientes blancos, regulares, se iluminan al mismo tiempo que sus preciosos ojos verdes tratan de transmitir todo su amor, inútilmente. Es demasiado. Step se acerca a ella, mirándola a los ojos. Maddalena mantiene la mirada, incapaz de bajarla, de moverse, de hacer algo, de detener aquel pequeño corazón que, como loco, toca un «solo» al estilo Clapton.

—Sostén esto.

Se quita el Daytona con la correa de acero y lo deja en sus manos. Maddalena lo mira alejarse, luego aprieta el reloj, acercándoselo al oído. Siente aquel ligero zumbido, el mismo que escuchó hace algunos días bajo su almohada, mientras él dormía y ella pasó algunos minutos contemplándolo en silencio. En aquel momento, en cambio, el tiempo parecía haberse detenido.

Step trepa ágilmente hasta llegar a la marquesina que hay sobre Lazzareschi, saltando la verja del cine Odeon.

—Entonces, ¿quién viene? ¿Qué pasa, hay que invitaros por escrito?

El Siciliano, Lucone y Pollo no se hacen de rogar. Uno tras otro, como monos con cazadoras en lugar de pelo, trepan con facilidad por la verja. Llegan a la marquesina; el último es Schello, doblado ya en dos para recuperar el aliento.

—Yo ya estoy muerto, hago de árbitro. —Y da un sorbo a la Heineken que, milagrosamente, ha conseguido no volcar durante la agotadora ascensión: para los demás un juego de niños, para él una hazaña a lo Messner.
[2]

Las siluetas se recortan en la penumbra de la noche.

—¿Listos? —Schello grita alzando rápidamente la mano.

Una salpicadura de cerveza alcanza algo más abajo a Valentina, una guapa morena con cola de caballo que sale desde hace poco con Gianlu, un tipo bajo hijo de un rico corbatero.

—¡Coño! —se le escapa, en gracioso contraste con su refinada cara—. Ten cuidado, ¿no?

Los demás se ríen, secándose las gotas que les han alcanzado.

Una vez reunidos casi todos, una decena de cuerpos musculosos y entrenados se preparan sobre la marquesina. Las manos delante en paralelo, las caras tensas, los pechos hinchados.

—¡Venga! ¡Uno! —grita Schello y todos los brazos se doblan sin esfuerzo. Silenciosos y todavía frescos, alcanzan el mármol frío, y se alzan de nuevo sin perder tiempo—. ¡Dos! —De nuevo abajo, más rápidos y decididos—. ¡Tres! —Siguen, igual que antes, con más fuerza que antes—. ¡Cuatro! —Sus caras, muecas casi surreales, sus narices, con pequeñas arrugas, bajan a la vez. Rápidas, con facilidad, rozan el suelo y luego vuelven a subir—. ¡Cinco! —grita Schello dando un último sorbo a la lata y lanzándola al aire—. ¡Seis! —La golpea con una patada precisa—. ¡Siete!

La lata vuela por los aires. Luego, como una lenta paloma torcaz, golpea de lleno la Vespa de Valentina.

—Coño, eres realmente un gilipollas, yo me voy.

Las amigas se echan a reír.

Gianluca, su novio, deja de hacer flexiones y baja de un salto de la marquesina.

—No. Vale, venga, no te pongas así.

La rodea con sus brazos y trata de detenerla, consiguiéndolo con un tórrido beso que interrumpe sus palabras.

—Está bien, pero dile algo a ése.

—¡Ocho!

Schello baila sobre la marquesina moviendo alegremente las manos.

—Chicos, ya hay uno que con la excusa de que su mujer se ha cabreado ha abandonado. Pero la competición continúa.

—¡Nueve!

Todos se ríen y, ligeramente más acalorados, bajan. Gianluca mira a Valentina.

—¿Qué puedes decirle a uno así? —Le toma la cara entre las manos—. Perdónalo, cariño, no sabe lo que hace —dice, haciendo gala de unos discretos conocimientos en materia de religión pero de una pésima práctica ya que, a continuación, empieza a morrearse con ella delante de las otras chicas.

La voz gruesa del Siciliano con aquel acento particular de su pueblo que, junto a la piel olivácea, le ha valido también el apodo, retumba en la plaza.

—Vamos, Sche', aumenta algo el ritmo que si no me duermo.

—¡Diez!

Step desciende con facilidad. La corta camiseta azul claro deja al descubierto sus brazos. Los músculos están hinchados. En las venas el corazón late potente, aunque todavía lento y tranquilo. No como entonces. Aquel día su joven corazón había empezado a latir velozmente, como enloquecido.

Cuatro

Dos años antes. Zona Fleming.

Una tarde cualquiera, si no fuera por su Vespa recién estrenada, en rodaje, todavía sin trucar. Step la está probando. Al pasar por delante del café Fleming oye que lo llaman.

—¡Hola, Stefano!

Annalisa, una guapa rubia que ha conocido en el Piper, le sale al encuentro. Stefano se para.

—¿Qué haces por aquí?

—Nada, he ido a estudiar con un amigo y ahora voy hacia casa.

Apenas un segundo. Alguien a sus espaldas le quita el gorro.

—Te doy diez segundos para que te vayas de aquí.

Un cierto Poppy, un tipo grueso más grande que él, se planta delante. Lleva su gorro entre las manos. Aquel gorro está de moda. En Villa Flamina lo tienen todos. De colores, hecho a mano por las agujas de alguna chica. Aquel se lo había regalado su madre, en lugar de la amiga que todavía no tiene.

—¿Me has oído? Vete.

Annalisa mira a su alrededor y, al comprender, se aleja. Stefano baja de la Vespa. El grupo de amigos lo rodea. Se pasan el gorro unos a otros, riéndose, hasta que acaba en manos de Poppy.

—¡Devuélvemelo!

—¿Habéis oído? Es un duro. ¡Devuélvemelo! —lo imita provocando las carcajadas del grupo—. Y si no qué haces, ¿eh? ¿Me das una leche? Venga, ¿me la das? Venga.

Poppy se acerca con los brazos colgando, echando la cabeza hacia atrás. Con la mano que no tiene el gorro le indica la barbilla.

—Venga, dame aquí.

Stefano lo mira. La rabia lo ciega. Hace ademán de golpearlo pero apenas mueve el brazo lo sujetan por detrás. Poppy pasa el gorro al vuelo a uno que está allí cerca y le da un puñetazo sobre el ojo derecho partiéndole la ceja. A continuación, el bastardo que lo tiene sujeto por detrás lo empuja hacia delante, hacia el cierre metálico del café Fleming que, vista la situación, ha cerrado antes de lo previsto. El pecho de Stefano cae contra el cierre con un fuerte golpe. Casi de inmediato descargan sobre su espalda un sinfín de puñetazos; luego alguien le da la vuelta. Se encuentra, aturdido, de espaldas contra el cierre. Prueba a cubrirse sin conseguirlo. Poppy le mete las manos detrás del cuello y, aferrándose a las barras del cierre metálico, lo inmoviliza. Empieza a darle cabezazos. Stefano intenta protegerse como puede pero aquellas manos lo tienen inmovilizado, no consigue quitárselo de encima. Siente cómo empieza a salirle sangre de la nariz y oye una voz de mujer que grita:

—¡Basta, basta, dejadlo estar ya o lo mataréis!

«Debe de ser Annalisa», piensa. Stefano prueba a dar una patada pero no logra mover las piernas. Oye sólo el ruido de los golpes. Casi han dejado de hacerle daño. Luego llegan unos adultos, algunos transeúntes, la propietaria del bar.

—¡Marchaos, fuera de aquí!

Alejan a aquellos matones a empujones, tirando de sus camisetas, de sus cazadoras, quitándoselos de encima. Stefano se agacha lentamente, apoya la espalda contra el cierre metálico, acaba sentado sobre un escalón. Su Vespa está ahí delante, en el suelo, como él. Tal vez el cofre lateral se haya abollado. ¡Qué lástima! Siempre procuraba tener cuidado cuando salía por la puerta.

—¿Estás mal, muchacho?

Una atractiva señora se acerca a su cara. Stefano niega con la cabeza. El gorro de su madre está tirado en el suelo. Annalisa se ha marchado con los otros. «Pero yo sigo teniendo tu gorro, mamá.»

—Ten, bebe. —Alguien llega con un vaso de agua—. Traga lentamente. Qué desgraciados, qué gentuza, pero yo sé quién ha sido, son siempre los mismos. Esos vagos que se pasan el día aquí, en el bar.

Stefano bebe el último sorbo, da las gracias con una sonrisa a un señor que está junto a él y que vuelve a coger el vaso vacío. Desconocidos. Intenta levantarse pero las piernas parecen cederle por un momento. Alguien se da cuenta y se adelanta de inmediato para sostenerlo.

—¿Estás seguro que te encuentras bien, muchacho?

—Estoy bien, gracias. De verdad.

Stefano se sacude las perneras. De ellas sale volando un poco de polvo. Se seca la nariz con el suéter hecho jirones y exhala un profundo suspiro. Se coloca de nuevo el gorro y sube a la Vespa.

Un humo blanco y denso sale con un enorme ruido del silenciador. Se ha calado. La portezuela lateral derecha vibra más de lo habitual. Está abollada. Mete la primera y, mientras los últimos señores se alejan, suelta lentamente el freno. Sin volverse, parte con la moto.

Recuerdos.

Algo después, en casa. Stefano abre silenciosamente la puerta e intenta llegar hasta su habitación sin que lo oigan, pasando por el salón. Pero el parquet le traiciona: cruje.

—¿Eres tú, Stefano?

La silueta de su madre se dibuja en la puerta del estudio.

—Sí, mamá, me voy a la cama.

Su madre se adelanta un poco.

—¿Seguro que te encuentras bien?

—Que sí, mamá, estoy perfectamente.

Stefano trata de alcanzar el pasillo, pero su madre es más rápida que él. El interruptor del salón salta, iluminándolo. Stefano se detiene, como inmortalizado en una fotografía.

—¡Dios mío! ¡Giorgio, ven enseguida!

Su padre acude de inmediato en tanto que la mano de su madre se acerca temerosa al ojo de Stefano.

—¿Qué te ha pasado?

—Nada, me he caído de la Vespa.

Stefano retrocede.

—¡Ay, mamá, me haces daño!

Su padre mira las otras heridas sobre los brazos, la ropa desgarrada, el gorro sucio.

—Di la verdad, ¿te han pegado?

Su padre siempre ha sido un tipo atento a los detalles. Stefano cuenta poco más o menos lo que ha pasado y, naturalmente, su madre, sin entender que a los dieciséis años existen ya ciertas reglas.

—Pero ¿por qué no les diste el gorro? Te habría hecho otro…

Su padre va al grano, saltando directamente a cuestiones de mayor importancia.

—Stefano, sé sincero, la política no tiene nada que ver, ¿verdad?

Llaman al médico de la familia, quien le da la clásica aspirina y lo manda a la cama. Antes de dormirse, Stefano decide: nadie le volverá a poner jamás las manos encima. Jamás, sin salir por ello malparado.

En el mostrador de la secretaría hay una mujer con el pelo de un color rojo intenso, la nariz un poco larga y los ojos saltones. No es, desde luego, lo que se dice una belleza.

—Hola, ¿te quieres inscribir?

—Sí.

—Bueno, sí, la verdad es que te puede venir bien —dice, indicando su ojo aún magullado y sacando un formulario de debajo de la mesa. Ni siquiera es simpática—. ¿Nombre?

—Stefano Mancini.

—¿Edad?

—Diecisiete, en julio, el 21.

—¿Calle?

—Francesco Benziacci, 39 —luego añade—: 3-2-9-27-14 —adelantándose de este modo a la pregunta siguiente.

La mujer levanta la cara.

—El teléfono, ¿no? Sólo para la ficha…

—Para ir a jugar a videopóquer no, desde luego.

Los ojos saltones se posan en él por un instante, luego acaban de completar la ficha.

—Son 145 euros, 100 por la inscripción y 45 por la mensualidad.

Stefano pone el dinero sobre el mostrador.

La mujer los introduce en una bolsa con cierre de cremallera, los mete en el primer cajón y después, tras haber apoyado un sello en un mojador embebido de tinta, da un golpe decidido sobre el carnet. Gimnasio Budokan.

—Se paga al principio de cada mes. Los vestuarios están en el piso de abajo. Por la noche cerramos a las nueve.

Stefano se vuelve a meter la cartera en el bolsillo, con el nuevo carnet en el compartimiento lateral y 145 euros menos.

—Toca, toca aquí, puro hierro. Pero qué hierro, ¡acero!

Lucone, un tipo macizo y bajo con la cara simpática, le enseña un bíceps grueso aunque poco definido.

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