Read Unos asesinatos muy reales Online
Authors: Charlaine Harris
»Para entonces, los vecinos están atemorizados. Wallace los llama desde el salón delantero, una estancia raramente utilizada.
»Allí está Julia Wallace, tumbada frente a la estufa de gas, sobre una gabardina. La gabardina, parcialmente quemada, no es suya. La han apaleado hasta matarla, con extrema brutalidad y fuerza innecesaria. No la han violado. —Me detuve de repente—. Doy por sentado que Mamie tampoco fue violada —dije débilmente, temiendo la respuesta.
—Hasta donde sabemos, parece que no —contestó Arthur, ausente, sin dejar de tomar apuntes.
Resoplé.
—Bueno, Wallace teoriza que Qualtrough, quien ha de ser el asesino si Wallace es inocente, llamó a la casa cuando él se marchó. Era alguien que evidentemente Julia no conocía bien, o puede que fuese un desconocido total, porque lo llevó al salón de los invitados. —Lo mismo que haría yo con un vendedor de seguros, pensé—. La gabardina, una vieja prenda de Wallace, quizá la utilizó ella para echársela sobre los hombros, ya que en el impoluto salón hacía frío hasta que la estufa, que aparentemente encendió, pudo paliarlo. El dinero robado no fue demasiado, ya que Wallace había estado enfermo esa semana y no había podido recaudar la cantidad habitual. Pero es de presumir que nadie más lo sabía.
»Lo que es seguro es que Julia no estaba teniendo ninguna aventura y jamás había ofendido personalmente a nadie, que la policía pudiera averiguar.
—Y ese es el caso Wallace.
Arthur se perdió en sus pensamientos, sus ojos azules fijados en alguno de sus flecos.
—Flojo, en todo caso —dijo finalmente.
—Así es —convine—. No hay ninguna prueba sólida contra Wallace, salvo que era su marido y la única persona que parecía conocerla lo suficiente como para matarla. Todo lo que dijo podría ser verdad…, en cuyo caso fue juzgado por la muerte de la persona a quien más quería en el mundo mientras que el asesino de verdad disfrutaba de la libertad.
—¿Wallace fue arrestado?
—Y condenado. Pero tras una temporada en la cárcel fue liberado por un fallo único en la justicia británica. Creo que un tribunal superior determinó que no había pruebas suficientes para que un jurado condenara a Wallace, fuese cual fuese la opinión del jurado que sí lo condenó. Pero la prisión y toda la experiencia habían mermado a Wallace notablemente y murió dos o tres años después, aferrado aún a su inocencia. Decía que tenía sospechas de quién era Qualtrough, pero no tenía prueba alguna.
—Yo también habría apostado por Wallace, a tenor de las pruebas —dijo Arthur sin dudarlo—. La probabilidad apunta a Wallace, porque suele ser el marido quien tiene más motivos para eliminar a la esposa…, pero, como no hay pruebas determinantes en uno u otro sentido, casi me sorprende que el Estado decidiera siquiera procesarlo.
—Puede que —añadí sin pensar— la policía tuviese muchas presiones para arrestar a alguien.
Arthur parecía tan cansado y sombrío que intenté cambiar de tema.
—¿Por qué te uniste a Real Murders? —pregunté—. ¿No es un poco raro para un policía?
—No para este —dijo tajantemente. Me hundí en mi sillón—. Mira, Roe, quería ir a la facultad de Derecho, pero no había dinero. —La familia de Arthur era bastante humilde, pensé. Creía recordar que fui al instituto con una de sus hermanas. Arthur debía de tener dos o tres años más que yo—. Pasé dos años en la universidad antes de darme cuenta de que no podría acabar de pagar toda la carrera, ya que no era capaz de trabajar y llevar los estudios. Para entonces, estudiar me había aburrido también, así que decidí abordar el Derecho desde otra perspectiva. No todos los policías son iguales, ¿sabes? —No era la primera vez que pronunciaba ese discurso—. Algunos polis parecen salidos de un libro de Joseph Wambaugh
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, ya que él lo era también y escribe buenos libros. Ruidosos, bebedores, machos, en su mayoría sin educación y en ocasiones brutales. Algunos están mal de la cabeza, como en cualquier oficio, y a otros les gusta pegar. No hay muchos Liberales, con L mayúscula, y muchos menos licenciados universitarios. Pero entre esas líneas generales puedes encontrar a todo tipo de personas. Algunos de mis amigos, algunos policías, se tragan todos los programas sobre la policía que pueden ver en la televisión, así que sabrán cómo actuar. Algunos de ellos —no muchos— leen a Dostoyevski. —La sonrisa casi resultaba extraña en su cara—. A mí me gusta estudiar viejos crímenes, ver cómo los enfocó la policía y analizar su procedimiento. ¿Alguna vez has leído algo sobre el caso de June Anne Devaney, de Balckburn, Inglaterra, eh…, a finales de los años treinta?
—¿La asesina de niños?
—Sí. ¿Sabías que la policía convenció a cada adulto de Blackburn para que se dejaran tomar las huellas dactilares? —El rostro de Arthur casi se iluminó por el entusiasmo—. Así es como cogieron a Peter Griffiths. Comparando cientos de huellas con las que él dejó en el escenario. —Se perdió en la admiración por un instante—. Por esa razón me uní a Real Murders —dijo—. Pero ¿qué sacaba una mujer como Mamie Wright estudiando el caso Wallace?
—¡Oh, vigilar a su marido! —dije con una sonrisa, pero luego sentí una punzada de abatimiento cuando Arthur volvió a abrir su cuadernillo.
Casi con dulzura, Arthur señaló:
—Bueno, este asesinato es de verdad. Un asesinato nuevo.
—Lo sé —dije, y volví a ver a Mamie.
—¿Gerald y Mamie se peleaban mucho?
—Nunca, que yo sepa —indiqué rotundamente. Siempre creí que Wallace era inocente—. Solo parecía que ella lo vigilaba frente a otras mujeres.
—¿Crees que sus sospechas eran fundadas?
—Nunca se me pasó por la cabeza. Gerald es muy tedioso y… Arthur, ¿crees que Gerald pudo hacerlo? —No me refería al aspecto emocional, sino al práctico, y Arthur me entendió.
—¿Sabes por qué dijo Gerald que llegó tarde a la reunión y por qué Mamie fue sola por su cuenta? Gerald recibió la llamada de un desconocido, pidiendo información para un seguro para su hija.
Sabía que me había quedado con la boca abierta. La cerré lentamente, pero temía que no fuese a parecer más inteligente.
—Alguien nos está dando un bofetón en la cara, Arthur —remarqué lentamente—. Quizá te esté desafiando especialmente a ti. Mamie no fue asesinada siquiera por ser quien era. —Aquello era especialmente horrible—. Lo fue simplemente por ser la mujer de un vendedor de seguros.
—Pero te percataste de ello anoche. Lo sabes.
—Pero ¿y si hay más? ¿Y si copia el asesinato de June Anne Devaney y mata a un crío de tres años? ¿Y si copia los asesinatos del Destripador? ¿Y si mata a gente para comérsela, como hizo Ed Gein?
—No imagines tantas pesadillas —respondió Arthur bruscamente. Fue tan directo que seguramente ya lo había pensado por su cuenta anteriormente—. Bien, ahora tengo que anotar todo lo que hiciste ayer, empezando por cuando saliste del trabajo.
Si lo que pretendía era arrancarme de los horrores, lo consiguió. Aunque solo fuese sobre el papel, era una de las personas que debía dar cuenta de sus movimientos; no exactamente una sospechosa, pero sí una posibilidad. Además, mi llegada al club ayudaría a establecer el momento de la muerte. Si bien le había dado todas las vueltas posibles la noche anterior, volví a relatar mis quehaceres más triviales.
—¿Tienes información sobre el caso Wallace que pudieras prestarme? —me pidió, levantándose del sofá a desgana. Parecía más cansado que antes, como si relajarse un momento no hubiese servido de nada más que para recordarle lo agotado que estaba—. También necesitaría una lista de los socios del club.
—Puedo ayudar con el asunto Wallace —dije—, pero la lista se la tendrás que pedir a Jane Engle. Ella es la secretaria de club.
Tenía a mano el libro que había utilizado para preparar la presentación. Hice una comprobación para asegurarme de que tenía mi nombre escrito y le dije a Arthur que lo haría arrestar si no me lo devolvía. Luego salió por la puerta delantera.
Para mi sorpresa, me puso las manos sobre los hombros sin intención de apretarlos.
—No estés tan deprimida —me consoló. Sus grandes ojos azules engulleron los míos. Sentí un escalofrío recorrer mi columna—. Anoche te quedaste con un detalle que a la mayoría le habría pasado desapercibido. Fuiste dura, inteligente y sagaz. —Tomó un mechón suelto de mi pelo y lo enrolló en uno de sus dedos—. Te llamaré —dijo—. Puede que mañana.
Resultó que sí que hablamos, pero antes de lo esperado.
Me percaté de que un camión de mudanzas había aparcado frente al apartamento de Robin Crusoe al acompañar a Arthur hasta la puerta. Por pura curiosidad, cuando sonó el teléfono, decidí responder a todas las llamadas desde el del dormitorio, que tenía un cable muy largo y me permitía espiar el proceso de desembalaje del vecino. Y no dejó de sonar, a medida que la noticia del asesinato de Mamie Wright fue extendiéndose entre los amigos y los compañeros de trabajo. Justo cuando iba a marcar su número, llamó mi padre. Parecía igual de preocupado con mi estado emocional que con la duda de si aún estaba dispuesta a cuidar de Phillip.
—¿Estás bien? —dijo el propio Phillip con voz suave. Normalmente es de los que vociferan, pero es incomprensiblemente tranquilo al teléfono.
—Sí, hermanito, estoy bien —repuse.
—Es que me apetece mucho ir a verte. ¿Puedo?
—Claro.
—¿Vas a hacer una tarta de nueces?
—Puede, si se me pide como es debido.
—¡Por favor, por favor, por favor!
—Mucho mejor. Cuenta con esa tarta.
—¡Bien!
—¿Sientes que te estoy chantajeando? —me preguntó mi padre cuando Phillip le cedió el aparato.
—Pues sí.
—Vale, vale, me siento culpable. Pero es que a Betty Jo le apetece mucho asistir a esa convención. Su mejor amiga de la universidad se casó también con un periodista y ellos van a ir.
—Dile de todos modos que yo cuidaré de él. —Adoraba a Phillip, aunque al principio me horrorizaba siquiera sostenerlo en brazos, dada mi nula experiencia con bebés. Rompiendo una lanza a favor de Betty, ella siempre se esforzó por que Phillip conociese a su hermana mayor.
Tras colgar, el resto del día se abrió ante mí como la boca de una cueva. Como era mi día libre, intenté hacer las cosas típicas de un día libre: pagué las facturas e hice la colada.
Mi mejor amiga, Amina Day, se acababa de mudar a Houston por un trabajo tan bueno que no podía culparla por haberse ido, pero la echaba de menos y no podía evitar sentirme como una pueblerina poco aventurera antes de entrar en la cocina del Centro de Veteranos. Amina no se iba a creer que había tenido una genuina experiencia traumática en pleno Lawrenceton. Decidí llamarla esa noche, y la expectativa me subió el ánimo.
Ahora que el primer impacto de la noche anterior se había disipado, todo me parecía curiosamente irreal, como un libro. Había leído tantos, de ficción y de historias reales, en los que una joven entraba en una habitación (atravesaba un campo, bajaba unas escaleras o cruzaba una calle) y encontraba un cadáver… Podía distanciarme de la realidad de una Mamie muerta pensando en la situación más que en la persona.
Anoté mentalmente todas esas distinciones mientras tomaba un nutritivo almuerzo de Cheezits
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y atún. Todos esos pensamientos me llevaron de nuevo a la conclusión de que me habían pasado tan pocas cosas en la vida que, para una vez que pasaba una, no podía dejar de darle vueltas. No quedaría un solo momento sin absorber o analizar.
Estaba claro que había que tomar cartas en el asunto.
Con el sabor del almuerzo aún en la boca, fue fácil decidir que esas cartas debían materializarse en un viaje a la tienda de comestibles. Confeccioné una de mis metódicas listas y reuní mis cupones.
Como cabía esperar, la tienda estaba hasta arriba por ser sábado, y vi a mucha gente que sabía lo ocurrido la noche anterior. Yo era reacia a hablar del asunto con personas que no hubieran estado allí. Nadie me había dicho que no hablara de la relación del asesinato con otro más antiguo, pero no tenía sentido que se lo fuese contando a la gente de la cola. Pero incluso las respuestas monosilábicas que daba me ralentizaron considerablemente, y cuarenta minutos más tarde aún iba por la mitad de mi lista. Cuando estaba en el puesto de la carnicería debatiéndome entre la hamburguesa fina y la extrafina, oí unos golpes. Me puse cada vez más nerviosa, hasta que alcé la mirada. Benjamin Greer, el único socio de Real Murders que no había asistido a la última reunión, estaba dando golpecitos en el cristal que separaba a los carniceros del mostrador de la carne. Detrás de él unas brillantes máquinas metálicas cumplían con su cometido mientras que otro carnicero con un delantal ensangrentado, como el de Benjamin, empaquetaba carne para asar.
Benjamin era un hombre corpulento con una etérea cabellera rubia que se repeinaba sobre la incipiente calvicie. Había intentado dejarse bigote para compensar el menguante pelo del cráneo, pero daba la impresión de que tenía el labio superior sucio y me alegró ver que se lo había afeitado. No era muy alto, ni tampoco muy avispado, y trataba de contrarrestar esos rasgos con una cordialidad digna de un cachorrillo y una disposición a hacer casi cualquier cosa que se le pidiese. Por otro lado, si no necesitabas su ayuda, por mucho tacto y delicadeza que empleases en hacérselo entender, se volvía hosco y autocompasivo. Benjamin era una persona difícil, uno de esos tipos que hacen que te avergüences de ti misma si no te cae bien, y al mismo tiempo es casi imposible que te caiga bien.
A mí no me gustaba, por supuesto. Me pidió salir con él tres veces y cada una de ellas, con una profunda vergüenza de mí misma, le dije que no. Por muy desesperada que estuviese por tener una cita, mi estómago no soportaba la idea de tenerla con Benjamin.
Intentó meterse en una iglesia fundamentalista, intentó entrenar a la liga de alevines y ahora lo intentaba con Real Murders.
Le dediqué una sonrisa hipócrita y maldije a la carne de hamburguesa que me había llevado a tenerlo delante.
Atravesó a toda prisa la puerta abatible a la derecha de la carne. Me esforcé para no perder los modales.
—La policía vino a mi apartamento anoche —dijo sin resuello—. Querían saber por qué no había asistido a la reunión.
—¿Qué les contaste? —pregunté sin rodeos. El delantal ensangrentado me estaba poniendo mal cuerpo. De repente, las hamburguesas me parecieron algo asqueroso.