Read Unos asesinatos muy reales Online
Authors: Charlaine Harris
—Oh, lamenté no ver tu presentación —me aseguró, como si eso me preocupara—, pero tenía otros planes. —Chúpate esa, era lo que decía su expresión.
Las palabras de Benjamin eran suaves y justificativas, y su voz tan humilde como siempre, pero su expresión era algo completamente distinto.
—Me he metido en política —me confesó Benjamin con una voz modesta que desentonaba absolutamente con su expresión triunfal.
—¿La carrera por la alcaldía? —aventuré.
—Así es. Estoy ayudando a Morrison Pettigrue. Soy su director de campaña. —Su voz se estremeció de orgullo.
Quienquiera que fuese Morrison Pettigrue, iba a perder con toda seguridad. Su nombre me sonaba remotamente, pero no tenía la menor intención de hurgar para recordar lo que sabía.
—Mucha suerte —le dije con la mejor sonrisa que pude armar.
—¿Te gustaría acompañarme a un mitin la semana que viene?
Dios mío, pedía a gritos que le diese una patada en la boca. Esa era la única explicación posible. Lo miré sin dejar de pensar lo patético que era. Entonces, por supuesto, me avergoncé y sentí enfado hacia él y hacia mí.
—No, Benjamin —contesté con un tono que no admitía debate. No podía poner una excusa. No quería que se volviese a repetir.
—Vale —dijo con un deje de martirio en la voz—. Bueno, pues… ya nos veremos. —El dolor vibró dramáticamente bajo su valiente sonrisa.
Iba a responderle a esa última observación, pero me mordí la lengua. Sin embargo, mientras me alejaba con mi carro, susurré:
—No si yo te veo a ti antes.
Al pararme a mirar los sacos de pienso para perros, tan solo para que no viese que huía de allí como alma que lleva el diablo, me di cuenta de un par de detalles curiosos en nuestra conversación.
No me había preguntado nada sobre la noche anterior. No me había preguntado quién había asistido a la reunión, ni lo extraño que era que la única noche que no había ido se hubiera producido algo tan extraordinario. Ni siquiera me había preguntado cómo me sentí al descubrir el cadáver de Mamie, algo que todos los que me había cruzado ese día habían intentado plantearme de formas muy indirectas.
Pensé en ello un momento, escogí un bote de champú y decidí no preocuparme más por Benjamin Greer. Si no, acabaría perdiendo la paciencia con los reponedores. Por supuesto, todos los cereales de alto contenido en azúcar basados en una serie de dibujos animados estaban a la altura de mis ojos, mientras que los de los mayores estaban en la parte más alta. Podía alcanzarlos, pero los reponedores habían amontonado más cajas horizontalmente sobre las que estaban en vertical. Si tiraba de las que alcanzaba con la mano, acabaría sepultada en una lluvia de cajas de cereales provocando un estruendo que llamaría la atención de todo el mundo. Lo sé por experiencia.
Me coloqué de lado para estirarme al máximo y me puse de puntillas. Imposible. Tendría que cambiar de marca o empezar a comer cereales con sabor a chicle. Esa horrible perspectiva me dio fuerzas para intentarlo de nuevo.
—Espera, muchachita, deja que te alcance uno —dijo una voz insoportablemente condescendiente procedente de alguna parte sobre mi cabeza. Una enorme mano se elevó por encima de mí, cogió la caja con facilidad y, como si fuese una grúa, la depositó en mi carro.
Aferré el carro como si fuese mi carácter. Respiré hondo un par de veces. Lentamente, me volví para ver a mi benefactor. Alcé la mirada, y la seguí alzando hasta dar con un rostro cómicamente desfallecido coronado por un mantillo de pelo largo y rojo.
—Oh, Dios, lo siento —se disculpó Robin Crusoe. Sus ojos color avellana parpadearon nerviosamente detrás de las gafas metálicas—. Pensé…, desde atrás, bueno, parecías una niña de doce años. Pero está claro que por delante no.
Se dio cuenta de lo que acababa de decir y cerró los ojos, horrorizado.
Yo empezaba a disfrutar con aquello.
Una fugaz imagen de los dos en una situación íntima cruzó por mi mente y me pregunté si acaso funcionaría. No lo pude evitar; sonreí.
Él me devolvió la sonrisa, aliviado, y enseguida vi sus encantos. Tenía una sonrisa torcida, un poco tímida.
—No creo que debamos hablar así —dijo indicando la diferencia de nuestras respectivas alturas—. ¿Por qué no me paso después cuando coloque mis compras? Anoche comentaste que vivías pegada a mí, creo recordar que dijiste. Me dan ganas de cogerte en brazos para verte mejor.
Eso se acercaba tanto a la imagen mental que estaba teniendo que no pude evitar sonrojarme.
—No dudes en venir. Estoy segura de que tendrás un montón de preguntas después de lo de anoche —dije.
—Será genial. Mi casa es tal desastre de orden que voy necesitando un descanso de tanta caja.
—Muy bien. ¿Dentro de una hora?
—Vale, nos veremos. ¿De verdad te llamas Roe?
—Es el diminutivo de Aurora —expliqué—. Aurora Teagarden.
No dio indicios de que mi nombre le pareciera extraño en absoluto.
—¿Café? ¿Un refresco? ¿Zumo de naranja? —le ofrecí.
—¿Tienes cerveza? —propuso a su vez.
—Tengo vino.
—Está bien. No suelo beber a estas horas, pero si algo invita a hacerlo es moverse.
Sintiéndome algo traviesa por tomar alcohol antes de las cinco, llené dos copas y me reuní con él en el salón. Me senté en el mismo sillón que ocupé durante la visita matutina de Arthur y me sentí terriblemente femenina y poderosa al recibir a dos hombres en casa el mismo día.
Al igual que Arthur, Robin quedó impresionado con la estancia.
—Espero que mi salón esté la mitad de bien cuando termine de desembalar. Soy un desastre con la decoración.
Mi amiga Amina habría dicho lo mismo de mí.
—¿Ya lo tienes todo? —pregunté cortésmente.
—Monté la cama mientras los de la mudanza descargaban el resto del camión y ya he colgado mi ropa en el armario. Al menos tenía una silla que ofrecer al detective cuando me visitó esta mañana. La metieron en casa a la vez que lo recibía.
—¿Arthur Smith? —Estaba sorprendida. No me había dicho que fuese a entrevistarse con Robin después de verme a mí. Había cerrado la puerta dando por hecho que se montaría en su coche y se marcharía. Debió de salir de casa de Robin antes de que me pusiese a espiarlo por la ventana.
—Sí, me preguntó sobre cómo acabé asistiendo a la reunión del club.
—¿Y cómo supiste de ella? —le interrumpí por pura curiosidad.
—Bueno —dijo, sonrojándose—, cuando fui a la empresa de servicios públicos, me puse a hablar con Lizanne, y cuando ella supo que me gustan las novelas de misterio, se acordó del club. Es evidente que se lo comentaste alguna vez. —No pensé que Lizanne me estuviese escuchando. Tenía el mismo aspecto de siempre: aburrida—. Así que Lizanne llamó a John Queensland, que señaló que Real Murders era una reunión abierta a los visitantes, por lo que le pedí…
—Era solo por curiosidad —dije con naturalidad.
—Ese sargento Burns es un tipo un poco sombrío —indicó Robin, pensativo—. Y el detective Smith no es un tipo ligero.
—Ni siquiera conocías a Mamie; es imposible que sospechen de ti.
—Bueno, supongo que podría haberla conocido antes, pero no fue así y creo que Burns lo cree. Pero apuesto lo que sea a que lo comprobará. No me gustaría tenerlo enfrente en un juicio.
—Mamie no habría llegado antes de las siete —dije después de meditarlo—. Y yo no tengo coartada entre las siete y las siete y media. Ella tenía que reunirse con el presidente del Centro de Veteranos allí mismo para que le diese la llave. Según tengo entendido, después de cada reunión debía pasarse por su casa para devolvérsela.
—No. Ayer fue directamente a su casa para coger la llave. Dijo que tenía que llegar antes, que había quedado en el centro con alguien antes de la reunión.
—¿Cómo sabías eso? —Me sentía anhelante a la vez que indignada.
—El detective me pidió utilizar el teléfono para llamar a la comisaría y lo he deducido al escuchar su parte de la conversación —explicó con franqueza. Ajá, otro curioso por naturaleza.
—Oh, vaya —dije lentamente mientras seguía dándole vueltas—. Quienquiera que la matase tuvo mucho tiempo para prepararlo todo. De alguna manera se las arregló para que llegase antes y así tener todo el tiempo del mundo para matarla, prepararla y limpiarlo todo. —Apuré la copa y me estremecí.
—Háblame de los demás socios del club —se apresuró a decir Robin. Decidí que esa pregunta era la verdadera razón de su visita. Me sentí decepcionada, pero filosófica.
—Jane Engle, la señora mayor de pelo blanco —empecé—, está jubilada, pero trabaja de vez en cuando como sustituta en la escuela o en la biblioteca. Es experta en asesinatos de la época victoriana. —Seguí enumerando la lista con los dedos: Gifford Doakes, Melanie Clark, Bankston Waites, John Queensland, LeMaster Cane, Arthur Smith, Mamie y Gerald Wright, Perry Allison, Sally Allison y Benjamin Greer—. Pero Perry solo hace acto de presencia —expliqué—. Supongo que no podemos considerarlo un socio.
Robin asintió y su pelo rojo cayó sobre sus ojos. Se lo apartó, ausente.
Esa concentración y el gesto desenfadado desencadenaron algo en mi interior.
—¿Y qué hay de ti? —me preguntó—. Hazme una pequeña biografía.
—No hay mucho que decir. Fui al instituto aquí, luego a una pequeña universidad privada, hice los estudios de licenciatura que incluían trabajo en la biblioteca y, al volver a casa, encontré trabajo en la biblioteca local.
Robin parecía desconcertado.
—Vale, nunca se me pasó por la cabeza no volver —dije al cabo de un momento—. ¿Qué me dices de ti?
—Oh, yo voy a impartir un curso en la universidad. El escritor que habían contratado ha sufrido un infarto… ¿Sueles hacer cosas impulsivamente? —me preguntó de repente.
Uno de los mayores impulsos que había sentido en mi vida tiraba de mí para que dejase la copa, fuese hacia Robin Crusoe, un escritor que apenas conocía de varias horas, me sentase en su regazo y lo besase hasta el desmayo.
—Casi nunca —dije con pesar—. ¿Por qué?
—¿Nunca has experimentado…?
El timbre de la puerta sonó dos veces.
—Disculpa —rogué con más pesar si cabe y me dirigí hacia la puerta delantera.
El señor Windham, mi cartero, me entregó un paquete envuelto en papel marrón.
—No cabía en el buzón —explicó.
Eché un vistazo a la etiqueta.
—Oh, no es para mí, es para mi madre —dije, desconcertada.
—Sí, pero tenemos que entregarlo en la dirección que pone, por eso lo traigo aquí —respondió el señor Windham con razón.
Por supuesto, tenía razón: la dirección del paquete era la mía. La dirección del remitente era la de mi padre, en la ciudad. La propia etiqueta estaba escrita a máquina, algo muy típico de mi padre. Se ha comprado una nueva máquina de escribir, pensé sorprendida. Su vieja Smith-Corona siempre fue la única que había usado. A lo mejor la había escrito en el despacho y allí tenía una máquina. Entonces caí en la fecha.
—¿Seis días? —dije, incrédula—. ¿Han hecho falta seis días para que esto viaje cincuenta kilómetros?
El señor Windham se encogió de hombros a la defensiva.
Mi padre no había mencionado nada de un paquete. Tras cerrar la puerta, pensé que mi padre no le había mandado ningún paquete a mi madre, que yo recordara, especialmente desde el divorcio. Me devoraba la curiosidad. Hice una parada en el teléfono de la cocina de camino al patio. Mi madre estaba en su despacho y me dijo que se pasaría de camino a enseñar una casa. Estaba tan desconcertada como yo, y detesté oír ese tonillo de emoción en su voz.
Robin parecía adormilarse en su sillón, así que retiré en silencio las copas de vino para lavarlas antes de que mi madre llegara. Lo que menos necesitaba era ver cómo me arqueaba las cejas. En realidad me alegraba tener un descanso. Había estado a punto de hacer algo radical, y casi tan divertido resultaba pensar en lo cerca que había estado como imaginar lo que habría sido de (quizá) hacerlo realmente.
Cuando mi madre atravesó la verja, Robin se despertó (si es que había estado durmiendo de verdad) y los presenté.
Robin mantuvo la cordialidad, estrechó la mano como era debido y admiró a mi madre como si ella estuviese acostumbrada a que la admirasen, desde su pelo perfectamente enlacado hasta sus alargadas y delgadas piernas. Mi madre vestía uno de sus trajes más caros, en este caso de color champán, y parecía toda una experta en ventas. Y realmente lo era en más de una ocasión.
—Es agradable volver a verlo, señor Crusoe —dijo con su voz más fornida—. Lamento que su primera noche en nuestra pequeña ciudad haya sido tan desagradable. Lo cierto es que Lawrenceton es un lugar encantador, y estoy segura de que no lamentará haber cambiado la gran ciudad por esto.
Le entregué la caja. Ella lanzó una inequívoca mirada al remite y se puso a arrancar el envoltorio mientras mantenía una conversación desenfadada con Robin.
—¡Mrs. See’s! —exclamamos mi madre y yo al unísono al ver la caja blanca y negra.
—¿Bombones? —aventuró Robin, inseguro. Tomó asiento cuando lo hice yo.
—Y muy buenos —ratificó mi madre, feliz—. Los venden en el oeste y el medio oeste, pero aquí no se encuentran. Tenía una prima en San Luis que me solía mandar una caja por Navidad, pero murió el año pasado. ¡Roe y yo creíamos que no volveríamos a ver una caja de Mrs. See’s!
—¡Yo quiero los de chocolate y almendra! —le recordé a mi madre.
—Son tuyos —me aseguró—. Ya sabes que solo me gustan los de crema… Hmm. Ninguna nota. Qué raro.
—Imagino que papá recordó cuánto te gustan —supuse, aunque el argumento era muy endeble. De alguna manera, el gesto no era nada típico de mi padre; parecía más bien un regalo impulsivo, ya que aún quedaban varios meses para el cumpleaños de mi madre y de todos modos no le hacía ningún regalo por ese motivo desde el divorcio. Un impulso muy agradable. Pero, como mi padre no hacía nada a impulsos, adopté una honesta cautela.
Mi madre le ofreció la caja a Robin, quien meneó la cabeza. Ella se sentó para dedicarse a la deliciosa tarea de escoger su primera pieza de Mrs. See’s. Era uno de nuestros pequeños rituales navideños favoritos y el clima primaveral enseguida se nos antojó extraño.
—Ha pasado tanto tiempo —musitó. Finalmente suspiró y se decidió por uno—. Aurora, ¿no es este uno de los que van rellenos de caramelo?
Observé el bombón en cuestión. Me senté a la vez que mi madre se levantaba, de modo que pude ver lo que a ella se le había escapado. Había un agujero en la base del bombón.