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Authors: Carlos Salem

Un jamón calibre 45 (20 page)

BOOK: Un jamón calibre 45
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29

—¿Hemos sido nosotros? —preguntó Nina besándome.

No estaba seguro, así que no contesté. Le pregunté si estaba bien y dijo que qué me parecía. La besé. Me extrañó que nadie gritara, pero la caída había sido tan suave que los pasajeros seguían durmiendo. ¿O estaban muertos? El conductor no, porque lo oí gritar, las vocales alargadas por la borrachera:

—¡Otra vez la jodía vaca!

El autobús estaba en una especie de zanja, apoyado sobre un costado, en un ángulo de unos 45 grados o más. La geometría siempre se me dio fatal. Besé a Nina y me fui gateando entre los asientos. Algunos pasajeros miraban extrañados, pero nadie parecía herido. Una de las viejitas roncaba, apoyada en la otra. Me pareció que esa no respiraba. La sacudí y no despertó. Volví a sacudirla:

—¡Señora! ¡Señora! ¡Señoraaaa!

Abrió los ojos y me vio.

—¿Está usted bien, señora? No se mueva. Hemos tenido un...

—¡Milagro! —aulló la vieja—. ¡Milagro! ¡Estaba mudo y gracias a la Virgen ha vuelto a hablar!

La otra despertó y le hizo coro. Se pusieron a rezar, como si no les llamara la atención estar colgadas, con el autobús medio volcado. El chófer pataleaba en el aire sujeto por el cinturón de seguridad. El reloj cuadrado que había sobre el parabrisas era el único daño evidente del vuelco. Se había desprendido y estaba roto en pedazos desiguales contra la puerta. No los conté: sabía que eran diez.

Serrano roncaba como un bendito, apoyado el cuerpo en el costado del coche. Ni se había enterado. Entre los gritos de las viejas, el conductor que subió el volumen de sus quejas contra «
la puta vaca que me persigue
» y mis sacudidas, Serrano despertó, me miró sin sorpresa y dijo:

—Nasnoche, ¿un bocadillo?

Cuando estuvimos todos fuera del autobús comprobamos que no había heridos. Las viejas seguían contándole al que quisiera oírlas que yo era mudo y había ocurrido el milagro.

Nina también estaba entera, y me miraba con maldad. Y con cariño. No sabíamos dónde estábamos. Ese asfalto desparejo y estrecho, sin ninguna señal, no podía ser una carretera principal. Fui a hablar con el conductor, pero estaba eufórico.

—¡Esta vez la jodí! Puñetera vaca, pero la esquivé, vaya si la esquivé...

Le pregunté si aquellas luces que se veían a lo lejos serían algún pueblo y a qué distancia calculaba que estaban. Me miró como si fuera transparente, eructó alcohol puro y se sobresaltó:

—¡Ahí está otra vez, la muy puta! ¡Ven aquí, vaca de mierda! ¡Ven que te parto el culo!

Levantó unas piedras y corrió por el pavimento, persiguiendo una sombra.

El guiri se fue detrás, gritando «
toro, toro
», y la inglesa flaca me tocó el hombro con su mano huesuda y me preguntó que cuánto faltaba para «
Fuengirolo City
».

Hablé con el vasco, que parecía el menos borracho, y acordamos que él se quedaría allí, a esperar ayuda y evitando que la gente se dispersara. Yo iría con Serrano hasta el pueblo o lo que fueran esas luces. Mandamos a un calvo esmirriado a traer al conductor y al guiri, que doscientos metros más allá seguían tirándole piedras a la nada.

Serrano y yo empezamos a caminar. Había un buen trecho hasta las luces. Unos pasos leves se acercaron y no necesité mirar para saber que era Nina. Me agarró la mano y seguimos andando.

Serrano carraspeó dos o tres veces para empezar a hablar, pero no se decidió. Doblamos la curva y perdimos de vista el autobús. Las luces parecían más lejanas que antes.

De pronto, algo se acercó rugiendo bajo. Un coche.

—Viene de donde están los demás —dijo Serrano feliz de abandonar la caminata—. Seguro que lo han mandado para que nos lleve al pueblo.

Cuando el coche estuvo a quinientos metros, lo reconocí. Era el mismo que estaba fuera del bar, el que nos había seguido en nuestro absurdo viaje sin rumbo. Salté la zanja y tiré de Nina.

—¡Rajemos, Serrano! —grité.

El grandote se quedó inmóvil. No entendía nada.

—¿Qué le pasa? Yo no doy un paso más si no me explica —se empacó.

Pasé bajo el alambre seguido de Nina y le grité:

—¿En qué quedamos, no era que tenía que seguirme adonde fuera? Como se entere El Muerto...

Y empecé a correr por el campo, con Nina colgada de mi mano. Serrano rezongó y saltó la zanja. Lo esperamos. Nina preguntó divertida:

—¿A qué jugamos?

—A escapá y sobreviví —contesté.

Conseguí que me siguieran hasta un bosquecito cercano. Desde ahí vimos cómo el coche negro se detenía a un costado de la carretera y bajaban cuatro tipos que miraban hacia todos lados.

—Nos buscan a nosotros —dije, sin necesidad.

—Uf, por fin —se alivió Jamón—. ¡Eh, aquí, estamos aquí!

—¿Usted es boludo o se hace? —le grité.

Dos de los tipos habían saltado el alambre y se acercaban. Los otros buscaban un lugar para cruzar con el coche.

—¡Está usted loco! —se enojó Serrano—. Encima que nos vienen a buscar...

Antes de que pudiera detenerlo, se asomó y llamó a los tipos, haciendo gestos con las manos. Los otros respondieron aliviados y repitieron los gestos al del coche, que había conseguido cruzar la zanja por una entrada. Una linterna rajó la oscuridad en dos y recortó a Serrano.

—¿Ve qué buena gente? —dijo hablando hacia los árboles, donde Nina y yo seguíamos acurrucados—. Hasta nos iluminan el camino...

Se oyó un ruidito seco y una bala picó junto a los pies de Serrano. Otra pegó un metro más allá.

—¡Cagonlaputaaaaa! —gritó el grandote y voló hacia nosotros.

—Buena gente, ¿no?

No dijo nada. Otra bala picó en un árbol y nos tiramos al suelo. El motor del coche sonó a nuestra izquierda. Habían apagado las luces. Jamón buscó algo en los bolsillos y pensé que como me ofreciera un bocata iba a ponerme a gritar.

—Me imagino que habrá traído el trabuco, Serrano —pregunté.

—¿Eh?

—El bufoso. ¡Que si trajo el revólver, carajo! —me impacienté.

—Desde luego —contestó muy digno—. Soy un profesional de los de antes, no un aficionado.

—¿Y qué espera para cagarlos a tiros, Serrano?

Se revolvió incómodo.

—Es que... Se me cayó al cruzar la alambrada.

No tuve tiempo de enojarme, porque uno de los tipos apareció a nuestras espaldas. Era calvo pero se cubría la bola de la cabeza con un largo mechón que le salía del costado. Nos apuntó con una pistola enorme y negra que tenía un caño ancho en la punta. Sería el silenciador, pensé.

—Quietos —susurró—. Los dos quietecitos.

Los dos
.

Nina no estaba y eso me alivió. Se habría escondido cuando empezaron los balazos. El tipo hizo señas para que no habláramos y nos llevó campo adentro, en dirección contraria a la de sus compañeros.

—¿Por qué no me dijo que era mudo? —preguntó Serrano, recordando de repente.

—Creía que usted era sordo y no me iba a escuchar —respondí.

—¡A callar, coño! —ordenó el pelado en un murmullo helado.

Estaba haciendo que diéramos una vuelta muy amplia para alejamos del coche y los otros, que seguían buscando sin ruido. Algo no encajaba. Por fin aparecimos en la carretera, unos mil metros antes del lugar en el que el autobús seguía recostado en la zanja, como dormido. Nos hizo quedar a un costado y se asomó a la curva, manteniéndonos a tiro todo el tiempo. Esperaba algo. «
Un coche
», pensé. «
Traición sobre traición sobre traición
». Mientras los otros buscaban en vano, el tipo esperaba a un cómplice para llevarse el tesoro. O sea yo. Y era solo yo.

Una luz se insinuó detrás de la curva y el tipo suspiró. Se acercó a nosotros, apuntó a Jamón con la pistola y dijo:

—Lo siento, Serrano. Nada personal, ¿sabe?

De pronto cayó redondo en la zanja, como herido por un rayo. Una piedra de gran tamaño le había dado en la cabeza, e hizo flamear el mechón como una bandera. A unos treinta metros, donde acababa la curva, se asomó triunfal el conductor del autobús.

—¡Le he dado a la jodía vaca, le he dado!

—¡Petiso viejo y peludo! —lo felicité.

Y empecé a correr por el campo, hacia las luces del pueblo lejano. Serrano me seguía sin aliento, y el conductor gritaba que no tuviéramos miedo, que la vaca no iba a volver. Yo corría desesperado. Había que buscar ayuda para Nina. Me acordé del revólver de Jamón, en la zanja, pero ya estábamos muy lejos. El conductor se había rezagado y no nos siguió más. Sin dejar de correr, rodeamos una loma y cruzamos un barranco. Las luces seguían lejos. Tomamos un sendero de tierra que bordeaba una montañita. Paramos para recuperar el aliento y, al mirar hacia atrás, la carretera me pareció ridículamente cercana. Llevaríamos una hora o más corriendo y tropezando por el campo desde que descubrí que nos seguían.

—¿Lo conocía? —pregunté.

—No. Sí. De vista.

—¿Trabaja para El Muerto?

—No creo —dijo Serrano sin confianza—. No creo.

Llegamos al pie de la montañita, rodeada por un camino polvoriento. Seguimos corriendo bajo la noche y al coronar una curva, nos topamos con la parte de atrás del coche negro.

30

Los tipos se sorprendieron tanto como nosotros. Eran tres, el que nos había apuntado antes tenía la cabeza vendada de mala manera, con un trapo. Saltó del coche en marcha y se arrepintió nada más tocar el suelo. Había sido una buena pedrada. Nos apuntó con rencor. Nos acercamos, mientras otro bajaba también con una pistola en la mano. El tercero se quedó en el asiento de atrás, oculto por la noche.

El de la cabeza vendada nos deslumbró con la linterna. El que estaba en el coche le dijo idiota y ordenó que la apagara. Nos cachearon. Se encendieron las luces cortas del coche.

—Sin trucos —dijo el de la cabeza vendada. Nos hizo sentar sobre el capó. Reconocí el trapo y me sentí enfermo.

—¿De dónde sacaste esa tela, la concha de tu madre? —pregunté con rabia. Era un trozo del vestido de Nina. Estaba seguro. El calvo empezó a reírse pero le dolería la cabeza, porque lo dejó.

—¿Qué, te gusta el modelito? —dijo, sin dejar de apuntarnos mientras sacaba del coche el resto del vestido—. Lo encontramos cerca de los árboles. Y no te preocupes por tu amiga: mi socio se ocupó de ella. Tiene una suerte, el cabrón...

Imaginé a Nina rota y desnuda en ese campo sin nombre. Y la rabia pudo más que el miedo. Le pegué un golpe seco en la cabeza, sin preocuparme de la pistola. Se dobló y cayó. El otro gritó algo, pero Serrano le dio un sopapo sin mirar, casi una caricia. El tipo voló hacia el capó del coche. Sonó un taponazo, ruido de vidrios rotos, y el tipo se sacudió. Me agaché sobre el de la cabeza vendada y le pegué otra vez, desoyendo a Serrano que me llamaba. Le arranqué la tela de la cabeza, como si arrancara a Nina de su suerte. El mechón, pegoteado de sangre, cayó hacia atrás como una cosa viva. Serrano había desaparecido y me tiré sobre la pistola que estaba en el suelo. No llegué. El tercer tipo había bajado del coche y me apuntaba a la cabeza.

—No haga el gilipollas, Sotanovsky. Que usted no es ningún gaucho salvaje —dijo, sobrador. Pero tenía razón.

Levanté las manos. El de la pedrada se recuperó y me miró con odio. El otro, sobre el capó, no se movía. Había recibido el balazo de su jefe.

—Salga —dijo el jefe a la oscuridad.

—¡No salga, Serrano, que lo van a hacer boleta! —advertí olvidando que no me entendería—. Si sale, lo matan, es a mí al que necesitan.

—Salga, Serrano —repitió el otro como si yo no hubiera hablado—. Salga o mato a su amigo.

Jamón se asomó con las manos en alto, cara de excusa y me dijo:

—Tengo que seguirlo adonde vaya.

Pensé que no iríamos muy lejos.

Nos hicieron tirar al muerto en un barranco, pero antes rescataron una navaja y otra pistola que llevaba en el bolsillo. El cuarto no llegaba y el de la cabeza rota me mortificaba detallando lo que le estaría haciendo a Nina. Yo estaba demasiado cansado hasta para la rabia. Nos hicieron limpiar los vidrios rotos del asiento del conductor y nos sentaron a los dos en la parte delantera del coche. El jefe iba en el asiento de atrás apoyando el cañón de la pistola en mi cabeza. El coche subía lento la montaña, con el precipicio a un lado.

—Busca un sitio para dar la vuelta —ordenó el jefe.

No había espacio y seguimos subiendo, a paso de hombre. Era un coche potente y caro, pero demasiado grande para ese sendero. Por fin llegamos a lo alto de la montañita. Abajo, a la distancia, se veía el pueblo. El calvo encontró un lugar para dar la vuelta y empezamos a bajar, de regreso a la carretera. Iban mirando con cuidado, en busca de su cómplice. No faltaría mucho para que amaneciera, pero todavía era noche cerrada, que las luces del coche quebraban al avanzar.

Una mancha clara y veloz se cruzó en nuestro camino a varios metros.

Era una mujer.

Desnuda.

Nina.

Fue un relámpago que se perdió en el monte mientras el jefe ordenaba frenar y el de la cabeza rota saltaba y corría detrás de ella, gritando «
¡Ahora me toca a mí!
». Pronto no vimos a ninguno de los dos y el jefe se puso nervioso.

—Bajen —dijo después de un rato.

Nos colocó contra la montaña, su espalda apoyada en el coche. Supe que nos iba a matar. No importaba cuáles fueran sus instrucciones, la cosa se había complicado y el tipo no quería líos.

Anticipé el sonido ahogado del taponazo, «
un ruidito de mierda para anunciar dos muertes
», pensé. En lugar de eso, sonó un cañonazo y el vidrio trasero del coche voló en pedazos. Serrano saltó hacia el tipo y lo empujó. Rodó camino abajo sin soltar la pistola. Yo corrí en sentido contrario, quise bajar por el barranco y resbalé. Alcancé a agarrarme de un arbusto. Una fuerza enorme me levantó. Serrano.

—¿Cómo lo dice usted? —preguntó.

—¡Rajemos!

—Eso.

Nos alejamos dando una vuelta y buscamos un escondite. Yo llevaba una piedra grande en cada mano. Pensaba en Nina.

—Tendríamos que haberlo atacado entre los dos cuando cayó —lamenté.

—Ni lo sueñe. Ese tipo sabía lo que se hacía. ¿O usted se cree que siempre salgo corriendo? —se ofendió.

Oí un ruido y me levanté con las piedras preparadas. Era Nina. Completamente desnuda y deslumbrante. Llevaba en la mano un pistolón enorme. Era el de Serrano, que tardó en reconocerlo.

—No os quedéis mirando —dijo ella—. Está bien que sea verano, pero a esta hora refresca.

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