Read Unos asesinatos muy reales Online
Authors: Charlaine Harris
—¿Y por qué lo aceptaste? —pregunté. Salimos andando del campus en dirección a un restaurante de sándwiches y ensaladas justo al final de la calle.
—Necesitaba un cambio —explicó—. Estaba cansado de permanecer encerrado en un cuarto escribiendo todo el día. Llegué a escribir tres novelas seguidas sin apenas descansar entre ellas y me faltaban ideas para la siguiente, así que la enseñanza me pareció de lo más interesante. James me recomendó Lawrenceton como un lugar donde no me arruinaría pagando un alquiler, y dado que pasé un par de semanas en una de las habitaciones libres de la residencia masculina, me alegré sobremanera de encontrar la casa que ahora ocupo.
—¿Tienes previsto quedarte mucho tiempo? —pregunté con delicadeza.
—Eso depende del éxito de los talleres y la clase —dijo— y de la salud de James. Podría quedarme por la zona aunque dejase la universidad. Esto me gusta tanto como el sitio donde viví antes. La verdad es que ya no tengo raíces en ninguna parte. Mis padres se han jubilado en Florida, así que no tengo muchos motivos para volver a mi ciudad natal…, San Luis —añadió en respuesta a la pregunta que no había formulado.
Mantuvo abierta la puerta del restaurante. El sitio estaba lleno de helechos y las camareras y los camareros lucían delantales idénticos y vaqueros por debajo. El que nos tocó se llamaba Don, y parecía contento de servirnos. Habían sintonizado una cadena de radio de rock suave para todos los que nos considerábamos de la vieja guardia, de entre los veintiocho y los cuarenta y dos. Mientras estudiábamos la carta, decidí empezar a insinuarme, tal como me instruyó Amina. Mientras pedíamos, debí de apuntar mal, ya que Don se puso rojo y apenas podía evitar mirarme el escote. Robin pareció captar el grueso de las señales y, no sin cierto titubeo (era mediodía, estábamos en un local público y tenía que dar clase esa tarde), me cogió la mano sobre la mesa.
Nunca supe cómo reaccionar ante una situación así. Las ideas siempre se me disparaban. «Vaya, me ha cogido de la mano; ¿significa eso que quiere acostarse conmigo, salir otra vez o qué?». Y es que tampoco sabía dónde mirar. ¿A los ojos? Demasiado directo. ¿A la mano? Bastante estúpido. ¿Debía mover la mano para agarrar la suya? Incómodo. Nunca fui demasiado buena con estas cosas.
Por fin llegaron las ensaladas, así que separamos las manos para hacernos con los cubiertos, un poco aliviados, confesaré.
Me estaba preguntando si debía seguir insinuándome mientras comíamos, cuando me di cuenta de que James Taylor
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dejó de cantar por los altavoces y empezaron las noticias. El nombre de mi ciudad siempre llamaba mi atención. La voz neutral de una mujer decía: «En otro orden de cosas, el candidato a la alcaldía de Lawrenceton, Morrison Pettigrue, ha sido hallado muerto hoy. Pettigrue, de treinta y cinco años, concurría a las elecciones por el Partido Comunista. Su director de campaña, Benjamin Greer, halló a Pettigrue muerto por heridas de puñal en la bañera de su vivienda en Lawrenceton. Había papeles flotando en el agua, pero la policía no ha dicho si alguno de ellos contenía una nota de suicidio. Las autoridades no tienen sospechosos y han rehusado especular sobre si la muerte se debió, como sostiene Greer, a un asesinato político».
Nuestros tenedores se quedaron paralizados a medio camino. Robin y yo nos quedamos mirándonos como dos tontos. La sensualidad se había evaporado.
—En la bañera —dijo Robin.
—Con un cuchillo. Y el remate de los papeles.
—Marat —dijimos al unísono.
—Pobre Benjamin —añadí yo. Nos había repudiado para seguir su propio camino, y el camino le había dado una patada en la entrepierna.
—Smith reconocerá el crimen, ¿no? —dijo Robin al cabo de infructuosas especulaciones por nuestra parte.
—Eso espero —contesté confiadamente—. Arthur es inteligente y ha leído mucho.
—¿Llegaste a descubrir si los bombones encajaban con algún patrón?
—Llamé a Jane Engle —le conté, y le expliqué quién era y por qué su memoria era tan fiable. Él solo había coincidido una vez con los socios de Real Murders—. Está buscando.
—¿Crees que dará con el caso para la noche de mañana? —preguntó.
—Bueno, puede que hoy la vea. A lo mejor ya habrá encontrado algo.
—¿Hay algún buen restaurante en Lawrenceton?
—Bueno, está el Carriage House. —Tal como rezaba su nombre en inglés, era una auténtica cochera y hacía falta reservar. Era el único establecimiento de Lawrenceton con ínfulas suficientes como para poder hacerlo. Di los nombres de algunas alternativas, pero el Carriage House le gustó más que ningún otro.
—Este almuerzo está siendo un fiasco, apenas hemos tocado las ensaladas —señaló—. Permíteme que te lleve a cenar mañana y podremos hablar y comer como es debido.
—Vaya, gracias. Encantada. El Carriage House es un sitio elegante —añadí, y me pregunté si la indirecta le ofendería.
—Gracias por avisar —respondió Robin para alivio mío—. Te acompañaré de vuelta a tu coche.
Cuando miré el reloj, comprobé que tenía razón. Tanto caminar, insinuarme y especular había agotado casi todo mi tiempo y tenía que llegar a tiempo al trabajo.
—Si no te importa hacer la reserva, te recogeré mañana a las siete —dijo Robin cuando llegamos a mi coche.
Bueno, al menos teníamos otra cita, aunque algo me decía que no era la típica cita social. Robin tenía un interés profesional en los asesinatos, pensé, y yo era la lugareña que podía interpretar el escenario para él. Pero me dio un beso en la mejilla cuando iba a entrar en el coche y no paré de cantar a James Taylor mientras conducía de vuelta a Lawrenceton.
Era mucho mejor que imaginar la horrible escena de Morrison Pettigrue tiñendo de escarlata el agua de la bañera con su propia sangre.
—Cordelia Botkin, 1898 —susurró Jane, triunfante.
Se me había acercado por la espalda mientras estaba recolocando una serie de libros que habían devuelto. Me encontraba al final de una estantería, cerca de la pared, a punto de rodear el extremo con mi carro hacia la siguiente tanda. Resoplé hacia mi pecho, cerré los ojos y recé para ser capaz de perdonarla. La mañana del martes había ido tan bien hasta ese momento…
—¡Roe, lo siento! Creí que me habías oído llegar.
Negué con la cabeza. Procuré no apoyarme en el carro con demasiada obviedad.
—¿Cordelia qué? —conseguí articular finalmente.
—Botkin. Es lo que más se le acerca. En realidad no encaja del todo, pero sí lo suficiente. Fue tan chapucero que creo que resultó de la improvisación. O puede incluso que debiera ocurrir antes de la muerte de Mamie Wright.
—Puede que tengas razón, Jane. La caja de bombones tardó seis días en llegar y la enviaron desde la capital, así que quienquiera que lo hizo pensó que llegaría al cabo de dos o tres días.
Miré alrededor para comprobar que no había nadie escuchando. Lillian Schmidt, otra bibliotecaria, estaba colocando libros varias estanterías más allá, pero no lo bastante cerca como para poder escucharnos.
—¿Y cómo encaja, Jane?
Jane abrió la libreta que siempre parecía acompañarla.
—Cordelia Botkin vivía en San Francisco. Fue la amante de John Dunning, jefe de departamento de Associated Press. Él había dejado a su mujer en… —Jane repasó sus notas— Dover, Delaware. Botkin escribió a la mujer varias cartas anónimas antes. ¿Recibió tu madre alguna?
Asentí. Con un labio superior más rígido que el mármol, mi madre le había contado a Lynn Liggett algo que jamás pensó que sería lo bastante significativo como para decírmelo a mí: había recibido una larga, incomprensible y desagradable nota anónima en el buzón pocos días antes de que llegasen los bombones. Pensó que el episodio era tan desagradable e irrelevante que no quería «molestarme» con ello. La tiró a la basura, por supuesto, pero la habían escrito a máquina.
Estaba dispuesta a apostar a que la habían escrito con la misma máquina que se utilizó para escribir la dirección de envío de los bombones.
—En fin —dijo Jane después de repasar de nuevo sus notas—, Cordelia decidió finalmente que Dunning iba a volver con su mujer, así que envenenó algunos bombones y se los mandó a la señora. Ella y una amiga suya murieron.
—Murieron —repetí lentamente.
Jane asintió, manteniendo la mirada discretamente en sus notas.
—Tu padre sigue en el sector de la prensa, ¿no es así, Roe?
—Sí, pero no es periodista, sino que está en el departamento de publicidad.
—Y está viviendo con su nueva esposa, que podría representar a la «otra mujer».
—Bueno, sí.
—Entonces es evidente que el asesino vio una similitud remota y aprovechó la oportunidad.
—¿Le has contado algo de esto a Arthur Smith?
—Pensé que debería hacerlo —dijo Jane con un amplio gesto de asentimiento.
—¿Y qué ha dicho? —pregunté.
—Quiso saber de qué libro saqué la información, lo apuntó, me dio las gracias, diría que algo abrumado, y se despidió. Tengo la impresión de que ha tenido dificultades para convencer a sus superiores de la relevancia de estos asesinatos. ¿Sabes ya lo que había en los bombones?
—No, se llevaron la caja al laboratorio estatal para analizarla. Arthur nos advirtió que algunas de las pruebas llevan su tiempo.
Lillian estaba cada vez más cerca y parecía sentir curiosidad, algo crónico en ella. Pero lo cierto era que últimamente todos mis compañeros sentían un interés extraordinario hacia mí. Una tranquila bibliotecaria encuentra un cadáver una noche de viernes cuando se reúne en un club de lo más extraño, recibe una caja de bombones alterados el sábado y aparece vestida con ropa completamente nueva e inusual el lunes, para mantener una conversación susurrada con una mujer nerviosa al día siguiente.
—Será mejor que me vaya. Te estoy entreteniendo —murmuró Jane. Conocía bastante bien a Lillian—. Pero es que me emocioné tanto al descubrir el patrón que no pude evitar venir corriendo a contártelo. Por otro lado, es evidente que la muerte de ese comunista fue una imitación del asesinato de Marat. ¡Pobre Benjamin Greer! Las noticias dicen que él encontró el cuerpo.
—Jane, te agradezco la labor de investigación —le susurré de vuelta—. La semana que viene te invito a almorzar en agradecimiento. —Lo último de lo que me apetecía hablar era del asesinato de Morrison Pettigrue.
—Oh, por Dios, no es necesario. Me has dado algo con lo que entretenerme. Hacer sustituciones en la escuela y aquí es divertido, pero nada en comparación con identificar el patrón de un asesinato. Aun así, sospecho que tendré que buscarme una afición nueva. Todas esas muertes, ese miedo. Empieza a ser demasiado para mí. —Y Jane suspiró, aunque no estaba muy segura de si se debía a las muertes de Mamie Wright y Morrison Pettigrue o porque tendría que buscarse una afición nueva.
Me encontraba en la segunda planta de la biblioteca, que es una amplia galería que se extiende por tres paredes y domina la planta baja, donde están los libros infantiles, las publicaciones periódicas y el mostrador de préstamo. Estaba observando a Jane dirigirse hacia la puerta de salida y pensando en Cordelia Botkin cuando me percaté de que otra persona abandonaba el edificio. Era la detective Lynn Liggett. El director de la biblioteca, Sam Clerrick, la acompañaba hasta la puerta. Fue una desagradable sorpresa para mí. Solo podía imaginar que había estado allí para hacer preguntas sobre mí. ¿Sería para conocer mis horarios? ¿Querría saber más sobre mi personalidad? ¿Cuánto había trabajado el día del asesinato?
Llena de incómodas dudas, doblé la esquina de la siguiente fila de estanterías. Reanudé la colocación de libros con el piloto automático puesto, incapaz de dejar de pensar en la visita de la detective Liggett. Sam Clerrick no tenía nada malo que contarle acerca de mí, razoné. Era una empleada muy meticulosa. Siempre era puntual y casi nunca me ponía enferma. Nunca me había enfrentado con ningún cliente, por muy tentada que me hubiese sentido, especialmente a los padres que dejaban a sus hijos en la biblioteca durante el verano con instrucciones de pasárselo bien durante un par de horas mientras mamá y papá se iban de compras.
Entonces ¿de qué me preocupaba? Me solté un sermón. Me afectaba demasiado formar parte de una investigación criminal. Era prácticamente mi deber cívico no molestarme por ser objeto del escrutinio policial.
Me pregunté si existía una posibilidad razonable de considerarme sospechosa del asesinato de Mamie. Pude haberlo hecho, claro que sí. Había estado en casa sin testigos de ello durante más de una hora antes de salir hacia la reunión. Quizá alguno de los vecinos podría declarar que mi coche estaba en su sitio habitual, aunque eso no constituiría una prueba concluyente. Es de suponer que si hubiese encontrado un lugar donde se vendiesen los bombones Mrs. See’s, pude habérmelos enviado a mí misma. Pude haber escrito la dirección con una de las máquinas de escribir de la biblioteca. ¡A lo mejor la detective Liggett había tomado muestras de todas las que teníamos! Aunque, si alguna de ellas encajaba, eso no demostraría que yo hubiese escrito nada. Y si no encajaba ninguna, pude haber usado otra… Quizá la del despacho de mi madre.
Pero el asesinato de Morrison Pettigrue era un asunto completamente distinto. Jamás lo conocí, y desde luego que nunca podría hacerlo. Ni siquiera sabía dónde vivía hasta que me lo dijo otra bibliotecaria, pero, bien pensado, eran estas cosas lo que no podía demostrar. La ignorancia es algo muy difícil de demostrar. Además, si lo asesinaron a última hora del domingo, tras la infructuosa última reunión de Real Murders, no tenía ninguna coartada. Me había quedado sola, en casa, compadeciéndome de mí misma.
Aun así, si por algún milagro se demostrase que el asesinato tuvo lugar en las horas que estuvimos reunidos, ¡todos estaríamos libres de sospecha! Sería demasiado bueno para ser verdad.
Estaba tan ocupada tratando de imaginar todos los pros y los contras de arrestarme que me di de bruces con Sally Allison. Estaba mirando los libros de costura, que abundaban en nuestra biblioteca. Lawrenceton era como una capital del bordado.
Susurré una disculpa. Sally hizo lo propio.
—No pasa nada.
Pero Sally se quedó petrificada en el sitio, los ojos clavados en los volúmenes que tenía delante. Sally había frecuentado bastante la biblioteca durante los dos últimos meses, incluso durante lo que yo suponía que eran sus horas de trabajo. En realidad no creía que fuese a ver libros, aunque siempre se llevaba alguno. Estaba convencida de que venía a vigilar a Perry. No me sorprendía, después de lo que me había contado Amina. Me di cuenta de que a veces Sally ni siquiera hablaba con su hijo, sino que lo vigilaba desde la distancia, como si buscase algún síntoma de problemas.