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Authors: Carlos Salem

Un jamón calibre 45 (8 page)

BOOK: Un jamón calibre 45
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—¿No me deseas suerte?

El taxi se detuvo y casi grito al descubrir que el conductor era el mismo que un rato antes estaba atado en el baúl del coche. Abrí la puerta y mientras me deslizaba por inercia en el asiento, creí escuchar la voz del gato que decía:

—Suerte. Vas a necesitarla.

El taxista me miró, pero no me reconoció. Puso en marcha el coche y volvió a mirarme por el retrovisor. Fuera del maletero parecía más grande.

—¿Qué le ha pasado? —preguntó sin dejar de mirar.

—Que no soy el gato de un ministro —contesté sin pensar.

—¿Cómo?

—Nada, jefe. Que se rifaba una paliza y yo tenía todos los números.

—Si yo le contara... —dijo él, pero decidió no contarme.

Hice que me dejara cerca de la casa de Noelia.

—¿Seguro que no quiere que lo lleve a Urgencias?

—¿Tan mal estoy?

—No sé. Pero está pálido. Como si hubiera visto un fantasma.

—Algo así. Un muerto, que es casi lo mismo.

Cuando arrancaba le grité «
¿qué tal la cosa por Vallecas?
» y se dio la vuelta, sorprendido. Después sacudió la cabeza y siguió viaje.

Empecé a caminar y me paré frente al escaparate de una tienda de electrodomésticos, llena de televisores y videocámaras. Me compadecí de la imagen repetida en las pantallas: un tipo de casi treinta años, con el pelo más largo de lo que marcaba la moda, la barba también anacrónica y una mirada triste o despistada. Puede que fuera triste y despistada a la vez. Vestía una camisa blanca raída, como si se hubiera caído de un balcón, y un vaquero roto en la rodilla. Era yo.

Me moría por medio litro de café. En algún lugar había leído que el café era la sangre de los hombres cansados. Chandler, creo. ¿Qué hubiera hecho Marlowe en mi lugar? Recibir los golpes, seguro. Pero después andaría pisando sus soledades hasta descubrir la trama del asunto sin que pareciera importarle demasiado. La cabeza del bueno de Marlowe era a prueba de porras y de esperanzas. Siempre podía ver lo que había detrás de las apariencias, aunque la mayoría de las veces, detrás de las apariencias no hubiera nada, como en un juego de espejos enfrentados que parieran imágenes sin una primera imagen original.

Pasé frente a una cabina de teléfono. Lidia.

Marqué su número sin pensar en la hora. No estaba en casa o no podía contestar. Su voz grabada me pidió que dejara el mensaje después del
piiii
.

—Hola, negrita. Soy yo. Tengo algunos datos más sobre los malandras. Primero: la cosa no va en broma, lo acabo de comprobar por la mediación de una porra. Segundo: El Muerto ese, no sé el apellido, pero lo seguro es que ha pasado una buena temporada en la cárcel. Y parece un muerto de verdad. Tercero: el otro, el grandote, se apellida Serrano y vive o vivió en Vallecas. No hay más, por ahora, pero con eso ya podrás tocar a tu contacto. Pero no toques mucho, ¿eh? Una bolsa de besos.

Colgué. Todavía no era de día pero la romántica noche ya estaba recogiendo sus ropas para irse a la mierda. A quince metros de la puerta del edificio esperaba un coche destartalado. Había alguien en el asiento delantero, forcejeando con la pobre luz de la farola para leer un diario casi pegado a los ojos. Cuando me vio llegar se hizo un lío con el diario y trató de tumbarse en el asiento. Se golpeó con algo y el ruido retumbó en la calle vacía, a dúo con el quejido.

No era mi Jamón. Demasiado chiquito.

Tampoco era El Muerto. No se hubiera quejado.

Me enojé.

Mucho.

Estaba cansado de golpes y de siluetas que me seguían, cansado de que todos me exigieran cosas imposibles, cansado de ser un chico bueno y un poco boludito al que se podía engañar, sacudir, acechar o proteger. Cansado.

Me paré frente al portal, mientras estudiaba por el costado del ojo una cabeza que asomaba detrás del volante. Fui hasta la farola y me planté al lado del coche. La figura acostada, ya sin la posibilidad de ocultarse, fingía dormir. Empecé a correr hasta doblar la esquina. Se oyó el crujido de una puerta hambrienta de aceite. Me escondí en el saliente de un garaje. Los pasos indecisos se acercaban. Cuando pasó, estiré la pierna y él cayó como una fruta madura. Se quedó sobre la acera sucia, esperando un golpe que no llegaba.

—Buenasnoche —dije, imitando el refinamiento torpe de Jamón.

El tipo se sentó en el mismo lugar en que había caído y me miró.

Era más bajo que yo, y peor alimentado. Tendría entre cuarenta y diez mil años, y la resignación pintada en su cara era tan vieja como la primera derrota. Vestía un traje de un color marrón indefinido con rayas negras, que le quedaba grande. Los zapatos, con las suelas a la vista, tenían agujeros en los agujeros, y bajo estos agujeros algo que podría ser cartón o huellas perdidas. Su cara era delgada y pálida, con un par de ojos pequeños que mantenía entrecerrados en una expresión que a él se le antojaría la de un tipo duro, pero a mí me recordaba a un viejo casi dormido en el jardín de un asilo público. Las mejillas le colgaban y las orejas salían hacia fuera, como alas inválidas pero orgullosas. Un metro más allá, el innecesario sombrero gris había quedado con el hueco hacia arriba y dejaba ver un rastro de sudor añejo y petrificado.

Sacudió la cabeza y habló por un costado de la boca, corno una mala copia de Bogart.

—No debió hacer eso —dijo.

—¿Por qué me seguía? —Tenía ganas de desquitarme de todos los golpes de la noche.

—Yo no lo seguía —negó, sin levantarse.

—Perfecto. Entonces llamamos a la policía y que aclare el asunto.

Sonrió de costado.

—Usted no llamará a la policía —dijo lentamente—. Yo soy la policía.

Me reí imaginando que fuera el «contacto» de Lidia, pero después pensé que tal vez sí fuera un policía. Él esperaba mi veredicto con excesivo interés. Volví a reírme con ganas. El tipo se puso a llorar, con hipos y todo.

—¡Joder! ¿Por qué nadie me cree? ¿Por qué? ¿Es que no hago lo debido, no estudié las lecciones, no tengo mi diploma con mención de honor? ¿Por qué nadie me cree?

Me dio un poco de pena y lo ayudé a levantarse.

—Venga, venga, tampoco es para tanto. Yo conozco a un gato que es libre y él tampoco se lo cree.

Me miró para ver si le tomaba el pelo, que era poco y estirado con paciencia para cubrir una calva precoz. Se sacudió el traje y dudo que todo ese polvo proviniera de la caída. Al menos, no de aquella caída.

—Hagamos un trato: usted me dice por qué me seguía y yo le creo un poquito.

Me senté en el primer peldaño del portal y él hizo lo mismo. Hipó un poco y luego se calmó. Le alcancé un cigarrillo y lo encajó en un costado de la boca como los duros de ciertas películas. Rebuscó en el bolsillo del traje y me alcanzó una tarjeta con los bordes gastados y sucios. Una lupa clásica adornaba un extremo, y en el otro un ojo atento y artificial me miraba impávido. En el centro, en un tipo de letra anticuado, podía leerse: «
FELIPE MAR LÓPEZ
,
Detective Privado. Divorcios, investigaciones. Discreción garantizada
». Abajo, una dirección de una calle cerca a la Puerta del Sol pero lejos del cielo, y un número de teléfono. Con un bolígrafo había apuntado una serie de números de dos cifras.

—¿Le han cambiado el teléfono? —pregunté.

Se sonrojó.

—La combinación de la Bonoloto. No tenía dónde apuntarla. Es mi última tarjeta.

—No van muy bien los negocios...

—Y..., no, la verdad es que no.

Fumamos un rato en silencio.

—¿Por qué me seguía?

—Un encargo. Trabajo. Es secreto profesional —se excusó.

—¿Quién puede tener interés en seguirme? Estoy de paso. Nada más.

—Y se llama Nicolás Sotanovsky y tiene veintinueve años y llegó a España hace seis meses... —agregó Mar López satisfecho de exhibir su eficacia.

—Veo que soy famoso. ¿Quién le encargó que me siguiera y para qué? No quiero ser violento, pero tengo gente muy cercana que podría enojarse. ¿Ha oído hablar de El Muerto?

—¿Usted conoce a El Muerto?

—Somos carne y uña. Precisamente, esta noche estuvimos conversando un rato. No es mal tipo. Un poco blando, eso sí. Pero hace lo que puede.

Mar López me observó con respeto y un poco de temor.

—¿No le dirá que yo he interferido, verdad? Por favor, señor Sotanovsky. Solo quería salir del agujero...

Creí que iba a llorar otra vez y lo calmé palmeándole la espalda.

—Vale, vale. Por esta vez no diré nada. Pero tiene que hablar. ¿Quién le pagó para que me siguiera?

—No me pagó —objetó el detective un poco enojado.

—Es igual, Mar López. ¿Quién le encargó el trabajo?

—La pelirroja —contestó—. La pelirroja que se llama Noelia.

13

Encendí otro par de cigarrillos y me preparé a oír su historia. Mar López me escrutaba por las ranuras de sus ojos, atento a mis reacciones.

—Ajá —comenté, por decir algo—. ¿Qué más?

—No hay más. Hice el trabajo en un par de semanas, le entregué el informe hace un mes y no volví a saber de ella. Decidí reclamarle el dinero en persona y no había nadie en su casa. Llegó usted, lo reconocí y quise seguirlo para que me llevara hasta la pelirroja.

—Bienvenido al club —murmuré.

Se tocó con prudencia el costado y metió la mano en el bolsillo. Medí la distancia entre mi pie y su cara, por si los dedos manchados de nicotina volvían a aparecer sujetando un arma. Con cuidado, sacó una petaca plana de plata labrada, que ya hubiera querido Dashiell Hammett para uno de sus personajes. Desenroscó el tapón, bebió un trago muy largo, y se secó la boca con la manga.

—¡Ahhh! Nada como un trago —declaró—. ¿Quiere?

Recibí la petaca, que era un muestrario de abolladuras. Empiné el codo esperando el sabor ardiente del whisky barato, pero no llegó.

Aquello tenía un gusto horrible. Escupí.

—¿Qué mierda es esto?

—Tila. Es por los nervios, ¿sabe? Tengo el estómago hecho polvo.

—Ahora que ya hemos bebido algo fuerte, ¿qué tal si me cuenta otro cuento? El de
La Cenicienta
no, por favor. Cada vez que lo oigo, me pongo a llorar.

—A qué se refiere.

—A que el cuento que me contó antes es bueno, y hasta puede que sea cierto, pero faltan detalles. Dijo que entregó el informe hace un mes. Y después, ¿qué? ¿Se sentó a esperar? No se ofenda, pero no tiene pinta de que le sobren billetes. Segundo: se planta delante de la casa en plena madrugada, a beber tila fría y leer el diario a la luz de la farola, así, por que sí. Tercero: dijo que quería «
salir del agujero
». ¿Cómo, cobrando un trabajo de dos semanas? —Sacudí la cabeza—. Va a necesitar una historia mejor para convencer a El Muerto.

Bajó los hombros y hasta me miró con admiración.

—Oiga, es usted bueno para las deducciones. ¿No le gustaría asociarse conmigo? Formaríamos un buen equipo.

Imaginé la cochambrosa oficina con vistas a la nada y una chapa en la puerta: «
MAR LÓPEZ & SOTANOVSKY, DETECTIVES
». Las cagadas de mosca oscurecían el metal y una telaraña cubría el sillón de los clientes.

—Gracias, pero paso —dije—. El suyo es un oficio peligroso.

—No crea. Yo diría que es aburrido. Ahora, con el divorcio legal, son pocos los clientes dispuestos a pagar por fotos comprometedoras de sus cónyuges. Prefieren hablarlo, llegar a un acuerdo y aunque no lo crea, a veces todo acaba en un círculo amoroso...

—Será «círculo vicioso» —corregí.

—De esos también hay: viciosos y guarros no faltan. Además, están los amantes cabreados, que ya no escapan por las ventanas como antes. Ahora te sobornan con un talón sin fondos, o te sacuden un par de hostias. ¿Sabe una cosa? Este oficio ya no es lo que era —bebió otro trago de tila y me ofreció la petaca.

Rehusé moviendo la cabeza.

—¿Y cómo se metió en esto, Philip?

—¡Yo qué sé! Vocación, que le llaman.

No tuve que esforzarme mucho para entrever una fascinación infantil por el heroísmo de los detectives de novela barata, capaces de luchar solos contra un ejército de matones y vencerlos sin sudar la camisa. Y no olvidar la rubia de largas piernas que esperaría siempre la llegada del detective con la ropa interior mojada y los labios pintados de color rojo sangre. Sería millonaria, seguro, y pondría su capital y su cuerpo a los pies planos del victorioso Mar López, Detective, que la tomaría durante una noche, para darle puerta después, que en la calle esperaban nuevos entuertos que desfacer y nuevas rubias adineradas que cepillarse sin soltar la pistola.

Había empezado a contarme su historia, pero no escuché el principio. Tampoco hacía falta.

—... por correspondencia. ¡Pero he aprendido mucho en estos años! La verdad es que, a pesar de los problemas y del peligro, no cambiaría este oficio por nada del mundo. Además, alguien tiene que hacerlo.

—¿Está seguro?

—No. Pero ¿qué quiere, que vuelva al pueblo a mirarle el culo a las vacas?

Fumamos, mientras el día se asomaba sobre el tejado de un edificio que de noche se me antojó cargado de historia y ahora era solo una mole bombardeada por las cagadas de las palomas. Cientos de miles de cagadas chorreando desprecio y semillas durante un siglo.

—¿Sabe una cosa, Philip? Cuando no quede un solo ser humano sobre la tierra, las palomas seguirán cagando desde el cielo sin enterarse de nada. Sobrevivirán, Philip, sobrevivirán. ¿Y sabe por qué? Porque solo viven para cagar desde arriba. Ni siquiera creo que hagan puntería: vuelan, cagan y mueren. Nosotros, en cambio, pretendemos hacerlo al revés, y claro, así nos va. No, no me mire así, que no estoy desvariando. ¿Ha observado a las palomas en un parque? Se amontonan ante unas pocas migas, parecen inofensivas y hasta engañan a los viejos convenciéndolos de que todavía tienen una misión en la tierra: darles de comer. Y los viejos se lo creen, total, han creído tantas boludeces en su vida... Y las palomas, Philip, se comen las migas, tropiezan entre sí y se arrullan como si fueran en verdad pobres pájaros bobos e inocentes. Pero levantan el vuelo y se cagan en la cabeza de los viejos, Philip. Se cagan en la Historia y en monumentos a muertos que no los merecieron. Se cagan en toda nuestra ambición de saber y poseer y vender y prestar y robar y ganar y después, siempre después, después, Philip, después perder.

Me miraba con ojos desorbitados, pero no se atrevía a interrumpirme.

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