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Authors: Carlos Salem

Un jamón calibre 45 (4 page)

BOOK: Un jamón calibre 45
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—Ahora viene el trabajo de posproducción. ¿Qué tal se te da el manejo de estos inventos? —Señaló la computadora—. ¡Pues a montar la película! ¿Quién sabe?, hasta puede que nos nominen para un par de Oscar.

—Sí: los de Vestuario y Acrobacia en Escena.

Me arrojó la túnica con una carcajada.

—Eres un sudaca golfo y muy tierno. Monta eso mientras preparo algo de comer.

Después de un rato me había familiarizado con el programa. Y me divertí revisando los discos de nuestro número. Necesitaba uno virgen para editar. Busqué en los cajones del mueble que soportaba la computadora. Docenas de DVD anónimos, sin etiquetas. Probé uno del montón. Hitchcock,
Extraños en un tren
. Otro:
39 escalones
. Puse otro disco. Era una grabación casera. Una playa. No era Brasil ni el Caribe. Tampoco parecía el Mediterráneo, pero como nunca había estado, no podía saberlo. El que manejaba la cámara sabía lo que hacía. Nada de
travellings
eternos ni fotos con movimiento. Gente caminando por la arena. Una gaviota planeando sobre el agua. Una urbanización moderna que podía estar en California o en Portugal. Un dóberman descansando a la sombra de un arbusto. Un grupo de chicas en
top less
. Una mujer vestida de pies a cabeza con ropas árabes, pañuelo en la cabeza y el rostro cubierto.

¿Marruecos?

La imagen se borroneó y ya iba a sacar el disco cuando volvió a estabilizarse. Era otra playa, pero solitaria. Decidí seguir mirando un poco más. Me quedé sin respiración.

Nina estaba en lo cierto: yo no podía ni imaginar el sexo rojo de Noelia.

Lo estaba viendo. Tumbada indolente en la arena, sabiéndose filmada.

Y totalmente desnuda.

Era una pelirroja auténtica.

Hasta el último pelo.

6

Tenía más o menos la edad de Nina y nada que envidiarle. El cabello era de un rojo indudable, pero no el explosivo fuego vulgar de las muñecas sonrosadas. Los ojos, tal vez azules, tal vez verdes, tal vez inolvidables. Estaba todo lo morena que se le podía pedir a una pelirroja y resultaba obvio que el sol no tenía reparos en pasear por su piel. Nadie los tendría. Vestía unas sandalias de cuero con tiras y un par de pendientes azules. Nada más.

Adoptó una pose despreocupada, pero estaba incómoda. Lanzó una carcajada muda y se irguió en una mala imitación de la mujer fatal. Era una linda pelirroja, seguramente tímida en público y atrevida en privado. Glenn Ford nunca le hubiera pegado una cachetada.

Un minuto después pareció cansarse del juego y se cubrió el pecho con los brazos. La cámara subió hasta su cara. Se tapó con las manos abiertas y recogió las rodillas bajo el mentón. El ojo buscón bajó hasta la mata de vello rojizo que quedaba a la vista. Yo estaba en lo cierto. Era como un crepúsculo frente al mar.

Se hartó del acoso y rescató de los bolsos una enorme toalla amarilla. Dijo algo a la cámara, bastante enojada. Primer plano. Los ojos eran de un azul oscuro, y la boca, carnosa. Congelé la imagen, para grabarme los rasgos de la mujer que podía salvarme la vida.

No fue un ruido, más bien un silencio contenido lo que me hizo mirar por encima del hombro. Nina estaba de pie detrás de mí. Llevaba otra vez la túnica blanca o una idéntica. El reflejo de la pantalla le blanqueaba la cara. La boca era una línea apretada.

—Es hermosa, ¿verdad? —dijo, y no era una pregunta.

—No está mal.

Se sentó cruzando las piernas y siguió hablando:

—Siempre igual. No importaba que ella fuera inalcanzable y yo estuviera a mano. No importaba que ella alargara las minifaldas y yo acortara las mías hasta el ombligo. Los tíos que verdaderamente valían la pena se chiflaban por Noelia. Y ella ni siquiera los buscaba. Cuanto más se reprimía ella, más me soltaba el pelo yo. Pero nada cambiaba.

Suspiró.

—También en la universidad: no pasaba de la media general y se tiraba noches enteras estudiando. Yo conseguía buenas calificaciones sin esforzarme, pero los profesores parecían fascinados con el misterio de Noelia. Y no había misterio. ¡No había misterio, joder!

Hizo un gesto con los dedos sobre los labios y le encendí un cigarrillo.

—Cuando llegó de Barcelona era casi una niña campesina con ojos asustados. Venía de un pueblecito burgués y dormido. Era huérfana, de una familia acomodada y venir a Madrid le valió la condenación eterna de dos tías arrugadas y seguramente vírgenes. Todavía no sé cómo reunió valor para decidirse.

Se estiró hacia atrás. El cigarrillo colgaba de su boca.

—Fue el último año de instituto. Desde el primer día la adopté. Parecía tan desprotegida y a la vez era como si escondiera una gran potencia contenida. Quién sabe —sonrió distante—, quizá yo también sucumbí a su encanto contradictorio. Le metí tijera a sus faldas, la llevé a discotecas y la maquillé por primera vez. ¿Has leído
Pigmalión
?.

Asentí, pero no era una verdadera pregunta, o al menos no estaba dirigida a mí. La ceniza se acumulaba en la punta de su cigarrillo.

—Fue como en la obra. La cincelé poco a poco. El peinado, las lecturas, las pelis. Hasta planifiqué su desvirgamiento. Fue un novio mío que estaba como un tren, pero no era imbécil. Era un tipo inteligente y me quería. Me costó, pero al fin accedió: éramos modernos y todo eso. Lo discutimos a tres bandas y los puse de acuerdo. Él lo hizo por mí, porque ella no le atraía. ¿Sabes qué ocurrió después?

Le quité el cigarrillo, sacudí la ceniza y volví a ponerlo en sus labios.

—Te dejó por ella.

—Exacto. Y ni siquiera pude odiarla. No sabía volar sola y yo era sus alas.

—Hasta que despegó por su cuenta.

—Ajá. Pero poco a poco y siempre conmigo empujándola a saltar. Se metió en política por mí. Ya estudiábamos Derecho. Yo estaba enrollada entonces con un trotsquista que era un sueño y aunque sus discursos me parecían chino básico, nuestros cuerpos no necesitaban traductores. Comencé a militar. Una vez invitamos a Noelia a un mitin y desde entonces se hizo habitual. Al poco tiempo era todo un personaje, se lo tomaba muy en serio. En las reuniones se encargaba de las tareas que los demás evitábamos...

Se interrumpió para fumar y dejó de hablar en voz alta, pero sus ojos decían que la historia seguía en su memoria.

—Y tu amante revolucionario acabó en la cama de Noelia, ¿no es así?

Me miró un poco sorprendida.

—¿Cómo lo sabías?

—No olvides que soy escritor. O casi.

—Sí. Me dejó por ella. Todos lo hacen. Total, yo soy fuerte y blindada. Nina no se asusta por los golpes de la vida, así que ¿para qué evitarle dolores? Noelia, en cambio, es tan frágil... Siempre así. Todos me dejan por ella. —Una lágrima se despeñó mejilla abajo—. Y tú también lo harás, cuando la encuentres. Tú también.

Le quité el cigarrillo de la boca y lo aplasté en el cenicero. La besé con suavidad, como si su boca fuera una herida. Y tal vez lo era.

—No te menosprecies —susurré—. Sos una mina fenómena.

Las lágrimas caían, pero el anticipo de una sonrisa le iluminó la cara:

—¿Una qué? —hipó.

—Una mina: una chavala, una mujer de bandera —traduje—. Una flor de mina, un poco piantada, pero una flor de mina.

Lanzó una carcajada y me abrazó con fuerza.

—Promete que cuando encuentres a Noelia no me dejarás.

—No se me dan muy bien los compromisos, Nina —advertí—. Además, apenas me conocés. No puedo importarte demasiado.

Separó un poco su cara y me miró a los ojos.

—Puedo enamorarme de ti. Lo sé.

—No podés. Yo estoy casi muerto, ¿recuerdas?

Se puso de pie, un poco ofendida.

—No me tomas en serio. Pero voy a sacarte de esta. —Apretó los puños, dio un paso y apoyó su pubis contra mi cara—. ¡Y no me digas si puedo o no puedo enamorarme de ti!

Se volvió furiosa y corrió al dormitorio.

Me senté sobre los talones y dejé que mis ojos descansaran en el marco de la puerta. Suspiré y apagué la computadora. Escondí el disco de Noelia en un estante de libros, detrás de las obras completas de Bertold Brecht. Me tumbé en la alfombra, pensando en las palabras de Nina. Suspiré otra vez. Estaba hasta las manos y lo sabía. No a causa de las amenazas del Jamón Calibre 45, que en ese momento era un recuerdo remoto y ajeno.

Era algo más peligroso.

Yo también empezaba a enamorarme de Nina.

Y de Noelia.

7

Era un centro cultural cruzado con local de diseño, en pleno barrio de Chueca. Lleno de gente en una ciudad que parecía deshabitada. Todos eran terriblemente felices, todos estaban terriblemente sanos y yo me sentía terriblemente apático. La puerta era un gran agujero irregular en la pared pintada de negro y salpicada de pequeñas luces. Un número de brillante neón rojo identificaba el lugar como un posmoderno templo de la diversión alternativa. Y grupitos de futuros dirigentes alternaban en la puerta con poetas, cineastas y actores sin futuro. No me gustó. Hice un gesto y lo mantuve mientras miraba hacia atrás. Dos metros más allá, mi Jamón Calibre 45 me devolvió el gesto. A él tampoco le gustaba el tugurio.

Nina consiguió que me dejaran entrar, aunque mi vaquero limpio y mi camisa blanca no convencieron al mastodonte ruso de la entrada, que sonreía a los harapos de marca y las rastas de peluquería. Siempre ha habido clases. Intentó detener al Jamón, pero fue como si quisiera parar un tren. Nina hizo un gesto al moscovita, que fingió ser condescendiente y no condescendido. Jamón se sacudió el traje y nos siguió.

—Creo que se lo ponemos demasiado fácil —murmuré al oído de Nina.

—Vive y deja vivir —dijo ella.

—Yo lo dejo. Es él el que no me dejará vivir.

Un intelectual delgado como un hilo y con los ojos enrojecidos abrazó a Nina como si fuera una tabla de salvación. Le dio dos besos en cada mejilla y uno en la frente. Estaba
tan
feliz de verla. Todos estaban felices de verla. Nina era una chica popular. Adiviné la barra detrás de un compacto grupo de cuerpos que la ocultaban. Un camarero respondía a las gracias de los clientes con una benigna media sonrisa. Si alguien le hubiera dado una metralleta, hubiera limpiado el local en cinco minutos.

El salón era amplio y parecía decorado por un consorcio de diseñadores que se odiaran mutuamente. Cada pared era un muestrario de ingenio y dinero, y una prueba de que ambas cosas no van necesariamente unidas. Las mesas eran pequeñas e incómodas. Los sillones, tan blandos que tocabas el suelo con el culo. En la pared del fondo había una pantalla blanca. Un proyector, una consola de sonido y un tipo esmirriado subido sobre una altísima silla en cuyo respaldo podía leerse «Director». La cosa iba de cine. O algo parecido.

Nina me besó en la oreja y se perdió en dirección a la barra mientras devolvía saludos. Tres minutos después volvía con un bourbon triple para mí y algo rojizo y espeso para ella. Tenía que ser alguien importante en ese lugar para conseguir bebidas con tanta rapidez. Tontamente, me sentí orgulloso, como si me estuviera acostando con la reina de Francia. Solo que el decapitado iba a ser yo.

—Has puesto cara de tango —dijo Nina.

—¿Qué mierda hacemos acá?

—Buscar información. Y asistir a una muestra de cine experimental.

—Estos tipos parecen el resultado de un experimento... fallido.

—Odioso —dijo ella apoyando su pecho en mi brazo.

Me besó con descaro, su lengua entrando por sorpresa en mis labios. Dejé de quejarme. Tomé un trago y me acordé de mi perseguidor. Pensé en pedirle a Nina algo de beber para él, pero no estaba a la vista.

—Voy a hacer algunas preguntas —dijo Nina—. ¿Me esperas aquí?

Al rato sentí un peso en el hombro. Era la mano del grandote.

—Gracias por lo de la puerta. Hubiera tenido que sacudir al rubito..., y él también está haciendo su trabajo.

—No fue nada —dije dando otro sorbo a mi vaso—. ¿Fuma?

Me aceptó un cigarrillo negro, pero por la forma de aspirarlo pensé que lo suyo era el tabaco rubio. Delante de nosotros, una quinceañera de casi dos metros de altura y veinte centímetros de minifalda ajustada le contaba una historia a su iPhone. Mientras hablaba alargando las eses, movía el culo al compás de una música que solo ella escuchaba. Durante un rato miramos el péndulo con minifalda.

—Un bello culo —sentencié.

—Usted lo ha dicho.

Le ofrecí mi vaso. Dijo que no con la cabeza, pero su mano no obedeció. Tomó un trago, se relamió y me devolvió el vaso. Carraspeó.

—Nada personal. —Se acercó y habló en tono confidencial—. Le he dicho al jefe que a usted también se la había jugado la pelirroja. Pero él no atiende a razones.

—Un duro, el jefe —comenté.

—No lo sabe usted bien —dijo—. Debo pedirle instrucciones. No vea el mosqueo cuando le diga que todavía no hay nada de la tía ni del...

Se quedó en mitad de la frase. Bebí otro trago.

—Creo que puedo encontrarla —mentí—. Pero necesito más tiempo. Puede que ella no lo tenga consigo, y en ese caso, lo importante no es dónde está ella, sino dónde lo dejó.

Esperé. Tanto podía haber acertado como adelantado mi ejecución.

—Tiene usted razón —concedió—. Pero El Muerto no se conformará.

—Solo pido más tiempo; si me mata, puede despedirse de Noelia y del...

Me miró con desconfianza.

—¿No será un truco para intentar dármela con queso?

—¿Qué ganaría? Usted no es un novato: sabe su oficio.

—¿De verdad lo cree? —Se le iluminó la cara y se hinchó tanto que creí que el traje de color limón y chocolate iba a explotar.

—Haré lo posible —dijo—. Pero El Muerto no es un tipo comprensivo...

Culo Inquieto seguía su danza ritual con el teléfono, y sus movimientos eran más espasmódicos. Iba a terminar pronto. Jamón y yo volvimos a estudiar las nalgas movedizas.

—Un bello culo —dijo, como si la frase se le acabara de ocurrir.

—Usted lo ha dicho.

—Claro que la morena que va con usted..., dicho con un respeto.

—Sí. Es una linda chica. Pero con problemas, no sé si me entiende. —Hice un gesto con el índice en mi sien—. Una historia muy triste...

—¿Entonces... usted no...?

—¿Con mi propia hermana?

—¿Es su hermana? —preguntó.

Me había pasado un poco.

—Como si lo fuera. —Suspiré otra vez—. Nos criamos juntos y luego yo viajé a Sudamérica. Volví para hacerme cargo de ella, necesita tratamiento. No puedo dejarla sola...

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