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Authors: Federico Moccia

Tags: #Infantil y juvenil, Romántico

A tres metros sobre el cielo (8 page)

BOOK: A tres metros sobre el cielo
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Del portal 1130 de la avenida Cassia sale un grupo de invitados. Comentan lo sucedido. Un muchacho parece tener más cosas que contar que los demás. Probablemente tiene razón, a juzgar por su labio hinchado. Tras unas cuantas preguntas, estúpidas e inútiles, la policía ha abandonado la casa de Roberta. La única que sabía algo, una tal Francesca, viendo que la fiesta estaba degenerando, se había marchado a toda prisa, llevándose consigo su bolso vacío y los nombres de los culpables.

En medio del caos general, Palombi y Daniela han huido junto con otros invitados. Babi, completamente empapada, ha perdido a su hermana. Roberta le ha encontrado un par de pantalones cortos que le quedan muy bien y la sudadera de su hermano mayor en la cual cabría dos veces.

—Deberías ir vestida así a las fiestas más a menudo, estás fascinante.

—¿Todavía te quedan ganas de bromear, Chicco? —Los dos salen del portal—. He perdido a mi hermana y he estropeado el vestido de Valentino.

Le enseña una elegante bolsa de plástico en la que hay escrito un nombre que, si bien no es el del vestido mojado, es igualmente famoso.

—Y, por si fuera poco, si mi madre me pilla volviendo a casa con el pelo mojado me mata.

Las mangas de la sudadera cubren sus pequeñas manos. Babi se las arremanga, subiéndoselas hasta el codo. Apenas da un paso, vuelven a su sitio, desdeñosas.

—Ahí está, es él.

Desde detrás de los contenedores de la basura, Schello indica decidido a Chicco Brandelli. Step lo mira.

—¿Estás seguro?

—Segurísimo. Yo mismo lo oí.

Step reconoce a la chica que va con aquel canalla, aunque su disfraz sea perfecto. No se olvida fácilmente a una mujer que insiste tanto para darse una ducha con uno.

—Vamos a avisar a los demás.

Babi y Chicco doblan la esquina y se adentran en un callejón.

—¿Por qué no interviniste cuando ese idiota me metió bajo la ducha?

—¿Y yo qué sabía? En ese momento había ido a llamar a la policía.

—Ah, ¿fuiste tú?

—Sí, la situación estaba degenerando, se estaban dando una tunda… ¿Has visto qué labio le han dejado a Andrea Martinelli?

—Sí, pobre.

—¿Pobre? Está encantado, imagínate. A saber lo que contará ahora. Sólo contra todos, el héroe de la velada. Lo conozco como si lo hubiera parido. Aquí está, es éste.

Se paran delante de un coche. Las luces de sus faros lanzan destellos mientras los seguros suben todos a la vez. Es un tipo de alarma bastante común, a diferencia del BMW: último modelo, completamente nuevo. Chicco le abre la puerta. Babi mira el interior perfecto, de madera oscura, los asientos de piel.

—¿Te gusta?

—Mucho.

—Lo he cogido por ti. Sabía que te acompañaría a casa esta noche.

—¿De verdad?

—¡Claro! En realidad estaba todo calculado. A ese grupo de imbéciles lo he llamado yo. Piensa, todo este lío se ha organizado sólo para que yo pudiera quedarme a solas contigo.

—Bueno, entonces la historia de la ducha te la podías haber ahorrado, así la ropa también estaría a la altura de la situación.

Chicco se ríe y le cierra la puerta a Babi; luego da la vuelta, sube al coche y lo pone en marcha.

—En fin, que yo me he divertido esta noche. Si no hubiera sido por esos, habría sido el mismo funeral de siempre.

—No creo que Roberta esté de acuerdo con eso. —Babi pone educadamente a sus pies la bolsa de plástico—. ¡Le han destruido la casa!

—Venga, tampoco es para tanto, algún que otro daño insignificante. Tendrá que limpiar los sofás y mandar las cortinas a la tintorería.

Un ruido fuerte y sordo, profundo, de hierro, rompe la atmósfera de elegancia y armonía que hay en el interior del coche.

—¿Qué ha pasado?

Brandelli mira por el espejito lateral. Inesperadamente, aparece en él la cara de Lucone. Se desternilla de risa. Detrás de él, Hook se pone de pie sobre el sillín de la moto y da otra violenta patada al coche.

—¡Son esos locos! Rápido, acelera.

Chicco reduce y empieza a correr. Las motos adquieren rápidamente velocidad y le dan alcance. Babi preocupada se vuelve a mirar detrás. Están todos allí, Bunny, Pollo, el Siciliano, Hook, con sus potentes motos y, en medio, Step. Su cazadora de piel se abre al hincharse dejando a la vista su pecho desnudo. Step le sonríe. Babi mira de nuevo hacia delante.

—¡Corre lo más deprisa que puedas, Chicco, tengo miedo!

Chicco no contesta y sigue conduciendo apretando el acelerador, bajando por la Cassia, en el frío de la noche. Pero las motos siguen ahí, a ambos lados del coche, no se despegan. Bunny acelera. Pollo extiende la pierna y con una patada rompe el faro posterior. El Siciliano da una patada a la puerta lateral izquierda, abollándola por completo. Las motos se inclinan a toda velocidad, alejándose y acercándose al coche, golpeándolo con fuerza. Ruidos sordos y despiadados llegan hasta los oídos de Chicco.

—¡Coño, me lo están destrozando!

—Ni se te ocurra pararte, Chicco, esos son capaces de hacerte polvo a ti también.

—Pararme no, pero les puedo decir algo. —Aprieta el botón de la ventanilla eléctrica, abriéndola a mitad—. ¡Eh, chicos! —grita mientras trata de mantener la calma y sobre todo el control del vehículo—. Este coche es de mi padre y si…

Un escupitajo le da en plena cara.

—¡Yuhuu, tocado, cien puntos!

Pollo se pone de pie detrás de Bunny, alzando los brazos al cielo en señal de victoria.

Chicco, desesperado, se seca con un paño de ante más caro y auténtico que los guantes de Pollo. Babi mira con asco aquel escupitajo que se pega obstinado a su cara, luego aprieta el botón cerrando de nuevo la ventanilla antes que la puntería de Pollo centre algo más.

—Intenta ir al centro, puede que allí nos encontremos con la policía.

Chicco arroja el paño a los asientos traseros y sigue conduciendo. Llegan más ruidos de carrocería abollada y faros rotos. «Cada uno de ellos —piensa— supone cientos de euros de daños y grandes broncas de su padre». Entonces, invadido por una rabia inesperada, Chicco se empieza a reír, como un loco, como si fuera víctima de una crisis histérica.

—¿Quieren guerra? ¡Muy bien, pues la tendrán! ¡Los mataré a todos, los aplastaré como ratas!

Gira bruscamente el volante, el coche derrapa hacia la derecha, acto seguido a la izquierda. Babi se agarra a la manilla de la puerta, aterrorizada. Step y los otros, viendo que el coche va contra ellos, se alejan frenando y reduciendo al mismo tiempo.

Chicco mira por el espejo retrovisor. El grupo sigue detrás, sin dejar de pisarle los talones.

—Tenéis miedo, ¿eh? ¡Bien! Ahí va eso.

Aprieta de golpe el freno. Se abre el ABS. El coche frena en seco. Los que se encuentran a ambos lados del mismo lo evitan haciéndose a un lado. Schello, que está justo en el medio, intenta frenar pero su Vespone con las ruedas lisas derrapa y patinando acaba contra el parachoques. Schello cae al suelo. Chicco se pone de nuevo en marcha a toda velocidad haciendo chirriar los neumáticos. Las motos, que han acabado delante del coche, se apartan por miedo a que el coche se les venga encima. El resto se detiene para ayudar a su amigo.

—¡Que hijo de puta! —Schello se levanta, tiene los pantalones desgarrados a la altura de la rodilla derecha—. Mirad esto.

—Figúrate, con una caída así es lo menos que te podía pasar. Sólo tienes la rodilla pelada.

—Qué coño me importa a mí la rodilla, ese cabrón me ha estropeado los Levi's, me los compré anteayer.

Todos se ríen, divertidos y aliviados por el amigo, que no ha perdido la vida, ni tampoco las ganas de bromear.

—¡Yuhuu, los he jodido, me he cargado a esos bastardos! —Chicco golpea el volante con las manos. Echa de nuevo un vistazo al retrovisor. Sólo un coche a lo lejos. Se tranquiliza. Ya no hay nadie—. ¡Cabrones, cabrones! —Salta sobre el asiento—. ¡Lo conseguí! —De repente recuerda que Babi está a su lado—. ¿Cómo estás? —Vuelve a ponerse serio mirándola preocupado.

—Mejor, gracias. —Babi se separa de la puerta, sentándose de nuevo normalmente—. Ahora, sin embargo, me gustaría volver a casa.

—Te llevo enseguida.

Se para un momento en el stop, después continúa por el Ponte Milvio. Chicco la vuelve a mirar; el pelo mojado le cae sobre los hombros, los ojos azules siguen mirando hacia delante todavía un poco atemorizados.

—Siento lo que ha pasado. ¿Te has asustado?

—Bastante.

—¿Quieres beber algo?

—No, gracias.

—Yo, en cambio, me tengo que parar un momento.

—Como quieras.

Chicco invierte la marcha. Aparca junto a una fuente que hay justo delante de la iglesia, se echa un poco de agua en la cara, quitándose los últimos posibles restos de enzimas de la saliva de Pollo. A continuación deja que el viento fresco de la noche acaricie su cara todavía mojada, relajándose. Cuando vuelve a abrir los ojos, le toca enfrentarse a la realidad. Su coche, o mejor, el coche de su padre.

—¡Mierda! —susurra para sus adentros y, fingiendo indiferencia, le da la vuelta, controla los daños, quita trozos de faros rotos todavía colgando. Las puertas están llenas de abolladuras, los laterales, raspados. En algunos puntos ha saltado la pintura metalizada. Hace una especie de presupuesto mental. Unos mil euros. Si se hubiera presentado a esa transmisión en la que hay que averiguar el precio justo no lo habrían cogido ni siquiera como parte del público. Sonríe un tanto forzado a Babi—. Bueno, habrá que repararlo un poco, tiene algún que otro rasguño.

No le da tiempo a acabar la frase. Una moto azul oscura que los ha seguido hasta allí con los faros apagados se para con gran estruendo a un paso de él. Cuando Chicco apenas ha empezado a darse la vuelta lo empujan con violencia sobre el capó, abollándolo. Al presupuesto se añaden al menos otros quinientos euros. Step se abalanza sobre él con todo su peso, aporreándole la cara, violentamente, tratando de darle en la boca, lográndolo.

Los labios empiezan a sangrarle casi de inmediato.

—¡Socorro! ¡Socorro!

—¡Así la próxima vez aprendes a tener la boca cerrada, gusano, canalla, pedazo de mierda!

Y más golpes, uno tras otro, sacudiendo la cabeza contra el capó, aumentando los daños. Ahora, además de al carrocero, su padre tendrá que pagar también al dentista.

Babi baja del coche y, llena de rabia, empieza a dar a Step puñetazos y patadas, golpeándole en la cabeza con la bolsa de plástico en la que lleva el vestido mojado.

—¡Déjalo estar, canalla! ¡Para ya!

Step se da la vuelta y la aparta con un violento empujón. Babi retrocede, tropieza contra la acera y pierde el equilibrio cayendo al suelo. Step la mira por un momento. Chicco se aprovecha y trata de entrar en el coche. Pero Step es más rápido. Se arroja sobre la puerta sujetándole el pecho. Chicco chilla de dolor. Step lo abofetea. Babi se levanta del suelo dolorida. Se pone a chillar también ella pidiendo ayuda. Justo en ese momento pasa un coche. Son los Accado.

—¡Filippo, mira! ¿Qué pasa? Pero ¡si ésa es Babi, la hija de Raffaella!

Filippo frena y baja del coche, dejando la puerta abierta. Babi corre hacia él gritando:

—¡Separadlos, deprisa, se están matando!

Filippo se lanza sobre Step, sujetándolo por detrás.

—¡Detente, déjalo estar!

Lo agarra, separándolo de la puerta; Chicco, finalmente libre de aquel cerco, se acaricia el pecho dolorido y después, aterrorizado, sube al coche y escapa de allí a toda velocidad.

Step, tratando de desasirse del señor Accado, se inclina hacia delante y lanza con fuerza la cabeza hacia detrás. Le da de lleno en la cara. Las gafas del señor Accado saltan por los aires y se rompen, al igual que sucede con su tabique nasal, que empieza a sangrar. Filippo se tambalea, con las manos en la nariz, perdiendo sangre, no sabiendo adónde ir. Inesperadamente miope de nuevo, se le saltan las lágrimas a causa del dolor. Marina corre en ayuda de su marido.

—¡Delincuente, desgraciado! ¡No te acerques, no te atrevas a tocarlo!

¿Y quién quiere tocarlo? ¿Quién se iba a imaginar que aquel loco que lo ha asaltado por la espalda fuera un viejo? Step mira en silencio a aquella mujer que no deja de gritar.

—¿Has entendido, sinvergüenza? ¡Esto no se va a quedar así!

Marina ayuda a su marido a subir al coche, luego lo pone en marcha y se aleja con alguna dificultad. La señora Accado no conduce casi nunca, sólo en casos excepcionales. Y ése lo es. No sucede a menudo que al marido de una le den una buena tunda en la calle.

Babi se planta delante de Step.

—¡Eres una bestia, un animal, me das asco! No tienes respeto por nada y por nadie.

Él la mira sonriendo. Babi sacude la cabeza.

—No pongas esa cara de tonto.

—¿Se puede saber qué quieres de mí?

—Nada, no puedo querer nada, ¿qué se puede pedir a una bestia? Has golpeado a un señor, a uno más mayor que tú.

—Primero, fue él el que me puso las manos encima. Segundo, ¿quién coño sabía que era un señor? Tercero, peor para él por meterse donde no le llaman.

—¿Ah, sí? ¡De modo que a quien se mete donde no le llaman tú le das en la cara, le das cabezazos! ¡Mejor será que te calles! Llevaba incluso gafas, mira… —Recoge del suelo los restos—. Se las has roto, ¿estás satisfecho? ¿Sabes que es delito golpear a alguien que lleva gafas?

—¿Otra vez? Estoy harto de oír eso. ¿A quién se le habrá ocurrido esa historia de las gafas? —Step se dirige hacia la moto, sube a ella—. Sin duda la habrá hecho circular uno de esos gallinas que las usan, uno al que le asustan las peleas, o más bien, que justo por eso lleva gafas y cuenta gilipolleces. —Step enciende la moto—. Bueno, yo me despido.

Babi mira a su alrededor. No pasa nadie. La plaza está desierta.

—¿Cómo que te despides?

—Entonces como prefieras, no me despido.

Babi resopla enojada.

—Y yo, ¿cómo vuelvo a casa?

—¿Y yo qué coño sé? Podría haberte acompañado ese amigo tuyo, ¿no?

—Imposible, le has dado una tal paliza que le has hecho escapar.

—Ah, ahora será culpa mía.

—¿Y de quién si no? Venga, déjame subir. —Babi se acerca a la moto, alza la pierna hacia un lado para sentarse detrás. Step suelta el embrague. La moto se desplaza un poco. Babi lo mira. Step se da la vuelta devolviéndole la mirada. Babi prueba a subir de nuevo pero Step es más rápido que ella y se adelanta otra vez—. Venga, estate quieto. ¿Qué pasa, eres idiota?

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