Un jamón calibre 45 (26 page)

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Authors: Carlos Salem

BOOK: Un jamón calibre 45
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Se acercó y me besó en los labios.

—Mi niño bueno y charlatán, mi ocurrente escritor de las vidas de otros. ¿Ahora entiendes que esto no es un juego?

—Ahora entiendo que no entiendo un carajo, nena. Pero de repente me acordé de que le tengo un poco de cariño a mi piel, extraño un montón mi país y antes de salir me dejé la leche en el fuego. ¿Venís conmigo hasta Ceuta o preferís aprovechar la noche de hotel que ya has pagado?

—Voy. Pero, por favor, espérame en la recepción. Me gustabas más cuando querías saber, Nicolás. Si abandonas ahora, vivirás siempre con la duda.

—Llevo varios días durmiendo con una. —Le pasé un dedo cuello abajo, hasta la unión de los pechos—. Y por buena que esté, una duda es siempre una mentira que no miramos bien. Te espero afuera.

Cuando salí del bungalow, Serrano estaba apoyado contra la pared, ridículamente grave con sus enormes bermudas floreadas.

—Yo nunca le hubiera disparado por la espalda, Nicolás.

—Es un consuelo, Serrano. Cuando le lea los poemas a su viuda, dígale que tuvo un casi amigo que no quería ser un gato de ministro, pero al final aflojó.

Evité mirarlo a los ojos y seguí el caminito de piedras hacia la recepción.

37

Hablamos poco durante el viaje. Una vez que el ferry salió del puerto de Ceuta, me dediqué a vagar por el barco, alejándome de la gente como si oliera mal y me diera vergüenza que alguien lo notara.

Serrano mantuvo su aire ofendido y Nina intentó de manera intermitente entablar conversación. Me encontró en el bar del barco y se sentó a mi lado. Me dio dos cajas de puros. Dos cajas alargadas, de madera, envueltas en celofán.

—Para ti. Regalo de despedida. Espero que te gusten, son de lo mejor que tenían aquí.

Jugué con el celofán de una caja. Acabaría por abrirla, aunque no los fumara, aunque así el tabaco se humedeciera antes de tiempo. Era la historia de mi vida.

—Gracias.

Suspiró.

—Te comprendo. Es para acojonarse, Nicolás. —Me acarició el pelo de la nuca, que pronto empezaría a caer lentamente,
inexorable
—. No pasa nada, cielo, me voy contigo a tu país o adonde quieras. Tengo algo de dinero y no te pido nada: nos quitamos de este follón, paseamos un tiempo y si después no marcha, cada uno por su camino, ¿vale?

Enganché el dedo en la tirita de plástico dorado que cruzaba la caja como una frontera de algo y tiré sin querer.

—A la cola, Nina. Seré un cobarde de mierda, pero estamos de moda y ya tengo ofertas parecidas...

—Lidia, era previsible. ¿Vas a aceptar?

El celofán se rasgó limpiamente. Abrí la caja y aspiré el olor de los puros, perfume de otras costas y otras tormentas.

—Voy a escapar de todo y de todas. Voy a volver a qué, a buscarme el buen trabajo que merezco, a engordar un poquito junto a una mujer ordenada y previsible, a engañarla cuando me entren las dudas y los años, a vivir con reloj y calendario y a comprarme un gato negro con manchas blancas en las patas y la barriga. Y voy a castrarlo, para no ser el único en casa. ¿Conforme?

Se fue sin decir nada, asintiendo apenas con la cabeza. Yo le quité el celofán a la otra caja por el mismo motivo que hacía tantas cosas sin sentido; como el escorpión de la fábula, que pica al pato en mitad del río aun sabiendo que morirá también: estaba en mi naturaleza.

Subí a la cubierta del barco y fumé un puro detrás de otro, bebí cerveza aunque no me gusta y cuando fui a mear evité los pequeños espejos amarillentos. Volví a cubierta y la noche seguía indecisa al otro lado del agua.

Cuando el barco atracó, Nina se expuso otra vez a mi impertinencia, me agarró de la mano y me llevó al todoterreno que esperaba en la bodega.

—Tienes tus cosas en casa de Noelia, ¿recuerdas?

—Pocas cosas —dije—. Una foto con una cara de mujer que se borra en cada beso que le doy a otra y una bailarina que danza
Para Elisa
con una sola pierna. No sé si vale la pena.

Pero subí al coche. Cuando bajamos la rampa del ferry y empezamos a salir del puerto, vi a Jamón que subía a un taxi. Él también nos vio. Hizo un gesto que podía significar cualquier cosa y cerró la puerta.

Nina dijo que necesitaba pensar y que si me molestaba que volviéramos en el coche. Dije que me daba igual. Empezó a tragar asfalto rumbo a Madrid.

Paramos tres o cuatro veces a tomar café. Ella asumía mis silencios malignos con resignación, o simplemente los ignoraba. Y cuando tenía ganas de hablar, hablaba.

—No todo el mundo sirve para eso —dijo.

—Para qué.

—Para castrar gatos y personas. No te va.

—Aprenderé. Todo es cuestión de práctica.

—¿Sabes qué? —Se enojó—. La verdad es que eres un cabrón presumido que siempre se ha creído gran cosa, un personaje de novela cutre disfrazada de alegato contra la mediocridad. Pero la verdad es que te has pasado la vida buscando una excusa para rendirte y ahora la has encontrado. Esa es la verdad.

—La verdad es un coño, Nina. Tú me lo enseñaste.

—Y anda que no te ha dado gustito mi verdad. —Aflojó el pie del acelerador—. ¿Qué, hacemos una escala y nos pegamos el último revolcón?

—El último fue anoche. Y te pedí por favor. Ganaste. ¿Qué más querés?

Soltó un bufido, aceleró y el todoterreno pegó un salto hacia delante.

Nos acercábamos a Madrid cuando dijo:

—No estás dormido. Finges mal. Como dices tú, nunca mientas a un mentiroso.

Seguí con los ojos cerrados.

—Yo también estoy en peligro, ¿sabes? Porque en lugar de hacerme cómodamente a un lado y dejar que te machacaran, me quedé contigo, hice preguntas, crucé media España. ¿Eso no cuenta?

—Todo cuenta, mi amor. El que no cuenta soy yo. Y además, no te eches tantas flores, que en todo este tiempo sabías más que yo pero te callabas. —Abrí los ojos y la miré—. Alguien me metió en esta historia sin preguntarme, me han pegado, me han mentido, y unos mafiosos me han querido matar dos veces. Estoy hasta las pelotas de dar tumbos sin motivo. Y cuando estamos a punto de encontrar a Noelia, resulta que ya está muerta y ni siquiera puedo darme el gusto de mirarla a los ojos y preguntarle por qué yo. No me jodas, Nina, será una mierda de vida, pero me las arreglo muy bien para arruinarla yo solito.

Ya no hubo más charla y hasta dormí un rato. Cuando desperté, faltaba poco para el amanecer y estábamos frente a la casa de Noelia.

—¿Bajamos los bolsos o qué? —preguntó muy seria.

—No hace falta. Recojo lo mío y me voy.

Subimos por la escalera a oscuras.

—¿Dónde vas a dormir?

—En Barajas. Voy a ser el sudaca más madrugador del primer vuelo de Iberia que salga mañana.

Se detuvo antes de trepar el último tramo.

—Yo te quiero, Nicolás. En eso no te mentí. Vámonos juntos.

La abracé con ternura.

—A lo mejor yo también te quiero, piba. Pero me da miedo. Y mirá que sos linda, pedazo de piantada. Pero mejor lo dejamos así. Soy un coleccionista de naufragios cansado de remar, ¿sabés? Uno que pasa y se va, siempre se va.

—Qué romántico. Además de bromas, hace poemas —dijo una voz helada.

—Y muy buenos, jefe —dijo Jamón—. Tiene uno de...

—¡No sea gilipollas, Serrano! —cortó El Muerto.

Se encendió la luz de la escalera y los vimos, tres metros más arriba, apuntándonos con dos pistolas.

—Suban.

Obedecimos sin protestar. Serrano estaba incómodo, pero le duraría todavía el enojo, porque me encañonaba con mano firme.

—Abran la puerta —ordenó El Muerto.

—Oiga, usted dijo hasta el viernes y hoy es... —reclamé sin entusiasmo.

—Se acabó la paciencia, sudaca. O me llevo lo mío ahora o...

—¡O se espera hasta el viernes! —gritó Nina.

El Muerto se puso rígido y Serrano soltó un «
coñoó
» con voz queda. Miré hacia atrás y vi que Nina los apuntaba con la pistolita plateada que había visto días antes en su bolso. Me pregunté cómo había cruzado a Marruecos con ella, pero a esas alturas ya sabía que Nina tenía recursos de sobra.

—Nosotros somos dos —calculó El Muerto.

—Sé sumar —dijo Nina—. Pero también sé disparar, así que por lo menos a uno me lo cargo y sé quién será. Usted elije: o nos deja cumplir el plazo que le dio a este, o pone a prueba mi puntería.

El Muerto intentó asustarla con una mirada hueca, pero el pulso de Nina no temblaba y apuntaba directamente a su cabeza. Repitió dos veces el número de un teléfono móvil y le preguntó a El Muerto si lo recordaría.

—Yo no olvido —dijo él con un tono gélido que no impresionó a Nina.

—Ve bajando la escalera, Nicolás —ordenó ella—. Y no digas nada.

Me moví despacio, sin dejar de mirar a Serrano. Creo que nunca dije tantas cosas sin hablar.

—Hasta el viernes —concedió El Muerto—. Pero no creas que esto lo sacas gratis, putilla. Guarde la pipa, Serrano.

Nina los hizo retroceder hasta el final del pasillo y luego pasó corriendo a mi lado, escaleras abajo.

—¡Mueve el culo, que nos fríen! —dijo al pasar.

Cuando llegamos a la calle, me dio la pistolita mientras abría el coche. Entré apuntando hacia el portal y aunque nadie nos siguió no bajé el arma durante un buen rato.

—Ya puedes descansar, Dillinger —dijo ella—. Además, creo que hay que quitarle el seguro, aunque no sé dónde puñetas está...

La miré boquiabierto. Temblaba de pies a cabeza. Paró el coche en una acera iluminada y empezó a llorar. Le pasé la mano por el pelo y la abracé hasta que dejó de temblar. Discutimos un rato sobre qué hacer y finalmente acepté ir a su casa. Si no la habían molestado hasta entonces, quizá no conocían la dirección. Además, señaló, ir a Barajas era entrar en la boca del lobo y en cuanto a un hotel, si había policías mezclados en el asunto, no tardarían en encontrarnos.

Pensé que lo mismo podía pasar con su casa, pero no quise discutir. Estaba en deuda con ella, ya no me interesaba saber, y no quería pensar.

El departamento era parecido al de Noelia, pero en plan caótico. Comimos algo sin quitar la vista de la puerta y con la pistolita sobre la mesa. Nina buscó el manual y después de un rato descubrimos dónde estaba el seguro y cómo quitarlo.

—¿Y vos? —pregunté.

—Voy a desaparecer una temporada —dijo—, hasta que el cadáver ese caiga o se canse. Y no te preocupes, que me iré sola. Dentro de un rato, cuando descansemos, elegimos el método. Creo que a ti te conviene ir en autobús hasta Málaga...

—¿Otra vez?

—... y desde allí combinar un vuelo hasta tu tierra vía Londres o Roma. Yo igual me paso unas vacaciones en París o donde coño sea.

—Nina, yo...

—Déjalo, Nicolás. No me apetece tu gratitud si no puedo tener tu confianza.

No insistí y, cuando un rato después fue hacia el dormitorio, esperé un gesto de invitación que no llegó.

JUEVES

«Los días cantan la historia

del hombre al borde del hombre

los días cantan mañanas

los días no tienen miedo.»

FITO PÁEZ,
La vida es una moneda

38

No pensaba emborracharme, no era necesario. Pero estaba a solas con mi cabeza y las preguntas amenazaban con su campaneo lejano de tren que viene y va a llegar. Pensé en escribirle a Nina una larga carta que pusiera en su lugar cada pieza del rompecabezas de mi corazón, pero sabía que los bordes no iban a coincidir y lo dejé. Un buen trago no recuerdo de qué y tampoco eso importaba. Cuando el sol estuviera alto y las calles sudorosas con algo de gente para fingirlas habitadas, cargaría mi mochila a la espalda y en cada baldosa dejaría caer un recuerdo de esa semana enloquecida. Como cuando eras pibe y el equilibrio del universo dependía de no pisar las baldosas rojas, y si el próximo coche en doblar la esquina no era azul, entonces el día sería un desastre; supersticiones simples que hacían girar la tierra, porque la tierra gira o eso decían las maestras y, a juzgar por todas sus otras mentiras, vaya uno a saber.

Vagué por la casa demorando un ojo en cada libro mientras el otro se negaba a coleccionar más imágenes de Nina que luego tendría que olvidar con dolor, porque el olvido es la más jodida disciplina cuando es urgente olvidar, borronear una cara inolvidable por puro instinto de supervivencia, hacerle trampa al rompecabezas con la tijera de una memoria obediente que viene moviendo la cola si la llamas y le das su hueso para roer, su recuerdo para desgastar, su golosina con pelusas traídas de un gastado bolsillo de la mente, su palmadita condescendiente que la perra memoria, domesticada para olvidar, agradece con perruna fidelidad, enfermedad de perros al fin y al cabo, que los hombres podemos ser agradecidos hijosdeputa egoístas egocéntricos y hasta decentes tres segundos por década, pero poco más. Muy poco más.

Nina tenía estanterías llenas de libros borrosos, más borrosos a cada trago que exprimía de la botella; borrosos cuadros sin marcos que les cuadricularan el paisaje; una borrosa foto de Nina y una pelirroja que se llamaba, ¡cómo mierda se llamaba la pelirroja?, «
muy bien, Laika, ahí va otro hueso, Laika, mi estúpida canina y alegre Laika, qué poco te hace falta para ser feliz y qué gorda te vas a poner, perra memoria, con un amo que no hace más que tirarte recuerdos que roer y enterrar en los rincones más ocultos del sucio patio que habitamos mi cabeza y yo. Brindo por eso, ¿por qué?, por eso, ya sabés, por no acordarme del nombre borroso de la borrosa mujer que posa en la foto junto a..., no exageremos, Laika, perrita memoria dócil, que a Nina no se la olvida tan fácil, ojalá, ojalá que las hojas no te borren el cuerpo cuando caigan y no me acuerdo más, lo siento Silvio, pero esta jodida perra memoria tiene tanta práctica en enterrarme recuerdos duros como huesos, con su entusiasmo de rabo limpiaparabrisas, sonrisa tonta, ¿ríen los perros o es pura mueca, como mis besos, mis caricias, pura careta ahora sí ahora no, que uno se pone y se quita negando obstinado que siempre queda algo de la máscara dibujado en la cara y viceversa? Tan borracho no estoy, no, si he pensado dicho cantado al son de ¿cómo se llamaba la canción? dos palabras como obstinado y viceversa; si acaso un poco mareado, poca comida y mucho alcohol y ningún sueño nuevo y planchado que ponerme. Qué frío voy a tener dentro de un rato cuando me vaya sin pisar las baldosas rojas y dejando caer en cada una un pedacito de Nina, un pelo de Nina, un pezón de Nina». «Mejor parar, Nicolás
», me dijo un tipo con voz de borracho, cara de borracho y de infeliz borracho pagado de sí mismo, pero pagado a crédito. «
Andate a la mierda
», le respondí, «
quién te dio vela en este entierro, a quién le ganaste vos, de qué vas, o te creés mejor que yo, barbita; o es que pensás que tus llorones rezongos ahí al fondo, entre los huesos masticados que mal entierra mi perra memoria, te alcanzan como para Pilatos me lavo las manos y el que tiene la culpa es él o sea yo, y una mierda, que en este cuerpo vivimos los dos y si no te gusta, te mudás y chau
».

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