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Authors: Carlos Salem

Un jamón calibre 45 (21 page)

BOOK: Un jamón calibre 45
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Serrano se volvió, pudoroso y me tendió su camisa floreada. Debajo llevaba una camiseta sin mangas. Sin camisa parecía más viejo. Nina terminó de abrocharse los botones y esa tela pretendidamente hawaiana la cubría más que toda la ropa que le conocía.

Nos quedamos en silencio y no se oía nada. Discutimos. Nina era partidaria de esperar ocultos a que se hiciera de día. Yo proponía que bajáramos al pueblo, pensaba que los tipos no querían llamar la atención y no nos seguirían. Serrano estaba abstraído y dijo que sí con la cabeza a las dos propuestas. Nina cedió. Empezamos a bajar la montaña.

—¿Me podés explicar qué pasó? —pregunté abrazándola.

—Que cuando vi de qué iba la cosa y que os dedicabais a discutir, me escabullí. Vi cómo ese tipo os capturaba, pero en lugar de llamar a los otros se alejaba, y me olí algo feo. De modo que cuando el terreno quedó libre, volví hasta la zanja y busqué su arma. —Señaló a Serrano con el mentón—. Pero eran muchos. Y sabían que yo iba con vosotros. Dos se internaron en el bosquecito para buscarme, imagina con qué intenciones. El del coche estaba nervioso y solo se preocupaba por «el sudaca». Pero los otros se hacían los sordos. Me desnudé y dejé el vestido colgado de un árbol. Lo vieron, pero el jefe ordenó que solo uno se ocupara de mí. Se lo echaron a suertes con una moneda.

—Que se cayó y no pudieron encontrar —dije.

—¿Cómo lo sabes? El caso es que el jefe llamó al calvo y el otro quedó solo. El bosquecillo tampoco es el Amazonas y no podía ocultarme por mucho tiempo, de modo que me dejé ver, arrinconada contra un árbol, con el revólver escondido en una rama baja. El tipo me vio y se olvidó hasta de su arma. Empezó a desnudarse, fingí escapar y...

—¿Y qué? —preguntamos Jamón y yo.

—Que como dice el chiste, corre más una mujer desnuda que un tipo con los pantalones por los tobillos. Le pegué varias veces con el revólver en la cabeza y hay que ver lo que pesa...

Jamón acariciaba su arma como a un gato mimoso. Nina siguió con su relato. En un rato empezaría a amanecer y todavía nos faltaba media montaña por bajar. Algo así como ciento cincuenta curvas.

—Después vi las luces del coche y que os habíais dejado atrapar otra vez. De modo que ya que estaba en pelotas porque el otro guarro se había llevado mi vestido, decidí daros una oportunidad y me crucé en el camino. No fue difícil perder al calvo que me seguía, porque estaba medio tarumba. Y después, un tiro contra el coche, aunque yo le apuntaba al jefe, y aquí estamos, vivos y coleando...

El coche atronó de repente y supe que habían bajado con el motor apagado para no hacer ruido, empujados por la pendiente del camino. Estaban a unos metros de nosotros y hasta la curva nos quedaba un trecho. A un lado la pared de la montaña, al otro el precipicio.

—¡Métales bala, Serrano! —grité—. ¡Un corchazo con ese trabuco y se acabó la joda!

Serrano empezó a correr hacia la curva, y nosotros detrás. Pero era inútil, nos iban a alcanzar.

—¿Por qué mierda no dispara? —pregunté.

—Tenía una sola bala —explicó Serrano jadeando.

—¡Usted, como asesino es una mierda! —me enojé.

Dignamente se volvió y les tiró la pistola, que cayó dentro del coche sin parabrisas. —Genial —grité—. Ahora, ya les hemos dado un arma más...

No tenían prisa por alcanzarnos y había algo de sadismo en la decisión de hacernos correr de esa manera. La curva estaba a la vista y redoblamos esfuerzos. Nina volaba a mi lado, cerca de la pared de la montaña, Serrano unos pasos detrás y a menos de cincuenta metros, el coche negro ocupaba todo el ancho del camino. Doblamos la curva pero no significaba nada, no había escape. Y mucho antes de llegar al pie de la montaña nos iban a pasar por encima, eso estaba claro.

Se oyó la acelerada antes de que viéramos la forma negra del coche, levantando nubes de polvo.

Era el final.

Apareció rugiendo y se nos vino encima. Entonces, algo se cruzó, como salido de la nada. El de la cabeza rota clavó el freno, el coche derrapó, arrastrado por su peso, y se salió del camino. Cayó barranco abajo durante un rato. No era mucha altura, pero la suficiente como para encargar una misa por ellos, si uno era creyente. El coche, desde luego, no explotó. Eso pasa solo en las películas.

Nos quedamos clavados en el centro del camino, mirando hacia el lugar en el que el coche había derrapado.

Una vaca, impasible y masticadora, nos miraba, nos miraba.

Juro que me guiñó un ojo.

31

Después, mucho después, cuando intenté contarme toda la historia para asumir mis culpas, tuve que admitir que, de no ser por Nina, hubiéramos seguido dando vueltas por ese paraje en el centro de la nada, hasta ser cazados como conejos indefensos. Suya fue la idea de volver hacia el autocar dando un rodeo, porque dijo que si los matones del otro coche nos esperaban ahí, no se atreverían a tocarnos delante de tantos testigos. Cuando estuvimos cerca hizo que nos tumbáramos en una zanja, para ver sin ser detectados. Varios coches se habían detenido junto a la mole tumbada con la mitad de sus ruedas apuntando al cielo que todavía remoloneaba para no amanecer.

—Vosotros os quedáis aquí mientras yo me acerco por el otro lado, para recuperar los bolsos —dijo y salió corriendo otra vez hacia el campo, la camisa de flores ondeando como la bandera de un país en el que las cuatro estaciones se llamaran primavera.

Serrano y yo nos turnamos para vigilar desde la trinchera de la zanja y creo que nos quedamos dormidos al mismo tiempo. También a dúo despertamos sobresaltados cuando el motor de un coche aceleró a fondo y creí que todo volvía a empezar. Era Nina, que nos hacía señas desde el asiento del conductor de un coche idéntico al negro que yacía al pie de la montaña, salvo que este estaba pintado de color azul oscuro. En cuanto subimos, ella se puso en marcha con las luces apagadas y siguiendo un trayecto más o menos paralelo a la carretera. Serrano y yo la mirábamos intrigados pero con respeto:

—¿Queréis cerrar la boca, pasmados? —ordenó ella en tono enérgico, pero estaba de buen humor.

Nos contó que al llegar al bus reconoció al pelado del mechón ensangrentado, que se había acercado en ese coche con un rubio, simulando ser buenos samaritanos dispuestos a echar una mano. El pelado dijo haberse golpeado la cabeza en una frenada brusca cuando intentaron esquivar un perro en la carretera, y un vecino del pueblo se ofreció a llevarlo para que lo curaran.

—Imagino que quería comprobar si estabais allí, porque a mí me reconoció de inmediato —siguió contando Nina—. El rubio se quedó para vigilarme, y cuando dije que no estaba dispuesta a esperar el bus de recambio y cargué mis bolsos para ir andando por la carretera, se ofreció galantemente a llevarme. Y me llevó. A mí... y a mi amiga.

Mostraba la pistolita que yo había visto días antes al revisarle el bolso, y que en su mano parecía de juguete.

—¿Por qué me miras así? Una chica tiene que cuidar de sí misma —protestó con inocencia fingida—. El rubio no lo sabía y por eso ahora corre desnudo por el campo.

No podía parar de hablar. Nos contó que estábamos a más de cuatrocientos kilómetros de Algeciras, y en dirección contraria a la esperada, pero que llegaríamos a tiempo para tomar el ferry con destino a Ceuta.

Y no recuerdo más, porque me quedé dormido, acunado por los ronquidos de Serrano.

* * *

Cuando desperté, Nina volvía a estar enojada por algo sin nombre. El sol estaba alto y el paisaje era diferente. Serrano durmiendo en el asiento de atrás. Bajamos a estirar las piernas. En menos de dos horas estaríamos en Algeciras y poco después en Marruecos, donde quizás estaba Noelia o quizá no. Pero esa proximidad de la definición nos apagaba cualquier alegría, cualquier desesperación. Y la vida con Nina, si es que yo iba a tener alguna vida, tenía que ser un ping-pong entre la rabia y la ternura.

Volvimos al coche y despertamos al grandote. Tardó en reconocernos. Me miró fijamente y preguntó:

—¿Le apetece un bocadillo, Sotanovsky?

—Yo que tú aceptaría, Nicolás —se burló Nina, recordando nuestro pacto—. Es el único «manjar» que te vas a comer en este viaje.

Serrano no entendió el doble sentido. Era un hombre de dirección obligatoria, pero a su manera, un buen tipo. Se sentó a mi lado y Nina se acostó en el asiento trasero. El coche rodaba sin estruendo y disfrutamos del paisaje que se descorría mientras avanzábamos. Miré por el retrovisor. Nina dormía. Una pequeña arruga le cruzaba la frente.

—¿Me lo va a decir o no? —pregunté.

—¿Qué? —dijo Serrano sin convicción.

—Lo que lo preocupa desde anoche, quiénes eran esos tipos, por qué nos seguían, y para qué sirve un revólver enorme con una sola bala...

—Sin ninguna sirve de menos...

—Filosofía a esta hora no, Serrano.

Se revolvió incómodo y dijo en tono confidencial:

—Es una promesa, ¿sabe?

No dije nada. Estaba aprendiendo que su ritmo era lento y había que dejar que las palabras salieran. Por fin empezó:

—Élida...

—Su viuda.

—Oiga, dicho así suena a velatorio.

—Tranquilo, Serrano, todos tenemos una viuda, ya sea una mujer, un libro o un momento al que no podremos volver...

—Eso es bonito. ¿Me lo presta para escribirle una carta a Élida?

—Sí, pero póngale algo suyo, si no no vale. Es como un traje prestado, Serrano: por bien que le quede, siempre va a oler a otro. Algo suyo, que le haga cosquillas en el pecho, un recuerdo feliz. Dele, pruebe...

Aparté los ojos del asfalto y lo miré un instante. Se había ruborizado.

—Cuando estuve en el talego, por la ventana de mi celda se veía una esquina —evocó—. Cada tarde espiaba a una pareja de chavales. A la misma hora. Cada uno en su acera, en su parada del autobús. Creo que no se conocían. Se quedaban ahí, y se miraban. Al principio con disimulo, pero cuando pasaron los días comenzaron a mirarse de frente. Yo estaba a unos cuantos metros, pero podía ver que, con los ojos, se decían más cosas que si estuvieran hablando.

Lo miré otra vez. Estaba ausente.

—A veces —siguió—, parecía que uno de ellos iba a cruzar, y en ese momento miraban hacia otro lado pero los pies se seguían apuntando. Yo, que los espiaba desde un ventanuco de mierda y cuatro plantas más arriba, me hacía apuestas sobre cuál cruzaría primero. Ella era más lanzada, llegaba riendo con sus amigas. Pero cuando se quedaba sola en la parada, cambiaba. Él, enfrente, sacaba pecho y fumaba, caminaba en círculos, ¿sabe?; y pensé que al final del círculo un día iba a enfilar hacia ella, iba a cruzar la calle y decirle algo.

—¿Quién cruzó, al final? —pregunté.

—Ella —respondió lacónico—. Una tarde llegó distinta, lo supe al verla. Más arreglada y como para una fiesta. Se había cambiado el peinado y llevaba unos zapatos de tacón. Cuando llegó él, se miraron un rato largo y ella, sin dejar de mirarlo a los ojos, cruzó la calle, estiró una mano...

—¿Y? —me impacienté.

—La atropello un autobús.

Fumamos en silencio.

—¿Sabe qué, Serrano? Mejor le dicto una carta en el primer bar que encontremos...

Paramos en una estación de servicio, dejamos a Nina durmiendo y nos tomamos un café en el bar. Le dicté una carta para su Élida. Jamón me pidió que leyera en voz alta lo que había escrito con su inmensa letra. Mientras lo hacía, imaginé a la viuda suspirando en la cocina, o apoyada contra la puerta como las actrices de los años cuarenta. Serrano se puso de costado para que no lo viera el encargado del bar desierto y sacó el revólver. Abrió el tambor y lo cargó con una sola bala. Terminé de leer y suspiró admirado:

—Para ser mudo habla usted muy bien, Sotanovsky.

—Y usted, para ser un asesino, tiene el corazón muy grande, Serrano.

Mi miró apenado y no respondió. Guardó el revólver y volvimos al coche, a despertar a Nina, por si quería un café.

Un todoterreno de la Guardia Civil estaba cruzado cortando el paso. Dos tipos de verde hablaban con Nina. De repente recordé que íbamos en un coche robado, que a su vez podrían haber robado antes los matones para la operación. Retrocedimos unos pasos. Me tembló una pierna y después la otra. Los tipos me daban la espalda. Pensé en correr, pero me dio vergüenza. Nina me hizo un gesto con los ojos y no lo entendí.

—La cagamos, Serrano. ¿Todavía tiene la pistola o la dejó de propina?

—No ofenda, oiga.

—Perdone. Vuelva al bar y quédese ahí. Si hay problemas, sale, los encañona y los encerramos en el baño.

—Usted ha visto muchas películas —dijo Jamón.

—Pero usted prefiere las de Stallone. Haga lo que le digo o despídase de todo.

En cuanto él entró, Nina me llamó, levantando los brazos:

—¡Mi amor, por fin! Estaba preocupada por ti. ¿Estás mejor, cielo?

Me acerqué sin decir palabra. No sabía si ahora era mudo, ciego o paralítico. Los tipos me miraron con ironía. Uno de ellos me palmeó la espalda y dijo:

—Ánimo muchacho, que queda poco para Málaga. Para estas cosas no hay como las pastillas de carbón.

—O un buen arroz —agregó el otro.

Yo no entendía nada. Uno de los guardias civiles me codeó cómplice y dijo en voz baja:

—Y menos nervios, chaval, que una cagalera la tiene cualquiera. Pero hay que cumplir, ¿eh? —me guiñó un ojo.

Asentí con la cabeza. El otro me llevó aparte y susurró:

—¿Le confieso una cosa? A mí me pasó lo mismo: cuando me casé, estuve tres días sin poder estrenar por culpa de los nervios. Me hinché como un globo. Y eso que yo con las tías he sido la leche. Pero en cuanto me casé...

—Después se pasa —dijo el otro, que se había acercado—. Y, sin faltar, su señora es una chavala muy guapa. Usted hágame caso: mucho arroz, que eso seca. Y en cuanto se sienta con fuerzas, ¡tira pa' lante!

Se despidieron con un gesto de picardía, treparon de buen humor al coche y se perdieron en la curva.

—¿No es para cagarse de risa, como dirían en tu país? —dijo Nina.

—No me atrevo: tengo diarrea...

—Es que los vi venir y antes de que empezaran a preguntar, quise ganarles de mano. No hay nada que enternezca más que una parejita en viaje de bodas, sobre todo si el novio está asustado.

—Da igual, Nina. Pero cuando le digas a alguien que me falta una pierna, dame tiempo por lo menos para cortármela...

Serrano se retrasaba. Fui hasta el bar, pero antes de llegar, él salió como una estampida.

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