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Authors: Carlos Salem

Un jamón calibre 45 (25 page)

BOOK: Un jamón calibre 45
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—¡Ma-ra-do-na, Ma-ra-do-na! —gritaba yo enardecido, a falta de otro grito de guerra que acompañara mi gesta.

Pero todo lo bueno se acaba y también la mierda de burro.

Con el penúltimo proyectil le di al rubio en la cara y se restregó con la camisa como si le quemara, mientras hacía arcadas. Pero el pelado esquivó mi disparo y sonriendo confiado cruzó la frontera que convertía mi callejón sin salida en un matadero. Levantó la navaja y fue a decir algo antes de saltar sobre mí.

No pudo.

Lo que parecía un tronco de roble apareció por el costado del callejón y le dio en toda la nariz. El tipo voló hacia atrás y cayó sobre la mierda que tan trabajosamente había evitado.

Serrano asomó por la esquina sin soltar la gruesa alfombra y me dijo avergonzado:

—Me parece que van a tener que ser seis poemas, Sotanovsky.

Después dio una zancada, medio giro monstruoso con la alfombra, y calzó al rubio en el estómago. El pelado se levantó y fue a decir algo, una queja supongo, pero Jamón demostró el porqué de su apodo pugilístico y le sirvió un trompazo atómico en la mandíbula, mientras con la otra mano seguía sacudiendo a su compinche con la alfombra.

—¡Serrano viejo y peludo! —grité enardecido.

Marsó, a mi lado, también lo alentó con unas frases que no entendí. El rubio con la cara llena de mierda intentó buscar algo en el bolsillo, imagino que un revólver, pero Serrano sacudió la cabeza como un padre comprensivo ante un hijo travieso, y le pegó un alfombrazo en la panza. El otro se dobló y empezó a vomitar sobre la alfombra.

—Seis poemas y el tinte —dijo Serrano mirando hacia nosotros.

—¡Como si quiere que le reescriba las obras completas de Neruda! —acepté entusiasmado.

—Oiga, ¿ese no era comunista? —objetó—. A mí no me meta en líos, Sotanovsky...

—«
Me gusta cuando callas, porque estás como ausente...
» —empecé a recitar—. Eso es de Neruda, Serrano.

—¡Qué bonito! Lo voy a apuntar..., pero no cuenta para el trato, que no es suyo, ¿eh?

—Es de todos, pero no importa. ¡Cuidado!

El rubio se había recuperado y trató de sorprenderlo. Serrano ni se molestó en esquivar el golpe. Lo encajó como si fuera una brisa y después echó atrás la derecha, se lo pensó, y descargó. El otro cayó contra la pared, se deslizó hasta la mierda esparcida y ahí se quedó.

Serrano le rebuscó en los bolsillos, arrojó al suelo la pistola, una cartera, condones, y por fin encontró un bolígrafo. Sacó una libretita de su camisa y exigió, con un pie sobre el pecho del matón dormido:

—Venga, los poemas.

—¿Le parece que es momento, Serrano? —protesté.

—Un anticipo, por lo menos. Que en cualquier momento me lo matan y me quedo sin poesía.

Marsó nos miraba sin entender, pero seguía divertido por la pelea. Hice memoria, buscando en el pasado algún poema mío, por malo que fuera. El tipo acababa de salvarme la vida.

Cuando te miro siento

que ha valido mi vida

las cosas que te miento

las peleas perdidas...

—Oiga, que tampoco fueron tantas y a los puntos...

... las calumnias del viento

las promesas heridas

los pequeños tormentos

mi memoria partida

y este camino lento

hasta tu piel, mi vida
.

Cuando te toco, sueño

que despierto y te tengo

sin urgencias ni empeño

solamente, te tengo

y te trepo el aliento

te recorro dormida

este camino lento

hasta tu piel, mi vida
.

Lo único que se oía era mi respiración.

El poemita había cruzado de un salto diez años de olvido, para llegar con toda la brutal cursilería de un tiempo en el que sentir no me asustaba. Serrano aplaudió con la alfombra y un respeto nuevo en los ojos. Marsó juntaba con rapidez las monedas que habían caído de los bolsillos de los matones, y uno de ellos me miraba asombrado desde el suelo y la mierda.

—¿Ves? —le dijo Jamón—. ¡Mi amigo es un poeta y te lo querías cargar!

Casi amistosamente le dio un coscorrón y el tipo se desmayó. Con gestos y un billete, le pedí a Marsó que trajera agua y, mientras volvía, me ocupé de vaciar los bolsillos de los matones inconscientes.

—¿Qué hace, ahora se va a poner a robarles?

—No es robo sino expropiación, Serrano. Además, ¿qué quiere, que los dejemos aquí para que vuelvan a seguirnos?

—Oiga, no irá a...

—Tranquilo —dije mientras le echaba arena en la camisa al que estaba lleno de mierda.

Marsó volvió con el agua y me lavé las manos antes de usar el resto en adecentar a los tipos. Revisé sus carteras. No eran policías, pero eso ya lo sabía. Saqué el dinero y lo dividí en dos partes. Había una buena cantidad. Le di una mitad a Marsó y me guardé la otra, junto con las carteras. El nene devolvió el dinero, como si se lo hubiera dado para que me lo tuviera.

—Para ti, para Marsó —dije.

Tardó en creérselo, porque para él era una fortuna.

—Usted trama algo, tiene cara de hacer una putada —dijo Serrano.

Le conté mi idea y no paró de reírse hasta que, cargando con los dos tipos, llegamos a la zona de los taxis. Daba igual cualquiera, pero el primero en vernos fue nuestro conductor suicida que empezó a saltar de alegría. Pensé que en mi vida la repetición de taxistas no respetaba fronteras. Le dije por señas que mis amigos estaban borrachos y que los llevara.

—¡Maradona, Alí Baba! —aceptó el tipo feliz.

Conseguí que Marsó saliera de su ensoñación de billetes ya bien escondidos y le pregunté por la ciudad más alejada. No fue de mucha ayuda, no hizo más que besarme las manos.

—¿A Rabat? —propuse y el taxista se asustó por el tamaño del viaje.

Era lo que yo quería. Le mostré los billetes restantes de los matones y se le pasó el susto. Creo que si le hubiera pedido que los llevara a la Antártida, lo hubiera hecho. Cerró las puertas con fuerza y antes de que pudiéramos decir Maradona, ya se había perdido con su destartalado Mercedes, medio cuerpo fuera de la ventanilla, con la bocina sonando sin parar.

—Me dan pena —dijo Serrano—. Sin un duro ni documentación, les va a costar un huevo volver.

—De eso se trata, Serrano, de eso se trata.

Él se quedó un rato en silencio, pensativo. Después soltó un insulto en voz baja y me dijo:

—Tome. Esto es suyo.

Me tendía el sobre con mi pasaporte y el pasaje de vuelta a la Argentina.

—Serrano... yo... —Las palabras no me alcanzaron y le di un abrazo agradecido. Se separó, turbado.

—Oiga, a ver si estos moros se van a pensar que somos maricones, como su amigo Ulises —protestó.

Nos despedimos de Marsó y volvimos al hotel.

En autobús, desde luego.

36

Pasamos la tarde en el hotel, esperando y temiendo-deseando el regreso de Nina. Eso yo, porque Serrano le había tomado el gusto a la buena vida y se dedicó a comer todo lo comestible mientras tomaba nota de los poemas y las cartas entre plato y plato. Me miraba con afecto y pensé que a la hora de matarme le daría un poco de pena. Porque lo único que estaba claro era que yo tenía que morir. No importaba si sería a manos de Jamón, a navaja de El Muerto, a balazo de alguno de los incomprensibles perseguidores que hallaba a cada paso.

Esa certeza —mojada con media botella de vodka— me dejó melancólico y propicio a los excesos literarios. No se puede escribir un poema si uno es feliz, al menos yo no puedo, porque a la segunda estrofa me da la risa. Y Serrano estaba para la carcajada, copiando en letra trabajosa las paridas que yo iba soltando. Nos pusimos al filo de la pelea cuando se empeñó en que le dictara un poema que rimara con el nombre de su amada. Sí, decía «Mi amada».

—No se pase, Serrano. ¡Cómo carajo quiere que le componga un verso romántico que rime con Élida! Proponga algo, a ver, a ver...

Cedió de mala gana después de un rato de estrujarse el cerebro, y para lavar la afrenta se tiró a la piscina, demostrando que el principio de Arquímedes funcionaba después de tantos siglos.

Su ausencia me dejó solo con mis pensamientos. Lo del taxi había sido una estupidez, porque los tipos podían reaparecer en cualquier momento. Además, la pregunta del millón era quién los había puesto sobre mi pista. No podía olvidar la insistencia de Nina para que visitáramos el zoco, ni el perfume a trampa de la postal de Noelia, ni el tono urgente de la voz de Lidia en el teléfono. Cualquiera de ellas. Y saber cuál no cambiaría las cosas.

—¡Gélida! —exclamó triunfante Serrano desde la piscina—. ¿Ve cómo hay rimas para Élida?

—Y muy románticas, sobre todo. Oiga una cosa: ¿Y si le escribe un poema suyo, no una mierda comprada a un farsante cansado? Haga la prueba...

Se acodó en el borde de cemento y me miró desde abajo:

—No me tome el pelo, Sotanovsky, que soy muy viejo para eso. ¿Cómo quiere que yo escriba un poema?

—Vamos a ver: ¿la quiere o no?

—Yo... eh, me da vergüenza. Sí, qué coño. Pero...

—Pero nada, Serrano. No es cosa de palabras, sino de cosquillas en la barriga, calor en las orejas, y esa certeza de que uno es un idiota suspirante cuando piensa en ella, pero un idiota único en el mundo. No se trata de que rime «pasión» con «corazón», sino de que le diga eso que le cruza la frente con vuelo ligero cuando entre un paso y otro lo sorprende el recuerdo de una sonrisa de ella, una caricia de ella, una teta de ella...

—No se pase, oiga.

—... cualquier cosa de ella, que es especial solo para usted y no me venga con que no le pasan esas cosas. Es como una enfermedad, Serrano, pero jodidamente linda, una debilidad del espejo que nos inventamos de duros autosuficientes y viriles, y que se va a la mierda por la imagen de un gesto, un cruce de piernas, un tacto de la piel de ella. Es sentir que una lágrima sin motivo se hamaca del ojo para adentro y lo peor es que no tiene ganas de llorar pero se emociona y se le escapa sin razones. O por muchas razones.

Me miraba enternecido.

—¿Todo eso le pasa a usted con Nina?

No supe qué decir ni tuve ocasión, porque ella apareció en ese momento y se acercó a nosotros con una mirada desconocida, incómoda.

Pensé que «
no, que por favor no, que mejor trampa boba pero eficaz de la pelirroja, que mejor traición de la otra Lidia, que al fin y al cabo era una desconocida, que mejor cualquier explicación para lo del zoco, pero por favor, Nina no, más mentiras no
».

Se detuvo a casi dos metros, dibujando un triángulo con el camino de sus ojos, de Serrano a mí, de mí a sus sandalias y otra vez a Serrano y a mí. Quise levantarme de un salto y pegarle para que no pudiera hablar, para evitarle y evitarme la certeza de una mentira que esta vez no me iba a creer. Eso o poner en escena la ironía, civilizados todos —Serrano un poco menos—, fingiendo que fingíamos recitar nuestros papeles pensando en otra cosa, rodearnos sin apuro porque los dos sabíamos que ella mentiría una excusa y yo haría como que me la creo y ahora una de vaqueros, por favor querida, una de extraterrestres que te secuestran y te obligan a mandarme al matadero, un hipnotizador de finos retorcidos y villanescos bigotes y sombrero de copa a juego con capa negra con forro rojo y remendado, un desfasado espía ruso con gabardina y gorro siberiano inyectándote el suero de la verdad, algo absurdo pero más original que aparentar que no ha pasado nada cuando sabemos, mi amor, que ha pasado.

Me miró sin parpadear y dijo con rabia, como si yo tuviera la culpa:

—Noelia ha muerto. Ayer, en Marrakech. Apuñalada.

No estaba preparado para eso. Serrano tampoco.

—¡Cagonlaputa! —dijo. Y se sumergió en el agua.

Nina tembló un poco, pero no lloró en seguida. Habló como en sueños de la encerrona en una calle cualquiera, de la escasa imaginación de la policía marroquí que reducía todo a un robo, de sus instrucciones telefónicas para la repatriación del cadáver a tierras catalanas. Después calló. Le alcancé mi vaso de vodka y lo vació de un trago. Me levanté y la abracé con la misma fuerza que un minuto antes le hubiera pegado. Sollozó en silencio y después lloró con miedo, con alivio, con pena y con rabia.

—¡La muy gilipollas! —moqueó—. Tan lista que era, tan previsora, hacerse matar en un callejón de mierda, qué falta de clase.

Después de un rato se serenó y dijo con determinación:

—Hay que irse de aquí, Nico. Si la encontraron a ella, no tardarán en llegar hasta nosotros.

—Eso depende de que tengan pasta para el taxi —terció Jamón.

Nos miramos y empezamos a reír a carcajadas nerviosas y convulsas, risa sin alegría pero con ferocidad. Nina nos miraba sin entender y a mí me dolía la barriga de tanto reírme.

—No entiendo una mierda —protestó.

—¡Una mierda de burro! —coreamos nosotros.

Se despatarró en la silla y nos estudiaba con desconfianza mientras la risa se fue apagando y Serrano le contó de la emboscada en el zoco y de mi heroica táctica de escapar gritando «
Maradona, Maradona
» y de mis proyectiles de bosta de burro. Y del poema y del taxi. Contado en frío no tenía tanta gracia y la única imagen que me vino a la memoria fue la de las navajas de los matones, mis ojos mareados de tanto callejón y la sombra imposible de Silvestre escurriéndose por una esquina.

Me asusté.

Me asusté de verdad y sin prejuicios.

Empecé a temblar y tuve tanto miedo como nunca antes en mi vida.

—¿Qué te pasa? —preguntó ella.

—Que me planto. Basta para mí. Son buenas y no quiero retruco. No sirvo para guapo de tango ni tengo capital para comprarme una esquina ni el farolito de la calle en que nací. Me voy, escapo, huyo y usted, Serrano, si me quiere disparar por la espalda, apunte bien, que tiene una sola bala.

Fui hasta la habitación y metí de mala manera mi ropa en la mochila. Me puse el vaquero y una camisa, me cagué en la madre que parió a mi zapatilla izquierda que se negaba a aparecer, y cuando ya pensaba en escapar saltando en una pata, Nina me la alcanzó.

—No es indigno tener miedo, Nico. Nos ocurre a todos.

—Gracias. Ahora además de cobarde, me siento adocenado. ¿Me prendés un cigarrillo? Yo no puedo con estos temblores.

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