Read Unos asesinatos muy reales Online
Authors: Charlaine Harris
—Pero ¿qué hay de la caja de bombones? ¿Por qué hizo eso? Mi madre no lo conoce en absoluto.
—Dice que eso lo hizo Morrison porque pensaba que tu madre era un exponente de lo peor del capitalismo.
—Mi madre, ¿Morrison Pettigrue? No me lo creo —farfullé de forma inconexa.
—¿Es que no quieres que esto acabe?
—¡Claro que sí! Pero no me creo que lo haya hecho él. Ojalá fuese cierto, pero no lo creo.
—Pues ha convencido a mucha gente de por aquí.
—¿Sabía dónde estaba escondida la hachuela?
—Eso ya lo sabe toda la ciudad.
—¿Sabía que estaba en un maletín?
—Eso también lo sabe todo el mundo a estas alturas.
—Vale, ¿a quién le robó el hacha para matar a los Buckley?
—Eso no lo ha dicho todavía.
—Gifford Doakes me ha dicho esta noche que se la robaron a él.
—¿Eso ha hecho? —Por primera vez, la voz de Arthur mostraba algo de entusiasmo—. Gifford no ha llegado todavía a la comisaría. Al menos por lo que yo sé.
—Bueno, esta noche, en la biblioteca, me dijo que le habían robado el hacha y me preguntó si la que encontramos tenía el mango envuelto en cinta aislante. Yo no saqué el tema. De hecho, lo había olvidado.
—Pasaré la información a los compañeros que están interrogando a Greer —prometió Arthur—. Puede ser una de las preguntas de control. Pero por alguna razón, Roe, el tipo es convincente. Pienso que se cree su propia historia. Y tenemos un testigo.
Robin había dejado de lado la cortesía y estaba a mi lado escuchando lo que decía. Sus cejas se extendían sobre la frente en gesto interrogador. Agité la mano para que guardara silencio.
—¿Un testigo del asesinato?
—No, un testigo que le vio dejar el hacha en el callejón.
Recordé la excitación de Lynn cuando interrogó a la joven madre en los apartamentos. Apostaba a que ella era el testigo.
—¿Y qué vio la mujer? —pregunté sin ambages.
—Escucha, esto es un asunto policial del que no puedo darte detalles —cortó Arthur.
—Lamento si me estoy entrometiendo, pero estoy metida en esto hasta el cuello, según la propia Lynn Liggett y tu jefe, Jack Burns.
—Pues ya estás libre de sospecha.
—Me parece demasiado fácil. No creo que haya acabado.
—Me voy a casa a dormir —dijo Arthur, y el cansancio hizo que se le escapase un gallo—. Dormiré hasta que las ranas críen pelo. Y cuando me levante, hablaremos de ir a patinar.
—Está bien —contesté lentamente—. Escucha, acabo de recordar que mi hermano pequeño, Phillip, vendrá mañana a pasar el fin de semana.
—Pues que se venga con nosotros —respondió Arthur suavemente apenas sin perder el ritmo de la conversación.
—Vale. Hasta luego entonces. —Colgué con una sonrisa; no lo podía evitar—. Puede que todo haya terminado, Robin —dije, casi llorando.
Se quedó boquiabierto.
—¿Estás diciendo que ya no debemos seguir preocupándonos? —preguntó.
—Eso parece. Un testigo sitúa a Benjamin Greer, uno de los socios de Real Muders que no estuvo en la reunión la noche que mataron a Mamie, dejando el maletín en la boca de alcantarilla. Lo ha confesado todo, salvo el envío de los bombones, atribuyéndoselo a Morrison Pettigrue, quien lo habría hecho antes de que lo matara. Tendré que llamar a mi madre. Pettigrue la consideraba una capitalista terrible.
Discutimos ese desconcertante giro de los acontecimientos desde todas las perspectivas posibles, hasta que empecé a bostezar y a sentirme adormilada.
—¿Has dicho que tu hermano va a venir? —preguntó Robin discretamente.
—Sí, se llama Phillip y tiene seis años. Es hijo de la segunda esposa de mi padre. Mi padre y su mujer van a una convención en Chattanooga este fin de semana, y me toca pasar unos cuantos días cuidando de mi hermanastro. Las cosas se estaban poniendo tan feas por aquí que pensé en llamar a mi padre y cancelar el plan o ir yo a su casa para cuidar de Phillip, pero supongo que ahora no pasa nada con que se quede aquí.
—¿Os lleváis bien? ¿Qué soléis hacer cuando viene a visitarte?
—Oh, jugamos a alguna cosa. Vamos al cine. Ve la tele. Le leo cuentos que aún no puede leer por sí mismo. Una vez fuimos a los bolos. Fue todo un desastre, pero divertido también. A veces se trae su guante y jugamos a coger la pelota en el aparcamiento. Admito que no se me da muy bien. Phillip es un loco del béisbol. Siempre se trae sus cromos y los ojeamos mientras me esfuerzo por no bostezar.
—Me gustan los críos —dijo Robin, y supe que era sincero—. Quizá podamos ir todos el sábado al parque estatal para hacer un picnic y dar un paseo.
Eso sería una hora de ida y otra de vuelta, más otras tres para el picnic y el paseo, pensé rápidamente. Podría estar de vuelta a tiempo para la cita del patinaje, pero lo más probable es que Phillip estuviese agotado del viaje y yo también.
—Quizá sería mejor jugar al minigolf. El lunes vi que han abierto uno nuevo cerca de la autopista que lleva a la capital. —Era como si hubiesen pasado años desde entonces.
—Yo también lo he visto —señaló Robin—. ¿El sábado por la tarde?
—Vale. Le va a encantar. Ven a conocerlo mañana por la noche —le ofrecí—. Le he prometido que le haría una tarta de nueces. Es su favorita. ¿Qué tal a las siete?
—Genial —dijo Robin alegremente. Se acercó para darme un beso casual—. Nos veremos entonces, pues. —Parecía preocupado al marcharse.
Eché el pestillo cuando salió y comprobé la puerta delantera, a pesar de que no la usaba casi nunca. Si todo este embrollo había tenido un efecto, era que me había vuelto consciente de la seguridad para siempre.
Había sido una jornada muy ocupada, a pesar incluso de la constante sombra de vivir cerca de un asesino. Hoy habíamos encontrado la hachuela en el maletín de Robin, había tenido una extraña confrontación con Gifford Doakes y sufrido una escalofriante escena con Perry. Me preguntaba si Sally tendría razón en su optimista creencia de que nadie en el trabajo, aparte de mí, se había dado cuenta de lo desatado que estaba Perry. No estaba precisamente en la onda de los cotilleos del trabajo, siendo precisamente objeto de los mismos, estaba segura.
Luego llamó Arthur para soltar el bombazo de Benjamin.
Benjamin, el fracasado. ¿Benjamin, el asesino?
Mientras hacía la cama en el cuarto de invitados para Phillip (a pesar de que se le hacía muy difícil pasar la noche en un lugar extraño y siempre acababa en la mía), me di plena cuenta de lo anormal que había sido la semana. Normalmente, cuando sabía que Phillip iba a hacer una de sus cuatro o cinco visitas anuales de fin de semana, me preparaba durante varios días. Compraba todo lo que le gustaba comer, planeaba un montón de actividades, sacaba muchos libros infantiles y consultaba la cartelera de cine local. Me pasaba.
Estos eran probablemente los preparativos más adecuados para la visita de un crío de seis años: le hice la cama, comprobé que tenía los ingredientes para hacerle su postre favorito y decidí llevarlo a su establecimiento de comida rápida favorito para comer el sábado. Y la verdad es que tenía ganas de ver a ese inesperado hermano que me había surgido en mi vida adulta. En medio de los horrores que había vivido últimamente y la ansiedad sufrida en tantas situaciones sin precedentes, la visita de Phillip se antojaba como un agradable regreso a la normalidad.
Benjamin Greer.
Intenté creérmelo.
Me desperté con una sonrisa. Me llevó un momento recordar por qué, pero al recordarlo la sonrisa se amplió. Se habían terminado los asesinatos. Durante el sueño me había convencido de que Benjamin había confesado porque lo había hecho y deseaba la atención y la infamia al precio que fuese, por mucho que también las hubiese deseado aunque no lo hubiese hecho. Después de todo, había anunciado su candidatura a la alcaldía y eso debió de haberle dado cuerda para rato. Era viernes, no tenía que ir al trabajo esa tarde, Phillip iba a venir y estaba interesada en dos hombres, aunque lo mejor es que ellos también lo estaban en mí. ¿Qué más podía pedir una bibliotecaria de veintiocho años?
Me acicalé con mucho cuidado, me divertí con la sombra de ojos y me puse la blusa y la falda más alegres que pude encontrar. Era un conjunto indudablemente primaveral, blanco con flores amarillas, y me dejé el pelo suelto con una cinta amarilla que lo mantenía hacia atrás.
Tomé un copioso desayuno, con cereales, tostadas e incluso un plátano, y recorrí el camino hacia el coche canturreando.
—Estás cantarina esta mañana —dijo Bankston, que estaba vestido con un traje muy sobrio, muy adecuado para un banquero. Él también sonreía y recordé que había visto el coche de Melanie salir de su aparcamiento esa mañana muy temprano.
—¡Y tengo buenas razones! Puede que no lo hayas oído todavía, pero alguien ha confesado ser el asesino.
—¿Quién? —preguntó Bankston después de quedarse mirándome un instante.
—Benjamin Greer. —En ese momento me pregunté tardíamente si no estaría traicionando una confidencia. Pero recuperé la seguridad al recordar que Arthur no me había dicho que guardara ningún secreto, y yo tampoco le había dicho que haría tal cosa. Además, ya se lo había dicho a Robin, quien me lo habría sacado de todos modos si, después de colgar a Arthur, me hubiese negado a contarle nada. Un momento; tenía que dejar de decirme cosas tan exageradas.
Bankston estaba pasmado.
—Pero ¡si la semana pasada se pasó por el banco para pedir un préstamo para la campaña de su candidato! Lo siento, no debí mencionarlo. Era una transacción privada, cosas del banco. Pero es que estoy… alucinado.
—A mí me pasó lo mismo —le aseguré.
—Bueno, bueno, tendré que hacer una parada y contárselo a Melanie —dijo tras un instante de meditación—. Será todo un alivio para ella. Lo ha pasado muy mal desde que encontraron el bolso de la señora Wright en su coche.
Claro. Ser declarada mártir en la iglesia y que te hagan una propuesta de matrimonio es muy duro. Pero estaba demasiado contenta como para envidiar a Melanie; había salido un par de veces con Bankston y no lo tenía precisamente en una bandeja de plata, como solía decir mi madre.
Mi madre. Ella también debía ser partícipe de las buenas noticias. La llamaría hoy mismo. Le encantaría que se refiriesen a ella como «lo peor del capitalismo». Un golpe duro que encajar después del trabajo duro y la lucha que había tenido que mantener durante los primeros años del negocio, aunque, por aquel entonces, contaba con la presencia de mi padre para recargar las pilas. Él no se fue hasta que mi madre estuvo bien encarrilada en la senda del éxito. Me sorprendí derivando hacia pensamientos negativos y me forcé a rectificar rápidamente. La alegría era la nota del día.
En el trabajo, todos los bibliotecarios y los voluntarios parecían conocer ya las buenas noticias y yo había vuelto al redil. Lillian había vuelto a ser la maliciosa de siempre, lo que resultaba casi reconfortante. Sam Clerrick emergió de sus tablas, gráficos y presupuestos para darme una palmada en el hombro al pasar junto a mí. Me dediqué a estampar tarjetas vigorosamente, recibía el dinero de los préstamos prolongados con una sonrisa en vez de la típica desaprobación inexpresiva y colocaba los volúmenes con precisión. La mañana no pasó rápidamente, sino que brincó como nunca lo había hecho.
El teléfono sonó un par de veces mientras comía mi almuerzo recalentado en el microondas y hojeaba una enciclopedia de los asesinatos del siglo XX. Tenía la irritante sensación de que alguien, en algún momento, había mencionado algo interesante en lo que me apetecía ahondar, nombres a los que me apetecía dar vueltas, y pensé que zambullirme en un libro me serviría. Pero el teléfono acabó con esa chispa incipiente.
El primero en llamar fue mi padre, que siempre empezaba con un «¿Qué tal está mi muñequita?».
Detestaba llamarme Roe y yo odiaba que me llamase muñequita. No habíamos encontrado un punto de encuentro.
—Estoy bien, papá —dije.
—¿Sigues queriendo que vaya Phillip? —preguntó, ansioso—. Ya sabes, si estás alterada con todo lo que ha pasado en Lawrenceton últimamente, puede quedarse en casa.
De fondo podía oír a Phillip interrumpiendo sin parar:
—¿Puedo ir, papá? ¿Puedo ir?
—Parece que todo ha terminado —le conté, contenta.
—¿Han arrestado a alguien?
—Alguien ha confesado, más bien. Estoy segura de que todo volverá a la normalidad —dije. Quizá no estuviera tan segura. Pero de lo que no albergaba dudas era de que yo sí que iba a volver a la normalidad. Y me apetecía ver a mi hermano pequeño.
—Vale, pues entonces lo llevaré sobre las cinco —indicó mi padre—. Betty Jo te manda un beso. Te estamos muy agradecidos.
No estaba muy segura del beso de Betty Jo, pero sí de que apreciaban poder pasar libres todo un fin de semana con una niñera fiable como yo cuidando de su hijo.
La siguiente llamada fue de mi madre, por supuesto. Aún debía de tener algún tipo de vínculo psíquico con mi padre, porque siempre que él me llamaba, ella no tardaba ni una hora en hacer lo propio. Ella era como Lauren Bacall y él como Humphrey Bogart: un tipo feo con un carisma que le salía por las orejas. Y, bendito sea, no parecía en absoluto consciente de ello. Pero ese carisma seguía emitiendo ondas alfa o algo hacia mi madre.
Sabía que debía de estar ya al tanto de la confesión de Benjamin, y así era. También sabía que Benjamin había dicho que Morrison Pettigrue estaba detrás de los bombones. Tenía sus dudas.
—¿Cómo iba a saber Morrison Pettigrue nada de los bombones Mrs. See’s? —preguntó—. ¿Cómo iba a saber que siempre me como los de crema?
—No tenía por qué saber que solo te comes esos —señalé—. Es imposible meter matarratas en los rellenos de nuez.
—Es verdad —admitió—. Pero me sigue costando creerlo. Apenas nos conocíamos. Coincidí con él en alguna reunión de la Cámara de Comercio, si mal no recuerdo, y hablamos de la necesidad de más aceras en el centro. Fue una conversación cordial y en ese momento no dio la sensación de pensar que yo era una especie de sanguijuela que vive a costa de los demás, o lo que sea.
Pero si Benjamin mentía sobre lo de los bombones, podía estar mintiendo sobre otras cosas también. Solo deseaba que dijera la verdad y nada más que la verdad.
—Será mejor que lo archivemos hasta que conozcamos más detalles —sugerí—. Quizá acabe diciendo algo que dé sentido a todo esto.