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Authors: Carlos Salem

Un jamón calibre 45 (11 page)

BOOK: Un jamón calibre 45
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Una luz encendida revelaba el polvo adherido al cristal opaco y la placa del detective en la puerta era casi como la había imaginado: sin mi nombre para compartir esperas sin recompensa, pero cubierta de cagadas de mosca. Pensé que tenía que agregar las moscas a mi lista de supervivientes, junto a las palomas.

Esperé un rato, fumando y a la caza de ruidos.

Nada.

Abrí la puerta al mismo tiempo que lamentaba no haber traído la pistolita de Nina. Pero no hubiera servido de mucho en esa sala de espera, salvo que me dedicara a matar el tiempo y para eso bastaba con las revistas amarillentas que databan por lo menos del año en que murió Franco pero no sus enseñanzas.

El sillón de los clientes no estaba bordado de telarañas, aunque nadie se había sentado ahí desde hacía meses. Lo atestiguaba el polvo que protegía una razonable imitación de cuero verde. «
Vacas verdes
», pensé, «
vacas verdes volando sobre las palomas que vuelan sobre las moscas y se cagan unas sobre otras y todas, todas sobre mí
». Traté de tranquilizarme y tomé nota de la puerta del despacho, también con un cristal opaco y una luz detrás. «
Philip
», llamé mentalmente, «
Philip, esto no se hace, la concha de tu madre, teníamos un trato y los tratos se cumplen, cuatro partes iguales y la pelirroja para vos, si podíamos convencerla, pero así no Philip, que El Muerto acaba de salir de esta oficina, porque no creo que visitara a la adivina del otro despacho, que los muertos no creen en esas cosas y entonces solo queda la trampa, la celada, la puta emboscada para eliminar a un simple viajero sin destino que se ha negado a ser un gato de ministro y a decir verdad tampoco nadie se lo ha propuesto seriamente que si no, quién sabe
».

Conseguí serenarme y giré el picaporte. Mis ojos captaron la oficina pobre y los archivos despintados de verde y debajo azul, cubriendo apenas la primera pintura gris como las paredes.

Un escritorio heredado de otros ocupantes que habían tenido la suerte de salir de esa ratonera.

Dos sillas para las visitas y al otro lado un sillón giratorio gastado en los bordes, hijo pródigo de la misma vaca verde que había parido a los de la sala de espera.

Si alguien quería pintar el fracaso, esta era su oportunidad y su paisaje: una cárcel sin barrotes ni salida posible, con el almanaque denunciando el tiempo con dos meses de atraso y las ilusiones mal guardadas en una caja fuerte empotrada con la puerta abierta de par en par.

Ah, y el cadáver de Philip Mar López, detective privado, como muestra de que no había otra forma de salir de allí.

17

Mi experiencia con cadáveres era como la de cualquier estudiante de Medicina del tercer mundo: quince minutos de difunto en cinco años. Pero no necesitaba estudios para saber que esa cosa negrarrojaespesa era sangre, con las moscas revoloteando sobre el charco que era un lago, con un afluente que descendía desde la mesa del despacho, desde la garganta cercenada de Philip.

Temblando, le toqué el cuello y estaba tibio, pero muerto.

Total y absolutamente muerto.

Tendría que haber salido de ahí en ese momento. El Muerto podía volver, o acaso un cliente que tendría el honor de ser el primero que rechazara Mar López, por causas de fuerza mayor.

No me fui. Estaba harto de irme.

La caja fuerte se llamaba así por una broma de mal gusto. Era chiquita y mezquina, con un gran ojo de cerradura y un recuadro de pintura más clara enmarcándola como una postal del desaliento. En el suelo, rodeado de cristales, un marco destronado. Lo levanté. Una imagen amarillenta de Río de Janeiro, probablemente recortada de una vieja revista: playa angelical y dos garotas que ya serían abuelas, paseando curvas por la playa. El pobre Philip. Quién sabe cuántos años llevaba soñándose en esa arena, millonario al instante por un gran negocio que nunca llegaba. Y cuando llegó, todo lo que tuvo para el viaje fue una navaja empuñada por una mano huesuda.

Pero el hijo de puta sonreía.

Muerto y todo, el detective sonreía.

Tal vez imaginara la sorpresa de la casera cuando llegara el lunes a cobrar el alquiler. Su brazo derecho estirado sobre la mesa acababa en una pequeña mano cerrada en un gesto que tal vez fuera espasmódico y final, pero que a mí me recordaba bastante al de los cuernos. Seguí con la mirada la dirección de los dedos y solo estaba el archivador con los cajones abiertos de mala manera, y una lluvia de carpetas caídas.

Para no pensar en el cadáver, rebusqué en el índice alfabético. Nada en la S de Sotanovsky, nada en la F de Financur, nada de nada en las iniciales de Noelia o Nina. Cerré el cajón con fuerza y miré al detective que seguía sonriendo después de muerto con una plenitud que no tenía en vida. Caminé hacia la puerta, sensato al fin.

Me paré en seco. Y volví sobre mis pasos hasta el archivador. Busqué en la R y ahí estaba. «Río de Janeiro.» Algunos folios sueltos, folletos turísticos de décadas sucesivas, y una libreta negra con tapas de hule. Un diario. Sí, un diario como los de las quinceañeras, pero con los bordes de las páginas redondeados a fuerza de masajear sueños que no se cumplirían.

Revisé el contenido con cierto pudor por asomarme a las miserias ajenas, una buena manera de olvidar las mías. Los bordes de las páginas estaban cubiertos de una pátina que no llegaba a ser marrón, y se quedaba en algo entre el amarillo del tabaco en soledad y gris de gris, el peor de los grises. Pobre contenido el del diario de un detective fracasado en una ciudad que no guardaba secretos sino los bienvendía en portadas de revistas o despachos amueblados de diseño. Romances truncados o imaginarios con pobres chicas de oficinas vecinas, una clienta viuda que sospechaba que el marido no había muerto de causa natural y que lo había matado un oscuro poder y qué buena y qué sola y qué desvalida y qué buena (otra vez) estaba la viuda, con solo un detective rudo y ajado para darle amparo; Mar López fumando por el costado de la boca y las comidas caseras en su casa de ella para «conocer» el terreno y un hijo —no de puta, que era una señora, pero un hijo de puta al fin y al cabo—, que olió la plata de la herencia y llegó a defender a mami; y otra vez café sin café por aquello de la úlcera y angustia de despacho decadente y solo y no más viuda.

Aquello tenía fecha de seis meses atrás. Después, banalidades, cuernos intrascendentes espiados por morbo de maridos con la entrepierna más tranquila que la conciencia, y algún rescate fallido de joyas que no valían el esfuerzo.

Eso, y la historia del sudaca.

O sea, yo.

Eran anotaciones sueltas y espaciadas, con poco entusiasmo al principio, pero que se volvían más largas y detalladas a medida que Mar se adentraba en el caso y su olfato atrofiado de sabueso de jardín olía dinero. Ahí estaba todo. El encargo de seguimiento por parte de Noelia, la vigilia incierta tras mis pasos sin rumbo, yo mismo. Un tipo de treinta años, con amigos variopintos «
y casi sin amigos verdaderos
», que rondaba Madrid «
con más desgana que ansiedad
», ni muy alto ni muy bajo, delgado de comer poco, «
ojeroso de pensar demasiado
», de costumbres sexuales aparentemente ortodoxas (también sabía lo de la gallega, el fisgón), sin metas claras y al que amenazaba «
una calvicie lenta pero inexorable en la coronilla
».

—El hijo de puta. Sabía escribir «inexorable». Quién lo hubiera dicho.

Encendí un cigarrillo. Necesitaba un trago de algo fuerte, y no precisamente la tila que el detective ya no entibiaría en su petaca bajo el sobaco.

No era muy imaginativo para esconder el whisky, ni falta que le hacía, en una oficina frecuentada solo por las moscas. Encontré la botella en el segundo cajón del archivador y un vaso casi limpio. Seguí leyendo sin imaginar qué era lo que El Muerto buscaba con tanta urgencia. Algo que valía una puñalada y una muerte sin importancia.

Pensé que no era de buen gusto beberme el pésimo whisky de Philip en sus narices, de modo que pasé al otro lado de la puerta fingidamente oculta tras el sillón. Si el panorama en el despacho era desolador, lo que encontré en ese minúsculo espacio robado a la estrechez era para recomendar a cualquier suicida. Me bastó una mirada para descubrir que Mar López vivía ahí, si a eso se le podía llamar vivir. Un cuartucho de dos metros y medio por casi dos, recortado el escaso espacio por la entrada del baño, una mesa de juguete, un microondas abollado, unas pilas de libros ajados, y una breve cama sola y sucia. El Muerto también había estado ahí. Lo supe por la violencia mecánica con que habían sido revueltos los libros, acuchillados la almohada y el jergón, rotos los cajones casi sin pertenencias. Hasta en el baño había buscado el hijo de puta. Tampoco era un baño en toda regla: apenas un lavabo, un pequeño espejo rajado, un inodoro amarillento, y una gran palangana de plástico apoyada de costado contra la pared, en inestable equilibrio. Suficiente para la higiene sin alegrías de Philip, para su vida clandestina de esquivar al portero para que no descubriera que vulneraba su contrato viviendo en la oficina, calentando platos culpables con la ventana abierta para que el olor a comida no delatase su presencia.

Bebí un largo trago de la botella y me quemó la garganta. Por la ventana sin cortinas se colaba la luz azulverderrojazul de un letrero de neón que marcaba el pulso del universo. Me senté en la cama y estudié los libros de Mar López. Lecciones de detective por correspondencia, literatura policial barata, el inefable Marcial Lafuente Estefanía para glosar el salvaje Oeste. Y en un cajón de la raquítica mesita, tres novelitas de Corín Tellado y una revista porno de las más baratas.

—Picarón —susurré—. Esto debe ser de los tiempos de la viuda.

Le robé otro trago a la botella y el whisky seguía siendo malo. Me deprimí y tuve ganas de llorar, de llorar despacito y sin motivos, hasta morir deshidratado. Para espantar esa sensación, empecé a hojear los papeles de la carpeta titulada «Río de Janeiro». Del diario de Philip, a una copia del informe que le remitiera a Noelia, al diario otra vez. Y empecé a atar cabos. Cuando mis deducciones se retrasaban, las anotaciones del diario me servían de puente.

—Después de todo, no eras tan tonto, detective —dije brindando hacia la puerta.

Noelia escapaba por completo al prototipo de cliente de Mar López. Por eso cuando ella visitó su despacho, él registró sus impresiones en el diario. No se tragó el cuento de la búsqueda de marido y una vez que conoció al «candidato» (o sea yo), decidió que si después de todo era cierto que estaba dispuesta a casarse con «un tipo así», bien podía él entrar en la competición. Noelia le gustaba a rabiar. No escatimaba descripciones en su diario, algunas rozando la fantasía erótica, y pensé que por lo menos seis de las manchas en las sábanas del jergón de Philip llevaban el nombre de la pelirroja.

El informe, en cambio, era aséptico, salpicado de palabras grandilocuentes mal empleadas, pero demostraba que el tipo sabía su pobre oficio. Había seguido mi rastro durante días y días. Caí en una extraña fascinación al descubrirme como otro desde los ojos de Mar López, impersonales en el informe, incisivos en las anotaciones del diario. Hasta las fotos que me había hecho sin yo advertirlo parecían de otro tipo. Ahí estaban unas semanas de mi vida, acto tras acto, caída tras caída. Mi relación con la peruana, la ruptura, la gallega —de la que señalaba en el diario «
tiene el mejor par de tetas que he visto en mi vida
»—, la intermitente comunicación con Lidia, la poca relación con círculos de argentinos residentes en Madrid, y hasta algunos datos personales más o menos acertados, que andá a saber cómo carajo había logrado reunir.

En un papel, sujeto con un clip a la copia del informe, dos apellidos acabados en número de teléfono que supuse serían de los colegas de Mar encargados de esas investigaciones, el nombre de mis competidores y su nacionalidad. No me sonaban de nada.

Seguí leyendo y tomando, y no pude reprimir una carcajada cuando las expectativas del detective de tirarse, ya que no a una rubia de novela, por lo menos a esa pelirroja espectacular y mentirosa, se fueron al carajo. Después de recibir el informe, ella no volvió a llamar ni a visitar el despacho, y en el número de teléfono que había dejado nadie atendía las llamadas.

Pero pese a todo, Mar López era una rata de aquellas alcantarillas del Madrid más sórdido. Olfateó dinero. Y salió a preguntar por los bares, y comprobó con sorpresa que el nombre proporcionado por Noelia no era falso. Y supuso que si se había empeñado tanto en saber de mí, acabaría por ponerse en contacto. En eso se equivocó.

Hacia el final, las anotaciones del diario se volvían un poco confusas, como si hubiera estado dándole a la misma botella que yo ya estaba a punto de vaciar.

Hablaba de dinero, mucho dinero, de planes, de Río, por supuesto.

Y oscuramente, en las últimas páginas, de Río y la pelirroja, que «
al principio vendrá un poco obligada, pero luego aprenderá a quererme
».

Ya no entendía una mierda. Tiré el diario y la carpeta contra la pared de aglomerado. Del cuaderno cayeron unos recortes de prensa. Eran fotocopias de diferentes periódicos, la fecha apuntada en el margen con la infantil letra de Mar López. El más antiguo estaba fechado casi tres años atrás, y narraba, en el lenguaje truculento de las crónicas de sucesos, el atraco a Financur, con un botín estimado en poco más de treinta mil euros, y anunciaba que «
pese al hermetismo habitual en estos casos, ya que la investigación sigue abierta, fuentes bien informadas no descartan el pronto esclarecimiento de los hechos
».

El otro recorte fotocopiado daba cuenta de ese «
esclarecimiento
»: fuerte dispositivo policial, captura de un tal P. Menéndez, alias
El Muerto
, con el botín casi al completo, puesta a disposición de las autoridades judiciales, etcétera, etcétera. Le di otro trago a la botella. Estaba mareado. Con cierta dificultad, leí el último recorte. Y recuperé la sobriedad al instante.

La pieza encajaba, aunque de manera remota. La fecha era de una semana después de la detención de El Muerto, diez o doce líneas a una columna. Informaba sin pasión de la muerte de un tal Enrique Salas y Salas, gerente de Financur. Había muerto en su despacho, instantes después de recibir una larga llamada telefónica que su secretaria no pudo identificar. Se había volado la tapa de los sesos con la pistola que guardaba en su escritorio.

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