Read Unos asesinatos muy reales Online
Authors: Charlaine Harris
Entonces Lynn Liggett encontró una caja de matarratas abierta en el coche de Arthur.
El agente que había tomado nota del mensaje del laboratorio estatal se llamaba Paul Allison, hermano del hombre con el que Sally había estado casada años atrás. Era amigo de Sally y Arthur le importaba poco. Paul Allison estaba en el aparcamiento de la comisaría cuando Lynn, que se había metido en el coche de Arthur para recoger su libreta olvidada, encontró la caja de matarratas debajo. Lynn dio por sentado que Arthur se había hecho con una muestra por alguna razón y la levantó donde Paul Allison pudiera verla, justo antes de darse cuenta de que algo no encajaba e intentar esconderla de nuevo.
Cuando Paul Allison vio el matarratas, no hubo forma posible de ocultar el episodio y Arthur tuvo que dar muchas explicaciones, al igual que Lynn, que siempre había acompañado al otro de acá para allá.
Paul Allison decidió dar sus propias explicaciones a Sally. La llamó una hora más tarde y el reportaje se imprimió a la mañana siguiente.
Su relato no dejó indiferente a nadie, como era de esperar. Sally Allison, periodista de mediana edad, por fin había dado con la historia que llevaba toda la vida anhelando, y fue a por todas, sin cortapisa alguna.
Los reporteros no sabían nada de la «teoría paralela», pero sí que algo extraño estaba pasando en Lawrenceton, que solía contar con una de las menores tasas de asesinatos. Cuando mataron a los Buckley, una reportera estaba escuchando la emisora de la policía. Mientras los coches patrulla convergían en la casa, ella cargaba su cámara. Detuvo el coche en una gasolinera para repostar y luego condujo lentamente por Parson hasta encontrar la casa. Delante, una mujer alta y atractiva se había dejado caer con las piernas manchadas de sangre. Junto a esa bella mujer, rodeándola con el brazo, había una bibliotecaria bajita con gafas redondas y expresión sombría. Trataba de pasar por alto las arcadas que me provocaba el olor a vómito de Lizanne.
Su foto de nosotras apareció en la sección metropolitana-estatal del diario de la tarde. Sus fuentes en el departamento de policía no habían estado calladas mientras tanto, y el pie rezaba: «Elizabeth Buckley yace conmocionada en la escalera de la casa de sus padres tras descubrir sus cadáveres. La consuela Aurora Teagarden, que halló el cadáver de la señora de Gerald Wright la noche del viernes».
Así que esa tarde, mientras trabajaba en la biblioteca sumida en el aturdimiento, los periodistas estaban vigilando mi casa y la oficina de mi madre. A nadie se le ocurrió que podía ir simplemente al trabajo después de «consolar» a Lizanne. Claro que el periódico aún no había salido y todavía no había visto la foto, pero cuando llegué a casa después de mi turno, había un equipo de informativos de la televisión aparcado en mi plaza de aparcamiento. Habían recibido un soplo temprano de la historia, y como Lizanne estaba incomunicada en el hospital y Arthur y Lynn estaban enredados en la comisaría con el descubrimiento del matarratas, mi madre y yo éramos de los pocos objetivos abordables que quedaban.
Así era hasta que el equipo de informativos divisó a Robin, que llegaba a casa desde la universidad. El reportero era un ávido aficionado al género del misterio y lo reconoció enseguida, después de haber leído sobre su llegada tras el afligido escritor que había sufrido un infarto. El cámara lo siguió como una exhalación y el reportero se plantó ante él con unas preguntas apresuradas. Robin, acostumbrado a ser entrevistado, lo llevó muy bien. Fue agradable, sin llegar a revelar demasiada información. Aquella noche lo vi en el noticiario.
Desgraciadamente, no estaban tan centrados como para que uno de ellos no se diera cuenta de mi presencia cuando llegaba a casa. Puede que tuviese el deber de hablar con la policía, pero no tenía por qué perder el tiempo con esa gente. Uno de ellos sostenía un ejemplar del periódico, y me lo puso ante las narices mientras salía titubeante de mi coche, dispuesta a darme el baño más largo y caliente que recordase. Dijo algo, no sé el qué, ya que me sentí tan espantada al ver la foto de la pobre Lizanne que no fui capaz de escuchar nada. Me encontraba rodeada, y así estaba, a pesar de que mi mente sentía que los tres hombres que formaban el equipo eran como treinta.
Estaba sencillamente agotada y no podía más.
—No quiero decir nada —informé, nerviosa. El cámara corrió en pos de mí. El reportero era un tipo atractivo con una bonita sonrisa, pero quería que se apartase de mi camino más de lo que había deseado nunca. Sentía que estaba rayando peligrosamente con el linde de la histeria.
Robin decidió venir en mi rescate. Se asomó entre ellos y tiró de mí para que atravesase la barricada humana. Por un instante me pregunté si no me retendrían, pero se apartaron y corrí junto a Robin. Él me rodeó con un brazo, dimos la espalda al equipo de informativos y nos dirigimos hacia la puerta del patio.
Yo sabía que el cámara seguía al trote (el novelista de misterio y su casera bibliotecaria viviendo en casas adyacentes) y sentí un respingo en las entrañas. Me volví para encarar al cámara.
—Esto es una propiedad privada. Pertenece a mi madre, a quien represento yo en este momento —dije ominosamente—. No tenéis mi permiso para entrar. Esto va contra la ley —añadí, como quien pronuncia un encantamiento. Y, por los efectos, bien lo parecía, ya que volvieron a su furgoneta, ¡y se fueron! Me sentí increíblemente satisfecha conmigo misma, pero también sorprendida al encontrarme a un Robin sonriente cual padre orgulloso.
—Puedes con ellos, Aurora —dijo, admirado.
—Agradezco que me echases una mano en el aparcamiento, Robin —apunté—, pero, maldita sea, ¡no seas paternalista conmigo! —Seguí un poco con el discurso de independentismo personal y conseguí entrar por mi puerta trasera sin estallar en lágrimas.
Esa noche, Arthur me llamó para contarme la sórdida historia del matarratas.
—Quienquiera que sea ese malnacido, está jugando con nosotros y ha ido muy lejos —dijo Arthur, airado.
Yo consideraba que asesinar a los Buckley ya era ir demasiado lejos.
Tras compadecerme tanto como me permitía la decencia, le comenté el problema que estaba teniendo con los medios de comunicación. Había recibido un par de llamadas durante mi maravilloso baño que habían conseguido arruinarlo. Solo la esperanza de escuchar la voz de alguien con quien me apeteciese charlar me animaba a seguir cogiendo el aparato. Por primera vez en mi vida me vi deseando tener un contestador.
—Yo también estoy recibiendo llamadas —indicó Arthur, sombrío—. No estoy acostumbrado a ser el objeto directo de tanta atención mediática.
—Ni yo —dije—. Lo odio. Menos mal que dar ruedas de prensa no forma parte del oficio de bibliotecaria. ¿Crees que hemos dejado de ser sospechosos?
—Sí. No me han suspendido, ni nada por el estilo. Al menos he conseguido labrarme un respeto suficiente para eso.
—Me alegro. —Y así era. Mientras Arthur siguiese en su sitio, sentía que contaba con alguien de mi parte en la policía. Si lo hubieran suspendido, no solo lo habría lamentado por él, sino que también me habría sentido impotente del todo.
—Deja el teléfono descolgado —me recomendó Arthur—. Pero antes llama a tu madre y dile que ponga un cartel con letras bien grandes en tu aparcamiento que deje claro que es una propiedad privada y que los intrusos serán demandados.
—Buena idea. Gracias.
Nos despedimos con cierta incomodidad. Ambos nos preguntábamos que sería lo siguiente, y a quién le pasaría.
Mi madre llamó a su manitas particular esa noche y le dijo que le pagaría el triple de lo habitual si colocaba el cartel en el aparcamiento antes de las siete de la mañana. Me imploró que abandonase la ciudad o que me fuese a vivir con ella, al menos hasta que la situación volviese a la normalidad. Había conocido a los Buckley y le horrorizaba pensar lo que debieron de experimentar antes de su muerte. Los Buckley tenían su edad, eran sus conocidos.
—John ha tenido que ir a declarar a la policía —me dijo—. Me parece bien que pueda ayudar, pero odio que haya tenido que ir. Ojalá nunca te hubieses unido a ese grupo del demonio, Aurora. Pero de nada sirve hablar de ello ahora. ¿No quieres quedarte conmigo?
—¿Me vas a defender, madre? —le pregunté con sonrisa pesarosa.
—Hasta el último aliento —contestó llanamente.
De repente pensé que mi madre estaría más a salvo si permanecía lejos de ella.
—Me las arreglaré —le dije—. Gracias por ocuparte del cartel.
Pasé una mala noche.
Soñé que unos hombres con cámaras entraban en mi cuarto de baño mientras me vestía y que uno de ellos era el asesino. Emergí de un profundo sueño para descubrir que la lluvia repiqueteaba levemente contra la ventana de mi dormitorio. Me volví a dormir.
Cuando al final me levanté, aturdida, miré por las ventanas del piso de arriba desde detrás de las cortinas para asegurarme de que nadie me esperaba fuera. Todos los coches apostados en el aparcamiento eran conocidos. Ninguno estaba aparcado en la parte delantera. En la entrada del aparcamiento había un amplio e inconfundible cartel. Bajé las escaleras para tomarme un café, pero al final me lo subí de vuelta a mi habitación. Taza en mano vi cómo Robin salía hacia su trabajo en la capital. Vi que Bankston recogía los periódicos a la vez que Teentsy salía con su coche. Debía de necesitar algo para el desayuno, ya que regresó al cabo de los minutos. El chaparrón de la noche anterior no había dejado demasiadas consecuencias, a diferencia del de hacía dos noches. Los pequeños charcos ya se habían secado.
Para cuando regresó Teentsy, yo había reunido el valor suficiente para salir a por mis periódicos. El día empezaba bien. Había fotos de Arthur, de la boda de Mamie y Gerald, de los Buckley con Lizanne cuando aquellos celebraron el treinta y cinco aniversario de su boda y de Morrison Pettigrue, tomada cuando anunció su concurrencia como candidato a la alcaldía, con Benjamin a su espalda como un padre orgulloso.
Al menos nadie parecía creer que Melanie y Arthur eran culpables de nada, aparte de ser el objeto de terribles chistes. Me preguntaba por dónde aparecería el hacha que acabó con los Buckley, o el cuchillo que mató a Morrison Pettigrue. ¿Cómo podía copiar el asesino con una actividad tan frenética? Estaba claro que ahí había un montón de energía física y emocional contenida. Tenía que parar, eso seguro.
Conseguí maquillarme un poco para no parecer una muerta y me recogí el pelo en una coleta. Me puse un jersey de cuello vuelto rojo, una falda azul marino y una rebeca. Tenía un aspecto horrible.
Mi único objetivo era llegar a la biblioteca sin que nadie reparase en mí y ver si era capaz de ponerme a trabajar como cualquier otro día. Para mi profundo alivio, no había coches extraños aparcados frente a la biblioteca. Parecía que el interés en mi persona se había difuminado. El día empezaba a parecer un poco asequible.
En el trabajo me dijeron que Benjamin Greer había convocado una rueda de prensa esa misma mañana para anunciar que otro candidato concurriría a las elecciones a la alcaldía por el Partido Comunista. El candidato resultó ser el propio Benjamin, que al parecer era el único vecino comunista de Lawrenceton. Me sorprendería mucho que Benjamin tuviese una filosofía política coherente. Tendría toda la atención posible mientras los medios estuvieran centrados en nuestra pequeña ciudad. Me preguntaba qué pasaría con Benjamin tras las elecciones. ¿Sería capaz de volver a la rutina de la carnicería?
Lillian Schmidt me contó lo de Benjamin y se cubrió de gloria esa mañana. Trabajó conmigo codo con codo como si no hubiese ocurrido nada, a excepción de la descripción de la rueda de prensa. Tuve ganas de preguntarle por qué se estaba comportando tan decentemente, pero no se me ocurría ninguna manera de verbalizar esa pregunta sin resultar ofensiva. «¿Por qué eres tan agradable conmigo cuando ambas sabemos que no nos tragamos? ¿Cómo es que una persona tan insensible como tú demuestra de repente tanto tacto?».
Me estaba poniendo el jersey para salir a almorzar cuando Lillian dijo:
—Sé que no tienes nada que ver con este lío y creo que es injusto lo que te ha pasado. Ese policía que vino a preguntarme si de verdad habías estado trabajando conmigo toda la mañana…, anoche acabé de decidir que era ridículo. Ya es suficiente.
Por una vez estábamos de acuerdo en algo.
—Gracias, Lillian —le dije.
Me sentí un poco mejor mientras conducía hacia casa. Tomé una ruta alternativa para no tener que pasar otra vez frente a la casa de los Buckley. Tras almorzar, vi las noticias y contemplé cómo Benjamin disfrutaba de su minuto de fama.
Tenía la tarde del jueves libre, ya que tenía programado trabajar esa misma noche. Hice bien en esforzarme por ir a trabajar por la mañana, concluí una vez a solas en casa. Si bien me gustaba mi trabajo, disfrutaba mucho más de mi tiempo libre. Pero hoy era una excepción. Tras cambiarme y ponerme unos vaqueros y unas deportivas, no fui capaz de centrarme en ninguna actividad. Adelanté algo de la colada y leí un poco. Intenté hacerme algo con el pelo, pero se me vino abajo el invento a medio camino de la meta. Se me había enredado el pelo, así que tuve que cepillarlo con tanta energía que casi se puso a chisporrotear en una nube de ondas eléctricas. Era como si acabase de entrar en contacto con los marcianos.
Llamé al hospital para consultar si podía visitar a Lizanne, pero la enfermera me dijo que solo podía recibir visitas de los familiares. Entonces se me ocurrió encargar unas flores para el funeral y llamé a Sally Allison al periódico para que me dijera dónde se iba a celebrar. Era la primera vez que la recepcionista del Sentinel me preguntaba el nombre antes de pasarle la llamada a Sally. Estaba en su momento de más notoriedad, eso estaba claro.
—¿En qué puedo ayudarte, Roe? —preguntó con vehemencia. Tuve la sensación de que todavía aceptaba hablar conmigo porque aún conservaba parte de mi notoriedad mediática. El día anterior me había calentado, pero ya me iba enfriando. La falta de emoción en la voz de Sally me sentó como un tiro de adrenalina.
—Solo quería saber dónde va a celebrarse el funeral de los Buckley, Sally.
—Bueno, se los han llevado para hacerles la autopsia y no sé cuándo les darán salida. Así que, según la tía de Lizanne, todavía no han podido hacer planes firmes para el funeral.
—Oh, vaya…