Read Unos asesinatos muy reales Online
Authors: Charlaine Harris
—Mamá, no recuerdo cuándo se estableció Real Murders. Hará unos tres años, supongo. Hubo una firma de libros en Thy Sting, la tienda de libros de misterio de la ciudad. Todos los que ahora estamos en el club fuimos al evento, que se celebraba a propósito de un libro basado en un asesinato auténtico. Fue una coincidencia de lo más curiosa, todos allí presentes, de Lawrenceton e interesados en las mismas cosas. Así que decidimos llamarnos entre nosotros para organizar alguna cosa en común en nuestra propia ciudad. Decidimos celebrar una reunión mensual, y el formato fue evolucionando con el tiempo: una lectura y debate sobre un asesinato auténtico la mayoría de las veces y asuntos relacionados, otras. —Me encogí de hombros. Empezaba a cansarme de explicar lo que era Real Murders. Esperaba que mi madre cambiase de tema, como siempre había hecho anteriormente cada vez que intentaba hablar de mi interés en el club.
—Antes me comentaste que creías que el asesinato de Mamie Wright era una imitación de otro real —insistió, sin embargo—. Y dijiste también que Jane Engle está convencida de que los bombones que nos mandaron fueron otra imitación. ¿Lo está cotejando?
Asentí.
—Corres peligro —dijo mi madre con un hilo de voz—. Quiero que abandones Lawrenceton hasta que pase todo esto. No te salpicará todo esto, como a la pobre Melanie con todo ese embrollo del bolso escondido en su coche, si estás fuera de la ciudad.
—Eso sería genial, mamá, pero da la casualidad de que tengo un trabajo. ¿Se supone que debería ir a mi jefe y decirle que mi madre teme que me pueda pasar algo, y que por ello tengo que salir de la ciudad durante un periodo indefinido? ¿Que el señor Clerrick me reserve la plaza?
—¿Es que no tienes miedo? —me preguntó, furiosa.
—¡Claro que sí! ¡Si hubieses visto de lo que es capaz el asesino, si hubieses visto la cabeza de Mamie Wright, o lo que quedaba de ella, tú también lo tendrías! Pero ¡no puedo irme! ¡Tengo una vida!
Mi madre no dijo nada, pero su respuesta natural, manifestada por sus increíbles cejas, era: «¿Desde cuándo?».
Volví a casa con un plato lleno de sobras para cenar, como de costumbre, y decidí pasar un final de domingo lleno de autocompasión. Las tardes de domingo son ideales para eso. Me quité mi bonito vestido (diga lo que diga Amina, tengo ropa muy bonita y favorecedora) y me puse lo más cómodo e informal que encontré. Me quité el maquillaje y me revolví el pelo.
Lo que más odiaba era limpiar las ventanas, así que decidí que era el día perfecto para hacerlo. El cielo se había despejado un poco y ya no esperaba que lloviese, así que me armé con toda la parafernalia de limpieza de ventanas y me puse con las de abajo, rociando con un producto de limpieza y frotando de mala gana para luego repetir todo el proceso. Llevaba conmigo mi escabel, con el que apenas llegaba a lo más alto de los cristales. Cuando estuvieron brillantes, subí a paso lento las escaleras, paño y botella de limpiador en mano, y seguí la tarea en el cuarto de invitados. Desde allí se dominaba el aparcamiento. Tenía una inmejorable vista de la pareja de ancianos de la casa de al lado, los Crandall, que volvían de su paseo dominical. Quizá habían ido a comer a casa de alguno de sus hijos casados. Tenían varios hijos en la ciudad, y recordaba a Teentsy Crandall mencionar que también tenían al menos ocho nietos. Teentsy y su marido, Jed, reían juntos y él le daba palmadas en el hombro mientras abría la verja. Tan pronto como entraron en la casa, el coche azul de Bankston penetró en su parcela y de él salieron Bankston y Melanie cogidos de la mano. Hasta para mí, que no era ninguna experta en la materia, me resultaba evidente que no veían la hora de cerrar la puerta de casa tras de sí.
Algo inigualable como broche final a una tarde de autocompasión. ¿Cuáles eran mis expectativas inmediatas?, me pregunté retóricamente. «Sesenta minutos», y puse a calentar las sobras de asado.
Decidí aceptar el consejo de Amina. Iría a la tienda de su madre a las diez de la mañana, en cuanto abriese. Con un poco de suerte y mi tarjeta de crédito, estaría lista para mi viaje a la gran ciudad para comer con Robin Crusoe.
Al final decidí que, después de todo, sí que podía invertir el resto de la tarde en algo útil. Cogí mi agenda de números y empecé a hacer llamadas.
A las ocho ya estaban todos allí. Mi casa estaba atestada. Jane, Gerald y Sally ocupaban los mejores asientos, mientras que los demás estaban en unas sillas del comedor pequeño o sentados en el suelo, como los tortolitos de Melanie y Bankston. Decidí no llamar a Robin, ya que solo había estado en Real Murders una vez; y qué vez. LeMaster Cane estaba sentado alejado de los demás, no hablaba con nadie y su expresión era deliberadamente neutra. Gifford se había traído a Reynaldo y los dos estaban hechos un ovillo con la espalda apoyada en la pared irradiando un aire hosco. Gerald aún parecía afectado, su rostro redondeado algo tenso. Benjamin Greer intentaba entablar amistad con Perry Allison, que sonreía abiertamente. Sally procuraba no mirar a su hijo al tiempo que mantenía una conversación esporádica con Arthur, que mostraba un aspecto agotado. La cabeza pálida de John estaba inclinada hacia Jane, quien hablaba en voz baja.
Incluso en aquellas circunstancias, me sentí tentada de levantarme y decir: «Supongo que os preguntaréis por qué os he pedido que vinierais», pero me faltó el valor. Además, ellos ya lo sabían.
Di por hecho que John tomaría la batuta, ya que era nuestro presidente. Pero se limitó a mirarme con expectación, y me di cuenta de que me correspondía a mí arrancar la reunión.
—Amigos —dije en voz alta, y los retazos de conversaciones se extinguieron como si los hubiese cercenado un cuchillo. Hice una pausa, tratando de ordenar las ideas y Gifford pidió:
—Levántate para que todos podamos verte.
Vi que varias cabezas asentían y le hice caso.
—En primer lugar —proseguí—, quiero expresar a Gerald nuestro pésame y aflicción por la pérdida de Mamie. —Gerald miró a su alrededor con languidez, acusando recibo de los murmullos de simpatía con un gesto de la cabeza—. Asimismo —continué—, creo que tenemos que hablar de lo que nos está pasando. —Ahí conseguí la plena atención de todos—. Supongo que todos estáis al corriente de los bombones manipulados que nos han mandado a mi madre y a mí. No me atrevo a decir que estuvieran envenenados, porque no me consta, por lo que no sé si la intención era la de matarnos. Pero intuyo que podemos suponerlo. —Paseé la mirada para comprobar si alguien no estaba de acuerdo. Nadie—. Por supuesto, todos sabéis también que el bolso de Mamie se encontró en el coche de Melanie.
Melanie agachó la cabeza, avergonzada, ocultando su rostro tras su lisa melena negra. Bankston la rodeó con el brazo y la atrajo hacia sí.
—Como si ella fuese capaz de tal cosa —dijo, encendido.
—Eso lo sabemos todos —afirmé.
—Por supuesto —se unió Jane, indignada.
—Sé —proseguí con sumo cuidado— que Sally y Arthur se encuentran en una posición muy delicada esta noche. Puede que Sally quiera informar al periódico de nuestra reunión y Arthur tendrá que contarle a la policía que estuvo aquí y lo que pasó. Lo veo. Pero espero que Sally esté de acuerdo en que lo que tratemos esta noche no sea público.
Todos miraron a Sally, que echó para atrás su broncínea cabeza y nos respondió con una sonrisa.
—La policía no quiere que diga que el asesinato fue una imitación —dijo, exasperada—. Pero todos en Real Murders se lo han contado a alguien de todos modos. Estoy perdiendo el mejor reportaje de mi vida. Y ahora queréis que no mencione esta noche. Es como pedirle a Arthur que deje de ser poli un par de horas.
—¿Quiere decir eso que te harás eco de esta reunión? —preguntó Gifford inesperadamente—. Porque si esto sale a la luz, me largo ahora mismo.
Se quedó mirando a Sally, atusándose la cabellera.
—Oh, está bien —dijo Sally. Entrecerró los ojos mientras recorría la habitación con la mirada—. ¡Pero os advierto que es la última vez que no usaré lo que se diga sobre los asesinatos!
Eso nos dejó a todos mudos por un instante.
—¿Para qué nos has convocado, querida? —preguntó Jane.
Buena pregunta. Me tiré a la piscina.
—El asesino probablemente sea uno de nosotros, ¿no? —dije con nerviosismo.
Nadie movió un músculo. Nadie volvió la mirada a quien tuviera al lado.
Una presencia allí redobló su poder envuelta en el silencio. Esa presencia era el miedo, por supuesto. Todos estábamos asustados, o empezábamos a estarlo.
—Quizá sea enemigo de alguno de nosotros —dijo Arthur finalmente.
—Vale, ¿quién tiene enemigos? —inquirí—. Sé que suena ingenuo, pero, por el amor de Dios, tenemos que pensar o seguiremos estando con el agua al cuello hasta que muera otra persona.
—Creo que exageras —terció Melanie. Lo cierto es que sus labios lucían una sonrisa un poco especial.
—¿Cómo, Melanie? —preguntó Perry de repente—. ¿Cómo podría Roe estar exagerando esto? Todos sabemos lo que ha pasado. Está claro que no hace falta ser un genio para saber que el asesinato de Mamie pretendía emular el de Julia Wallace. Uno de nosotros está como una cabra. Y, de tanto leer al respecto, todos sabemos que un asesino psicótico puede ser inofensivo como una golosina por fuera y un lunático por dentro. ¿Qué me decís de Ted Bundy?
—Solo quería decir…—intentó añadir Melanie, insegura—. Solo digo que es posible, no lo sé, que alguien que no conozcamos esté haciendo esto, alguien con quien no tengamos relación alguna. Quizá la presencia de un grupo como el nuestro haya desencadenado esto en alguna mente retorcida.
—Y a lo mejor los cerdos vuelan —murmuró Reynaldo, y Gifford se rio.
No era una risa normal, y la presencia empezó a rebotar la estancia como una fuerza ciega, dispuesta a medrar en el primero que se prestase. La gente estaba cada vez más nerviosa. Había cometido un error, y no estábamos consiguiendo nada.
—Si alguno de vosotros tiene un enemigo, alguien que sepa de vuestra participación en Real Murders, alguien que quizá haya leído vuestras anotaciones del club o vuestros libros, que se haya interesado en lo que estudiamos, ahora es el momento de pensar en esa persona —dije—. Si no podemos dar con alguien con ese perfil, esta es la última reunión del club.
Aquello volvió a sumirlos a todos en un manto de silencio de pura asimilación.
—Por supuesto —resopló Jane Engle—. Este es nuestro fin.
—Puede que lo sea literalmente, de más de uno, si no se nos ocurre algo —dijo Sally a bocajarro—. Quienquiera que esté detrás, no se va a detener. ¿Alguno ve que esto vaya a parar? Ni de lejos. Alguien se lo está pasando en grande, y apuesto lo que sea a que se encuentra en esta sala.
—Tengo cosas mejores que hacer que permanecer en un sitio donde llueven las acusaciones —restalló Benjamin—. Ahora estoy metido en política, y de todos modos habría abandonado el club. Que a nadie se le ocurra intentar matarme, porque le estaré esperando.
Se dirigió hacia la puerta en medio de un mar de susurros incómodos y, antes de que la cerrase tras de sí, Gifford comentó claramente:
—Nadie se molestaría en matar a Benjamin. Menudo capullo.
Creo que todos sentíamos algunas variaciones en el tema.
—Lo siento —les dije a todos—. Pensé que podría lograr algo. Pensé que si estábamos todos juntos, podríamos recordar algo que ayudaría a resolver este horrible crimen.
Todo el mundo empezó a removerse, dispuestos a lidiar con cualquier cosa que pudiese surgir.
John Queensland exhibió un inesperado sentido del drama.
—Queda aplazada la última reunión de Real Murders —anunció formalmente.
Tenía un aspecto estupendo. La madre de Amina meneó la cabeza pensativamente cuando le dije que necesitaba algo nuevo que ponerme para almorzar en la ciudad, y que debía ser algo que me sirviese también para ir a trabajar. Eso último se salía del guion que Amina me había dado, pero no era ella quien pagaba la factura. La señora Day pasó las apretadas perchas con mano profesional. Su mirada saltaba de las blusas a mí con ojos entornados mientras yo intentaba no parecer tan tonta (o quizá desesperada) como me sentía.
Sacó una blusa de color marfil con unos motivos de enredadera verde oscuros que se abrían paso de abajo arriba, a juego con un lazo del mismo color («A tu edad, querida, no necesitas nada más claro, es demasiado juvenil») que anidaba en las indómitas ondulaciones de mi pelo con rotunda feminidad. También me dio unos pantalones marrones con un cinturón ancho y pliegues extravagantes, aparte de unos zapatos. Deslicé los pies dentro para llevármelos puestos de la tienda. La señora Day chasqueó la lengua al examinar mi pintura de labios (no era lo bastante oscura), pero me mantuve en mis trece. Odiaba pintarme los labios.
No es que fuese un conjunto espectacular, pero sin duda suponía todo un cambio en mí. Me sentía genial, y mientras conducía fuera de la ciudad en dirección a la interestatal que la rodeaba, estaba bastante convencida de que Robin acabaría impresionado.
Me sentí menos segura cuando oteé por la puerta de panel acristalado del aula. Tal como predijo Amina, había un montón de «chicas monas» de universidad en el taller de escritura creativa de Robin. Estaba dispuesta a apostar que la aplastante mayoría escribía poesía relacionada con el hambre en el mundo y relaciones sentimentales con finales tristes. Al menos cinco de ellas no llevaban sujetador. Los cuatro hombres del taller eran de la variedad seria y desaseada. Probablemente lo suyo eran las piezas existenciales. O quizá poesías sobre relaciones con finales tristes.
Cuando los demás se levantaron para marcharse, dos de las chicas monas se rezagaron para lucir sus encantos ante Robin. Sonreí, pensando en Amina, al entrar en el aula.
Robin creyó que la sonrisa iba por él y me la devolvió.
—Me alegra que hayas encontrado el aula sin problema —dijo, y las jovencitas (recordé que no eran niñas) se volvieron para mirarme—. Lisa, Kimberly, os presento a Aurora Teagarden. —Oh, vaya, esa no me la esperaba. Robin y sus modales. La morena parecía incrédula y la rubia rio disimuladamente antes de poder evitarlo—. ¿Lista para almorzar? —preguntó Robin, y las caras de las dos jovencitas se pusieron tensas.
Gracias, Robin.
—Sí, vámonos —dije audiblemente, sin perder la sonrisa.
—Claro. Bueno, nos vemos en clase el miércoles —señaló Robin a Lisa y Kimberly. Salieron del aula con los brazos llenos de libros y Robin guardó un par de antologías en su maletín—. Permíteme que deje esto en mi despacho —dijo. El despacho estaba justo al otro lado del pasillo, y estaba repleto de libros y papeles, aunque no eran suyos, según me explicó—. Se suponía que James Artis iba a dar tres talleres de escritura y una clase de Historia de la Novela de Misterio, pero cuando sufrió un infarto, me recomendó a mí.