Read Unos asesinatos muy reales Online
Authors: Charlaine Harris
—¿Mi maletín? —dijo Robin profundamente asombrado—. ¿Qué hace aquí? —Sus dedos presionaron los cierres dorados.
—¡No lo abras! —grité justo cuando Robin lo hacía, y del maletín cayó un hacha ensangrentada, para aterrizar con un golpe seco sobre las hojas amontonadas junto a la boca de alcantarilla.
Mientras Robin montaba guardia sobre esa cosa horrible que yacía en el callejón, yo llamé a la puerta de uno de los apartamentos. Se oía un bebé llorando en el interior, así que sabía que debía de haber alguien despierto.
La exhausta mujer que abrió aún iba en camisón. Fue lo bastante confiada como para abrirle a una extraña y aceptar su urgente necesidad de usar el teléfono sin dar rienda suelta a la propia curiosidad. El bebé chillaba mientras buscaba el número de la comisaría, y no dio muestras de amainar mientras marcaba y hablaba con el agente de guardia, que tuvo algunos problemas para comprenderme. Cuando colgué y le di las gracias a la joven mujer, el bebé seguía llorando, aunque se había reducido a un sollozo.
—Pobre criatura —solté, por decir algo.
—Es un cólico —me explicó—. El médico ha dicho que lo peor debería de pasarse pronto.
Aparte de cuidar, como quien dice, de mi hermanastro Phillip cuando era pequeño, yo no sabía nada en cuanto a bebés. Así que me alegró saber que ese tenía una razón específica por la que quejarse. Tras mostrar mi agradecimiento de nuevo y cerrar la puerta, oí que la intensidad del llanto se redoblaba.
Avancé de nuevo hacia el callejón donde Robin estaba sentado como una estatua sombría, la espalda apoyada contra una valla en el lado opuesto de los apartamentos.
—Yo y mis geniales ideas —dije con amargura, dejándome caer a su lado.
Obvió el comentario haciendo gala de sus buenos modales.
—Tápala —dije—. No soporto verla.
—¿Cómo, sin dejarla llena de huellas? Más huellas, quiero decir.
Resolvimos el problema mientras una neblina empezaba a pegarme el pelo contra las mejillas. Encontré un palo y Robin lo deslizó bajo el borde del maletín. Lo levantó un poco y lo arrastró sobre el hacha manchada de sangre. Volvimos a nuestra posición contra la valla. Ya se oían sirenas aproximándose. Me sentía extrañamente tranquila.
—Me pregunto si alguna vez recuperaré el maletín —dijo Robin—. Alguien se metió en nuestro aparcamiento, abrió mi coche y me lo robó para esconder en él un arma homicida. Lo he estado pensando, Roe. Cuando se resuelva este caso, si es que se llega a resolver, creo que probaré suerte con la novela basada en hechos reales. Estoy aquí y conozco a algunos de los implicados. Incluso conocí a los Buckley la noche anterior a que los asesinaran. Estaba presente cuando tú y tu madre abristeis la caja de bombones. Y aquí estoy descubriendo un arma homicida en mi maletín. Te diré una cosa: esto ya no me gusta tanto. Pensándolo bien, creo que ni siquiera quiero el maletín como recuerdo. —Pero, tras permanecer un instante en silencio, murmuró—: Ya verás cuando se lo cuente a mi agente.
Las lentes de sus gafas empezaron a impregnarse de pequeñas gotas de humedad. Me quité las mías y las limpié con un pañuelo de papel.
—Admiro tu entereza, Robin —dije.
—¿Entereza?
—¿Crees que no querrán hacerte algunas preguntas? —señalé.
Apenas contó con unos segundos para asimilarlo y empezar a preocuparse antes de que apareciese por el callejón un coche de policía camuflado seguido por uno de patrulla. Por alguna razón, nos levantamos.
Y, que Dios me bendiga, ¿quién sino mi amiga Lynn Liggett podría haber salido del coche camuflado? Y estaba más enfadada que una mona.
—¡Es que tengo que encontrarte en todas partes! —me dijo—. ¡Sé que no has cometido estos asesinatos, pero es que cada vez que me vuelvo te encuentro ahí! —Agitó la cabeza, como si así pretendiese deshacerse de mi presencia. Entonces, las palabras empezaron a fallarle. Su mirada cayó sobre el maletín abierto y tirado del revés, del que asomaba parte del mango del hacha.
—¿Quién la ha tapado? —exigió saber. Cuando se lo dijimos y destapó el hacha ensangrentada con el mismo palo que usé yo para taparla, toda su atención se centró en el arma homicida.
En ese momento apareció un tercer coche detrás del coche patrulla. Mi corazón dio un vuelco cuando vi que salía Jack Burns y avanzaba hacia nosotros. Su lenguaje corporal decía que daba un paseo casual por un agradable vecindario, pero sus ojos rezumaban enfado y amenaza.
Se detuvo para hablar un momento con los agentes de uniforme, al parecer los mismos que habían llevado a cabo el registro del callejón el día anterior, y los despachó con un lenguaje que hasta el momento solo había visto por escrito. Robin y yo observamos con interés cómo se ponían a registrar el callejón una vez más en busca de cualquier otra cosa que hubiera podido dejarse el asesino. Estaba dispuesta a apostar que, de haber dejado algún rastro más, esta vez lo descubrirían.
La gente empezó a asomarse por las ventanas de sus apartamentos, y el callejón que momentos antes parecía tan silencioso y desierto empezó a llenarse de curiosos. Vi que una cortina se descorría en el apartamento de la joven madre. Ojalá el bebé se hubiese calmado ya. Pensé que esa mujer era la que más probabilidades tenía de haber presenciado algo el día de antes, ya que probablemente se pasara despierta casi todo el día. Me dispuse a sugerirle la idea a la detective Liggett, pero me lo pensé dos veces antes de que me arrancase la cabeza de un mordisco.
Tras meter el maletín y el hacha en una bolsa, la policía se volvió hacia nosotros.
—¿Ha tocado el maletín, señorita Teagarden? —me preguntó sin rodeos.
Asentí.
—Y usted también —le dijo a Robin, que asintió tímidamente—. Usted es otro que siempre está metido en todas partes.
Robin empezó a preocuparse.
—Tendrá que venir a la comisaría para que le tomen las huellas —dijo Lynn bruscamente.
—Ya me las tomaron la otra noche —le recordó el escritor—. Se las tomaron a todos los socios de Real Murders.
Ese recordatorio no le hizo ganar puntos a ojos de la detective.
—¿De quién fue la idea de dar un paseo por este callejón? —contraatacó Lynn.
Robin y yo nos miramos.
—Bueno —empecé—. Me preguntaba cómo habría entrado el asesino en casa de los Buckley sin ser visto.
—Pero fui yo quien insistió en venir hasta aquí y pasar por detrás de la casa de los Buckley —interrumpió Robin noblemente.
—Escuchadme los dos —dijo la detective con calma forzada—; no parece que entendáis cómo funciona el mundo de verdad.
Esa acusación tuvo poco efecto en Robin y en mí. Sentí que se ponía rígido y levanté la mirada con ojos entrecerrados.
—Nosotros somos la policía y nos pagan una miseria para investigar asesinatos, pero es nuestro trabajo. No nos sentamos a leer sobre ellos, sino que los resolvemos. Encontramos pistas, investigamos indicios y llamamos a las puertas. —Hizo una pausa para respirar hondo. Hasta el momento había encontrado varios fallos en su discurso, pero no estaba por la labor de señalarle que Arthur leía mucho sobre asesinatos y que, hasta el momento, la policía no había resuelto mucho y que el hacha seguiría en una boca de alcantarilla si Robin y yo no la hubiéramos recuperado.
Mi sentido de autoconservación estaba lo bastante alerta como para impedir que dijera todo eso. Cuando Robin carraspeó para disponerse a hablar, lo interrumpí.
Lamenté haberlo detenido un instante después, cuando Lynn lo sometió a un verdadero tercer grado. Yo no habría aguantado tan bien como él el interrogatorio, y tuve que admirar su compostura. También debía admitir que todo aquello resultaba de lo más peculiar: nada más llegar Robin a la ciudad, empiezan los asesinatos. Pero yo sabía que el asesinato de Mamie Wright había sido planeado antes de que Robin se mudase a Lawrenceton, y los bombones habían sido enviados incluso antes. La detective señaló, no obstante, que Robin había estado presente en el descubrimiento del cuerpo de Mamie Wright, habiendo sido invitado a una reunión de Real Murders en su primera noche en la ciudad. Y había estado en mi casa cuando recibí la caja de bombones.
Ciertamente Lynn no era la única detective que hallaba sospechosa la presencia de Robin en tantos escenarios criminales. Y puede que yo no estuviera tan libre de sospechas como Arthur me había asegurado, porque cuando Jack Burns asumió el interrogatorio no dejó de dedicarnos significativas miradas a Robin y a mí. Parecía pensar que estaba ante alguien lo bastante corpulento como para ayudar a una mujer tan menuda como yo a lidiar con el cadáver de Pettigrue en el cuarto de baño.
—He de estar en el trabajo dentro de hora y media —le dije en voz baja, alcanzado mi tope de tolerancia.
Se interrumpió a media frase.
—Claro —contestó, de repente exhausto—. No pasa nada. —Al parecer, su combustible había sido la exasperación con sus propios hombres al pasárseles el hacha, y se había quedado seco. De repente me caía mucho mejor.
Cuando Burns la relevó en el papel de azote de sospechosos, Lynn inició una ronda de interrogatorios puerta a puerta. Al final llegó al apartamento de la mujer que me había dejado usar el teléfono. La joven, ahora ataviada con una camiseta y unos vaqueros (seguramente había visto que la policía llamaba a todas las puertas), abrió enseguida. Lynn siguió la rutina de su lista de preguntas, pero me di cuenta de que, allá por la tercera, se quedó tiesa como un sabueso. La joven debía de haber dicho algo que captó todo su interés.
—Jack —gritó la detective—, ven aquí.
—Váyanse a casa —nos dijo Jack sin más ceremonia—. Sabemos dónde encontrarlos si los necesitamos. —Y se fue corriendo hacia Lynn.
Robin y yo resoplamos de alivio a la vez y casi salimos del callejón a hurtadillas, procurando con todas nuestras fuerzas atraer la menor atención policial posible. Al salir a la calle, Robin voló hacia casa agarrándome de la mano.
Solo nos detuvimos a respirar cuando llegamos a nuestro aparcamiento. Robin me abrazó y me dio un fugaz beso en la frente, al parecer la ubicación más conveniente en su opinión.
—Ha sido una experiencia muy interesante —comentó, y me eché a reír hasta que me dolieron las entrañas. Robin arqueó sus cejas rojizas y las gafas se le deslizaron nariz abajo antes de dejarse contagiar por mis carcajadas. Miré el reloj mientras pensaba cuándo fue la última vez que reí con tanta intensidad. Al ver la hora que era, dije a Robin que tenía que ir a cambiarme. Al menos durante unas horas, había olvidado el temor que me inspiraba trabajar sola en la biblioteca aquella noche.
Nadie se dio cuenta hasta el último momento de que no se había buscado sustituto para el señor Buckley esa noche. Ninguno de los bibliotecarios titulares aceptaría prescindir de una noche libre, y los demás voluntarios estaban asignados a otras noches.
Le conté todo eso a Robin apresuradamente y él dijo:
—Estoy seguro de que la policía ha intensificado sus patrullas, pero a lo mejor me paso por allí esta noche. Llámame si me necesitas. Iré enseguida. —Él se fue hacia su puerta y yo hacia la mía.
Mientras me ponía la misma ropa que esa mañana, intenté no pensar en el hacha. Había sido horrible. Mientras conducía hacia el trabajo, albergué la esperanza de que la biblioteca estuviera llena de clientes que me impidiesen encerrarme en mis pensamientos.
Relevaría en el mostrador de préstamos a Jane Engle, que había sustituido a una compañera cuyo hijo se había puesto enfermo. Jane parecía la misma de siempre, con su impecable pelo gris, sus impolutas gafas de alambre y su discreto traje gris. Pero sabía que por dentro ya no era la testigo curiosa y sofisticada de los asesinatos de Lawrenceton, sino una mujer aterrada. Y se alegraba de poder salir finalmente de la biblioteca.
—Los demás se han ido a las cinco. Ni un cliente desde entonces —me dijo con voz temblorosa—. Y sinceramente, Aurora, ha sido ideal. Ya no me gusta estar a solas con otra persona, por muy bien que piense de ella.
Le di unas torpes palmadas en el brazo. Si bien a veces almorzábamos juntas, sobre todo después de una reunión del club para hablar sobre el programa, nuestra relación había sido amistosa, pero no íntima.
—Es la primera vez que otras personas se interesan por nuestro club —prosiguió Jane—, y he tenido que responder a un montón de preguntas que nadie se había molestado en formular hasta hora. Muchos piensan que soy un poco rara por haber pertenecido a Real Murders. —Sin duda, Jane era una de esas mujeres que odiaban que se las considerase «bichos raros».
—Bueno —dije algo insegura—, solo por tener una afición un poco diferente. —Bien pensado, sí que éramos un poco raros, todos nosotros, los Asesinos Reales, como nos llamábamos entre bromas.
Jo, jo.
—Uno de nosotros es un asesino, ya lo sabes —continuó Jane con tono misterioso. Sentí que mis pensamientos se hacían visibles en un bocadillo sobre mi cabeza—. Ha ido más allá del interés académico en la muerte, la truculencia y la psicología. Pude sentirlo la última noche que nos reunimos en tu apartamento.
—¿Quién crees que sea, Jane? —le pregunté impulsivamente, mientras se ataba el pañuelo y se sacaba las llaves del bolso.
—Estoy segura de que es alguien del club, por supuesto, o puede que en íntima relación con uno de los socios. No sé si siempre ha sido un perturbado, o si acaba de decidir gastarles una serie de bromas intolerables a sus compañeros. O quizá haya más de un asesino y estén trabajando juntos.
—No tiene por qué ser nadie de Real Murders, Jane. Bastaría con que nuestro club no le gustase o quisiera causarnos problemas. —Jane ya estaba delante de la puerta principal, y yo deseaba que se quedase tanto como ella marcharse.
Se encogió de hombros, dándose por vencida.
—A mí me pone los pelos de punta —me dijo en un susurro— imaginar en qué caso encajaría. No paro de repasar libros, de comprobar casos, en busca de alguna mujer mayor que viva sola y a la que me pueda parecer.
Me la quedé mirando boquiabierta. Me sobrecogía darme cuenta de todo por lo que debía de haber pasado por culpa de su mente, tan activa y precisa.
En ese momento, una madre que arrastraba a dos criaturas reacias a seguirle el paso atravesó la puerta y Jane aprovechó para irse a casa a seguir hojeando libros en busca de un patrón en el que encajar.
Gracias a Dios que había gente en la biblioteca cuando Gifford Doakes llegó, o habría salido corriendo. Gifford, el entusiasta de las masacres, siempre había hecho saltar las alarmas mentales que me inducían a escoger muy cuidadosamente mis palabras. Aunque no lo conocía muy bien, siempre había mantenido la distancia y limitado mi relación con él a la cortesía más básica.