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Authors: Carlos Salem

Un jamón calibre 45 (5 page)

BOOK: Un jamón calibre 45
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Repetí el gesto universal de los tornillos flojos.

—Joder. Y tan lista que parece...

—Tendría que verla cuando intenta suicidarse...

Culo Inquieto exhaló un gemido y dejó el teléfono. El grandote retrocedió hasta su mesa caminando con cuidado, como si temiera romper alguno de los maniquíes parlantes que lo rodeaban. Otra adolescente, réplica de la anterior, pasó meneando las caderas. Rondaba los dieciséis años pero no desmerecería en la NBA. Mientras pensaba en qué les darían de comer, se apagaron las luces, Nina volvió y el espectáculo comenzó. Un tipo caminaba por un callejón oscuro, lleno de contenedores de basura. De los contenedores salían luces y voces distorsionadas. Una silueta envuelta en bruma se acercaba desde el fondo.

—¿Alguna novedad? —pregunté en voz baja.

—Alguna. Y no te gustará. Nadie sabe nada de Noelia desde hace semanas. Hizo una visita relámpago a Madrid y volvió a marcharse. —Intentó animarme—. Pero la encontraremos, te lo prometo.

En la pantalla una adolescente se desnudaba frente a un tipo y tenía una cruz pintada en la teta izquierda y una esvástica en la derecha. Empezó a jugar con un lápiz gigante en su entrepierna. Con la otra mano llamaba al tipo, que miraba con inquietud la silueta que se acercaba.

Nina estiró el cuello para besarme y la esquivé.

—Cuidado. Tuve una conversación con nuestro ángel de la guarda. A lo mejor consigo más tiempo.

—¡Fantástico! —Intentó besarme otra vez. Volví a esquivarla.

—... y lo convencí de que sos algo así como mi hermana postiza.

—¿Y eso por qué?

—Si saben que sos amiga de Noelia, podés ser la segunda en la lista.

El tipo se desnudaba y debajo de la camisa y la corbata tenía otra camisa y otra corbata. Se sacó los pantalones y los calzoncillos y los tiró dentro de un contenedor, que empezó a masticarlos.

Nina me miraba con ternura.

—¿Mentiste por mí?

—En parte: también le dije que estás un poco loca...

—¿Sabes qué, hermanito? Siento unos impulsos incestuosos...

—¡Aparta, Satán! —Acaricié su mano.

La silueta siguió avanzando. El tipo se encogió acuclillado contra la pared de ladrillos rojos. La silueta extendió una mano y le tocó el hombro. El tipo vio la terrible cara de la silueta, y era su propia cara.

El tipo se cagó de miedo. ¡Se cagó de verdad!

La gente empezó a aplaudir y se encendieron algunas luces. La pantalla mostraba una lista de créditos superpuesta sobre la cagada del tipo, recortada contra los ladrillos, que ahora eran negros como el callejón y como mi humor.

—¿Qué te ha parecido? —preguntó el delgadísimo amigo de Nina.

—Una cagada.

—¡Eso es! —dijo entusiasmado—. Has captado el mensaje de la obra de Picchu: detrás de las apariencias, todo es una mierda.

—Gire en el sentido que gire —apuntó Nina.

—Picchu estuvo un año trabajando la idea —se entusiasmó el flaco.

—Le hubiera bastado con dejarse caer por acá una noche.

Nina me dio un codazo. Los aplausos crecieron y las luces se encendieron. Un tipo de pelo azul saludaba con dos brazos en alto. Era el protagonista del corto.

—Es Picchu —dijo el flaco y salió disparado hacia el creador incontinente.

—Mientras no se le ocurra hacer una improvisación en vivo... No creo que el local tenga una ventilación muy buena...

Esquivé el nuevo codazo de Nina.

—Eres un sudaca incivilizado —dijo entre divertida y enfadada.

—Pero al menos no me cago en escena.

Las luces volvieron a apagarse y el show siguió. Los cortos no estaban mal, si a uno le gustaban las acumulaciones de símbolos estilo supermercado. En todos había un elemento de terror, una nada velada crítica a la sociedad, una sombra de muerte y una flaca en pelotas. Tal vez significara un alegoría sutil, o que solo las esmirriadas estaban impacientes por desnudarse, aunque fuera por amor al arte.

El último resultó inquietante. Había una bañera en el centro de la nada. Una bañera antigua, con patas retorcidas terminadas en garras de león o fiera parecida. Estaba llena de un líquido rojo espeso. Sangre. La cámara paseó por la superficie inmóvil y escarlata. Algo se agitó bajo el rojo. Nació una mano de mujer. Una mano roja. Goteaba. Las gotas, al caer, formaban círculos concéntricos en el líquido rojo. Otra mano emergió, lentamente. Las dos bailaron una danza eterna. Se unieron por las palmas, formando un triángulo de rojo contra negro. La cámara describió un círculo y la bañera pareció saltar hacia delante en cámara lenta. Una pierna carmesí brotó, rojo parido por el rojo. Era una hermosa pierna y la cámara lo sabía, mientras caminaba de un extremo al otro, hasta perderse en la masa líquida. La pierna, como si tuviera vida propia, se elevó en un ángulo de 45 grados y tiró del resto del cuerpo. Pescó una cadera pronunciada, una cintura estrecha, un culo brillante. Cayó, durante un minuto, con la música acompañando los planos intermitentes que desde todos los ángulos seguían la caída. El líquido rojo recibió su carga y se abrió gustoso en dos olas casi sólidas. Todo comenzó a girar y una espalda de mujer totalmente limpia de sangre salió de la bañera. Se irguió con gracia y sus formas blancas se recortaron contra el negro del fondo. La cámara viajó con hambre por su espalda y descendió hasta donde las pantorrillas se perdían en el rojo. El color y la humedad del líquido comenzaron a trepar por la piel blanca y la envolvieron. La música creció mientras el rojo derrotaba al blanco y se apropiaba de las piernas y las caderas, penetraba el pubis simétrico, inundaba el ombligo chato y se alzaba con codicia hacia los pechos.

Era raro, pero había algo más. Yo conocía aquel cuerpo. La cámara se alejó y entonces ya no tuve dudas, aunque la cara quedaba tapada por el pelo: ¡Nina! La miré de reojo y me estaba observando.

El líquido rojo continuaba poseyéndola y se retorcía, con algo de furia y mucho placer, como cuando hacía el amor. Sentí celos de esa cámara que la hacía suya de una manera definitiva, lejos del mundo de los cuerpos. El rojo venció al blanco y ella se detuvo. Empezó a caer en la bañera. En realidad, la bañera se la tragaba, como haría una ballena blanca y sensual. Desapareció.

La superficie roja se cerró en círculos concéntricos y la imagen se congeló.

Aplausos. Luces.

—¿Te ha gustado? —preguntó Nina con timidez.

—Me impresionó —dije—. Tiene sensualidad, pero también mucho tormento. El que escribió esto debe tener la cabeza llena de fantasmas.

Me miró a los ojos.

—Lo escribí yo.

8

Nos separamos en la puerta. Me besó en la mejilla ante la mirada de Jamón, pero su mano, que él no podía ver, se metió entre mis piernas y me acarició en un único movimiento que iba tardar en olvidar.

—Hasta luego, hermanito —susurró—. Te espero en la cama.

Me ofreció algo de dinero y lo rechacé. No insistió. Me había costado convencerla de la necesidad de separarnos por unas horas. Ella podría seguir preguntado por Noelia sin que mi presencia provocara preguntas. Yo buscaría a Lidia en la reunión fraternal de periodistas argentinos residentes en Madrid.

Caminé buscando un taxi.

Alguien me llamó. Era mi Jamón Calibre 45. Parecía decepcionado.

—¿No vuelve a casa?

—No.

—Es que... llevo todo el día detrás de usted, con la misma ropa y... —Se ruborizó—. Tengo un compromiso.

—¡Picarón! Hagamos una cosa: le doy la dirección del restaurante. Voy a estar ahí un par de horas. Usted puede darse una ducha, romper un par de corazones y alcanzarme allí.

—Es usted buena gente. Me apenará tener que machacarlo.

—Gracias. Es un alivio —dije.

Le pregunté la hora, pero no llevaba reloj.

Paré un taxi. En algún lugar, sonaron unas campanadas o las imaginé. El taxi cortó la oscuridad desierta de una calle secundaria y se metió por una avenida que no reconocí. Un panel electrónico de información mentía al anunciar la temperatura y mentía otra vez al decretar que eran las cinco de la tarde. Espié el tablero del coche por encima del hombro del taxista. El reloj digital estaba oscuro. La muñeca del hombre también, pero de sol y ventanilla. Ni rastros de ningún reloj. El tipo interpretó mis movimientos como ganas de charla.

—Así que a Lavapiés —dijo—. Mala zona. Maricones, yonquis, camellos, moros, negros... —Suspiró—. Esto con el generalísimo no pasaba.

—No —dije para no discutir. Pero el tipo estaba decidido a conversar.

—Mala zona. Pero me dijo que iba a un restaurante...

Le repetí el nombre. Sonaba a mala imitación de posada irlandesa dirigida por un italiano y seguramente hipotecada en un banco japonés.

—Ah. Buena comida. Eso dice la gente. Yo solo como lo que guisa la parienta, que en los bares hay mucho guarro y uno no sabe lo que come.

El tipo seguía y yo trataba de calcular la hora. Pensé en buscar mis bolsos y seguir hasta el aeropuerto aprovechando que el Jamón estaría ocupado con su cita romántica. ¿Y si era una trampa? Si trataba de fugarme podían ponerse pesados. Necesitaba saber la hora. En una esquina, un yupi posmoderno pasado de vueltas y de alcohol se amaba a sí mismo y a su iPhone y esperaba para cruzar la calle con impaciencia. Levantó el codo en un movimiento seco y clavó la mirada de águila con lentillas en su reloj, ganándose mi odio eterno mientras lo dejábamos atrás, un poco más contaminado, pero a salvo del monólogo de mi taxista.

—Usted perdone, pero ¿no es de aquí, verdad?

—No —dudé antes de seguir, porque sabía lo que venía—: Soy argentino.

—¡Ah! Yo tengo un tío en Argentina, tal vez lo conozca. Vivía cerca de una cascada grande, viene en las postales, ¿cómo coño se llamaba...?

—Cataratas del Iguazú —informé. Ahora venía aquello de «
qué pena, un país tan grande y tan rico. ¿Cómo ha llegado a perderlo todo?
», etcétera.

—Qué pena, la Argentina, un país tan rico. ¿Cómo puede ser que esté casi en la miseria? Yo creo que...

Me juré si salía de aquel lío me compraría un reloj. Un bonito reloj negro con números digitales, la hora de diez países, agenda telefónica y una alarma que tocara
La Primavera
de Vivaldi para recordarme que nadie me esperaba en ninguna parte.

En una esquina luminosa, tres chicos hurgaban en un contenedor de basura como si buscaran allí el futuro. Su método no era diferente del mío. Rescataban objetos de la gran caja de metal, los inspeccionaban con cuidado, los catalogaban y se los pasaban a un tipo gordo que los apilaba en una furgoneta que tenía algo de carroza y algo de coche fúnebre. Un semáforo nos detuvo en el centro de la avenida. Uno de los chicos se zambulló en el contenedor y solo se vieron sus piernas agitando el aire por la excitación. Recordé el vídeo experimental y temí que las mandíbulas de metal gris se lo tragaran. El gordo y los otros chicos contuvieron la respiración. Yo también. Hasta el taxista ofrendó una pausa de silencio.

El pibe del contenedor estiró las piernas y trazó con ellas un semicírculo al buscar el suelo. Un grito de triunfo. Con los brazos en alto, mostró su trofeo bajo la luz de la farola. Un televisor portátil, con una calcomanía del Real Madrid ocupando un costado, para ocultar rajaduras. La luz del semáforo cambió, todo volvió a moverse y el taxista retomó su discurso. Ahora venía lo del barco argentino cargado de trigo u otro recuerdo de posguerra.

—Cuando yo era niño, mi padre hablaba de los barcos que venían de la Argentina cargados de patatas al puerto de Málaga. Unas patatas negras. Y trigo argentino. En aquella época, todo lo que llegara era poco...

Miraba hacia delante, pero por la rigidez del cuello y la lentitud con que avanzábamos, yo sabía que no vigilaba el asfalto que nos esperaba, sino el pasado que volvía a su encuentro. Una cuarentona vestida de jovencita jalonaba la próxima esquina, con el bolso pegado a un costado y la soledad cosida a la espalda. El peinado era tan natural y moderno que parecía una peluca robada a una sobrina cómplice. Llevaba un vestido tan corto como sus esperanzas de ser rescatada por un príncipe azul o al menos celeste. El escote mostraba un poco de sus pechos olvidados y mucha desesperación porque alguien los recordase. Ordené al taxista que se detuviera junto a ella, cuando ya el tipo atacaba con las joyas de Eva Perón y lo guapa que era, «
toda una señora
». La mujer me miró con más ilusión que temor a un robo. La estudié con galantería y con mi voz más seductora le dije:

—Buenas noches, belleza. ¿Puedo pedirte un favor?

El tuteo la alivió. Estaría harta de imaginar aventuras amorosas con jovencitos que se apretaban a su cuerpo por el azar promiscuo del metro, para después bajar en Sol tras el insulto de preguntar «
¿baja aquí, señora?
» y pasar a su lado con cuidado, como si fuera la momia de Nefertiti a punto de deslizarse en polvo milenario. No respondió con palabras, pero sus ojos dijeron SÍ a lo que fuera a pedirle. Se lo pedí.

—¿Me podés decir la hora?

Me la dijo.

—Gracias. Hasta pronto —añadí.

El taxi partió como un barco y ella se quedó en la esquina, dudando entre volver a su realidad de macetas y novelas solitarias, o tejer a partir de ahí la fábula de una noche loca de amor con un desconocido de barba y pelo desordenado. Algo para contar el lunes en la oficina. Ignoro qué eligió. Nos internamos por calles angostas y teñidas de sombra. El taxista volvió a la carga. Pero ya no lo escuchaba ni siquiera por cortesía.

Las doce y veinte, había dicho la mujer.

Mi primer día de plazo se había ido a la mierda.

SÁBADO

«... y un gato de porcelana,

pa' que no maúlle al amor.»

te busca y te nombra.»

DONATO-LENZI,
A Media Luz

9

A la hora de cobrar, el taxista olvidó el afecto por mi país y sus patatas negras y sus barcos de trigo. Yo, por mi parte, había olvidado la cartera. Me miraba con desconfianza. Revisé los bolsillos, en busca de monedas salvadoras. Y encontré el tanga de Nina. Dentro, envolviendo cinco monedas de dos euros, había tres billetes de 10, tres de 20 y cuatro de 50. Comprendí por qué Nina no insistió cuando rechacé su dinero. Ya me lo había dado.

—¿En qué momento...? —reflexioné en voz alta.

El taxista, de nuevo cortés, comentó:

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