Read Un jamón calibre 45 Online
Authors: Carlos Salem
Se retiró del espejo el tipo, con su jodida cara de te lo dije y casi se lleva mi botella pero no lo dejé, «
que borrosa y todo, mi despedida del piso de Nina merecía un trago y la perra tenía sed de imágenes que olvidar. Una foto de una nena de trenzas negras y mirada pícara que igual es Ella. No, Ella era la otra, la que se fue o me fue, qué importa la diferencia, la que me puso, Laika, aquí, Laika, dónde mierda estás perra memoria, que me voy tropezando con huesos mal enterrados, en las puertas de un aeropuerto solo para demostrarme a ella que Ella no era tan definitiva y que no me iba a quedar a esperar que volviera, a buscarla para que volviera, y ahora qué, si me querés te gastás el orgullo en una carta a lista de Correos en Madrid, nada de correos electrónicos, que igual cuando llega no me encuentra porque no sé si Madrid o Portugal, ¿por qué no París?, aunque uno no sepa tocar la quena o rascar el charango, en París se pueden vender poemas en la boca del metro, que al fin y al cabo, dijo Ella, dije yo o dijo Laika, perra memoria, al fin y al cabo, un poema es una mentira que suena bien, algo que ponerse, mercancía si se vende y yo me había pasado la vida vendiendo mentiras. Eso lo dijo Ella, ¿Laika?, dónde estás cuando más te necesito, cuando los huesos me ahogan y son tantos y Ella no escribió en todo este tiempo, no escribió, Laika, perrita memoria, solo este hueso, que siempre me lo enterrás para el carajo y tropiezo con él cuando salgo al patio y me caigo y me lastimo porque cómo lastima el hueso de Ella y siempre vuelve a salir, siempre me espera puntualmente a la salida, nunca a la entrada del Correo, cada viernes voy, sabiendo que hoy tampoco y me miento que es solo una costumbre excéntrica de un tipo que nunca escribe cartas y sin embargo espera. Vacía. Alguna otra botella tiene que tener Nina, esta despedida merece un brindis de lo que sea, es el gesto que quema garganta abajo, cabeza arriba, por todo el patio lleno de huesos que bien mirado parece un cementerio. Anís. No, que hasta para esto de regar el patio tiene uno sus preferencias. Coñac. Si no hay más remedio, pero hay remedio, un whisky de nombre raro y etiqueta desconocida que resulta ser bourbon y yo sin saberlo, todo conocimiento es limitado, todo dolor acaba alguna vez. Lo malo es que después viene uno nuevo y la puta de Laika que no aparece. Piedritas. Son piedritas que Nina ha coleccionado. No, no son piedritas, son gatitos minúsculos de cerámica, barro o yo qué sé, tamaños, formas y colores variados pero siempre la insultante media sonrisa del gato que nada tiene que ver con la del perro que ríe para mí, los gatos, los putos jodidos gatos que se mueven o soy yo, los gatos se ríen de mí. A la mierda los gatos y su sonrisa, si los doy vuelta los pongo de espaldas de cara a la pared castigados por reírse del señor, señor... ¡Laika, cuidado con lo que enterrás, carajo, mi nombre no! Son un montón de gatos y uno se le parece pero no es tan flaco y se le parece, se llamaba, ¿cómo se llamaba? Ah, Laika, perversa, cuando se trata de tus odios ancestrales sí que le das a las patas, entierra que te entierra, pero te voy a joder porque no me acuerdo cómo se llamaba el gato pero sí que no quería ser un gato de ministro, eso seguro. Este encuentro merece un trago, Silvestre, ¿ves como yo también sé desenterrar, perrita memoria? Lo malo es que ya no hay palabras, Silvestre, apenas una sonrisa igual a la de los otros gatos de cerámica, barro o lo que sea, pero la tuya duele, porque los dos sabemos de qué te reís. Y prometo que no tengo intención de dejarte caer, solo acercarte al oído, a ver si me das bajito un consejo de callejón que me sirva para este viaje, pero no hay consejos y juro que no te tiro a la alfombra con rabia, Silvestre, que no te pateo contra el sofá por despecho, que no. Lo siento, Silvestre, hasta borracho miento. Pero también sé pedir perdón y ya mismo, aunque todo se mueva, te levanto del suelo y te devuelvo a tu sitio, ahora me agacho con el estómago en la garganta y el cerebro empujando por escaparse desde mis orejas, ahora la alfombra se mueve como un terremoto mudo y sin embargo, Silvestre, lo más parecido a un amigo que he tenido en tanto tiempo, te busco a gatas, gato al fin y al cabo, por el territorio pastoso de la alfombra, te sigo el rastro debajo del sofá y me acerco para rescatarte de ese exilio oscuro y pelusiento
».
Entonces la vi.
No tuve ninguna duda y si el mundo era de gelatina, ella permanecía inmóvil y definida. No era gemela de la otra, ni pariente cercana; era la misma caja de madera que había visto en casa de «
comosellamaba, suelta, Laika, ahora no
», la caja marroquí a la que quise mudar mi bailarina con una sola pierna que bailaba Para Elisa y que no pude encontrar.
Al lado de la caja, debajo del sofá, el gato de cerámica había caído coherentemente de pie y su media sonrisa se me antojó menos insultante.
Dentro de la caja, el contenido también era de gelatina pero menos, y descubrí que si miraba las cosas medio de costado, como sin querer, se volvían un poco más sólidas. Fotos de Nina y la pelirroja, cartas, postales, recortes de diarios.
Senté al gato de cerámica a mi lado en la alfombra, y empezamos a revisarlo todo, con mucho esfuerzo y por el costado del ojo. Alcancé a leer algunas frases de postales, fechas que se me cruzaban y superponían porque es imposible sumar con números de gelatina, titulares de los recortes que cuando acababa de leerlos se movían, frases sueltas de las cartas y las postales.
Sentí que en esa caja perdida y reencontrada había piezas del rompecabezas, algunas que venía buscando desde hacía varios interminables días. Pero supe también que había perdido las piezas que tenía desde antes, las vagas ideas de dos puntas que venía tratando de atar sin mucho éxito desde los tiempos ya remotos, cuando necesitaba saber para respirar. No estaban, enterradas por la diligente y perruna memoria, me faltaban datos y deducciones, me sobraba gelatina dentro y fuera de la cabeza.
Todo aquello que contenía la caja quería decir algo, eran semillas millas de respuestas. Pero yo había perdido las preguntas. «
Signifique lo que signifique, nos vamos, Laika
», pensé.
Y antes de dormirme sentado en la alfombra, antes de olvidar sus nombres, brindé por Philip Mar López, por el gato Silvestre, por Serrano y por Nina.
Quise brindar también por mí, pero había olvidado cómo me llamaba.
Serían las diez y media de la mañana y ya hacía calor.
Siempre hacía calor.
Desperté casi sin resaca y con las brumas de mi descubrimiento revoloteando como fantasmas que no quería mirar para negar su existencia.
No quería preguntar, no quería saber.
Junté mis cosas, las que me quedaban, porque no pensaba volver a la casa de Noelia. Conté el dinero que tenía encima, el billete para volver a qué, el pasaporte de tapas azules con el escudo argentino estampado en dorado y hasta estuve a punto de cantar unas estrofas del Himno Nacional. Cualquier cosa menos responder al murmullo de las dudas. Mirando al frente, pero sin mirar, fui hasta el dormitorio de Nina. Me sentía como cuando te presentan a la novia de un amigo y no querés mirarle las piernas cruzadas pero lo único que encuentran tus ojos son las piernas.
Nina no estaba.
Nina nunca estaba cuando había que hacer frente a una pena previsible. Dejaba una nota y escapaba. Pensé que esa actitud me resultaba familiar y cambié de tema, porque tampoco se trata de no mirarle las piernas a la mujer de tu amigo y acabar mirándole las tetas.
La nota estaba en una hoja de cuaderno doblada, y dentro de ella, una despedida:
«No me gusta decir adiós, prefiero el "chau" como dicen en tu tierra, porque suena a "nos vemos cuando menos te lo esperes". Y yo no voy a verte más, me temo; pero voy a esperarte de cualquier modo, porque eso no me lo puedes prohibir, jodido sudaca, jodido y querido sudaca. Un beso. Te quiero».
Una «N» rabiosa y enorme firmaba la nota, acorralada de marcas de lápiz de labios, besos de papel. Había también cuatro cabellos largos, renegridos.
Y 15.000 dólares en billetes nuevos.
De repente tuve necesidad de Nina, hambre de Nina, sed, frío de Nina caliente y dulce. Pero ella ya no estaba. Me tiré en la cama insultando mi falta de confianza, mi porfiada habilidad para ahuyentar lo que más quería. Y sentí algo duro bajo la almohada. La pistolita plateada.
Pensé en buscar a Nina y supe que no lo haría.
Pensé en escapar otra vez, total, ya estaba acostumbrado a hacerlo.
Pensé en Nina y supe que estaba jodido, porque la quería.
Una chicharra desagradable empezó a sonar por todo el cuarto.
Un teléfono móvil caído sobre la alfombra.
—Tenemos a su amiguita, Sotanovsky —dijo El Muerto—. Se acabó la broma: o me consigue el dinero o la putilla lo va a pasar pero que muy mal...
—¡Cómo le toque un pelo a Nina, yo...!
—No sea ridículo. ¿Usted, qué? No me haga perder más tiempo: consiga la pasta o ella muere, pero no en seguida, le va a costar morirse. Usted ya me entiende...
—Oiga, que ella no tiene nada que ver. Además, la pelirroja ha muerto.
—Ya me lo dijo Serrano.
—¿Y le hacía falta que alguien se lo dijera, Muerto?
—Me importa un huevo que me crea, infeliz. Pero yo no tuve nada que ver con su muerte. Aunque ya me hubiera gustado encontrarla...
—Perdimos todos, Muerto —dije—. Sin la colorada, no hay dinero y usted lo sabe. Suelte a Nina, la va a matar al pedo...
—¿Al qué?
—De balde —traduje—. Si no tenemos la plata, ¿por qué la va a matar?
Fue una pregunta estúpida.
—Porque me gusta —dijo. Y colgó.
Pero solo quería hacerme sufrir.
Cinco minutos más tarde la chicharra volvió a sonar.
—Usted elige —dijo—: la pasta o la chica.
—¿Cuántas veces tengo que decirle que no tengo el dinero?
—Eso ya lo sé. Pero aquí Serrano dice que usted no es tan tonto como parece, y a estas alturas habrá deducido que yo tampoco tengo muchas salidas. Es el único que puede encontrar la pista del dinero. Muévase. La puta pelirroja no se lo habrá llevado a Marruecos metido en las bragas. Piense.
—¿Qué plazo me da?
—Hasta la tarde y sin bromas. Lleve el teléfono encima. Ya lo llamaré.
Colgó otra vez.
No tenía la menor idea de dónde podría estar el dinero, si es que todavía existía.
Ir a la cita con El Muerto sin la guita era un suicidio.
Y no ir era matar a Nina.
Busqué una de las monedas franquistas en el bolsillo y la tiré al aire con furia.
Giró y giró hasta casi rozar el techo.
Cayó en mi mano y su peso redondo, en el centro exacto de la palma abierta sin ganas, me sorprendió tanto que la enjaulé entre los dedos apretados.
Que recordara, era la primera vez en mi vida que tiraba una moneda y tenía la ocasión de conocer su veredicto. No estaba preparado para eso.
«
Si es cara, voy a cambiarme por ella aunque sea una boludez
», pensé.
«
Si no, me subo al primer avión aunque sea en el ala
.»
Miré fijamente la mano, como si pudiera ver a través de los dedos cerrados, como Superman o como el desgraciado protagonista de una de mis novelas inconclusas. No podía.
«
Si es cara, voy al matadero
», pensé.
«
Si no, me voy a otra muerte igual de inútil, pero más lenta
.»
Tiré la moneda por la ventana, guardé la pistolita en la mochila, me la colgué de los hombros y antes de salir me calcé el móvil en la cintura.
A esa altura de mi vida, no iba a dejar que un dictador muerto de viejo o un águila reaccionaria decidieran por mí.
Si había algo que yo sabía hacer por mi cuenta era equivocarme.
En algún país de mi continente, en Colombia o Venezuela creo, hay una tradición que dice que los muertos, antes del viaje final, salen a recoger su vida, la revisitan a modo de despedida, la guardan en una bolsa y entonces mueren en paz. Yo no tenía mucho que hacer hasta que El Muerto me llamara, y sabía que antes de verlo me quedaban cosas que recoger.
Pocas, pero me quedaban.
Cada cual tiene sus ritos sin sentido, y yo tenía el mío.
No era el día adecuado, pero pensé que el viernes, a una noche de distancia, me quedaba demasiado lejos.
Caminé hasta Correos cargando la mochila y mi miedo.
Pesaban mucho. Por el camino encontré algunos turistas a medio derretir bajo el sol de mediodía y madrileños castigados a quedarse en agosto, que miraban con rencor mi mochila, suponiéndome un viaje sin horarios ni corbata. Y tenían razón: el viaje más largo de mi vida y sin pasaje de vuelta.
Entré esquivando huesos de mis recuerdos pelados, pero tomando nota de su posición para recogerlos a la salida, después del último ritual estéril. Antes de llegar al mostrador, mi presencia despertó cierta atención entre los empleados aburridos. Después de seis meses de acudir puntualmente a la cita y sin recibir nunca una carta, ya era una especie de leyenda entre el personal.
Tardaron en atenderme aunque me vieron llegar desde lejos. Estaban reunidos y me miraban ocasionalmente mientras hablaban en voz baja, ignorando a la gente que esperaba en el mostrador. La verdad es que siempre la ignoraban, pero ese día era distinto: estaban decidiendo algo.
Conocía borrosamente sus caras, a fuerza de oírles decir casi con pena cada viernes a la misma hora «
no ha llegado nada para usted
».
Por fin se decidieron y avanzaron directamente hacia mí en comitiva encabezada por el más viejo, que sería el jefe de la sección.
Sonreían.
—Hoy, sí —dijo el viejo.
Y los otros asentían felices.
Me dio dos sobres y declaró redundante, al borde del llanto emocionado:
—Y son dos.
Uno tenía la letra inconfundible de Lidia, pero tardé en reconocerla, aunque el remitente era correcto, correctos el nombre y los apellidos. Había algo urgente en esa letra, algo rabioso. Como si la misma letra hubiera sido trazada por dos manos diferentes, irreconciliables.
Era un sobre grueso y cuadrado, despachado el día anterior. Lo palpé y reconocí la forma de un estuche de cedé.
El otro sobre era casi igual de grueso pero contenía folios y venía lastimado de matasellos y transbordos.
Venía de la Argentina.
Era de Ella.
Lo miré sobre el mostrador, sin tocarlo, como si pudiera deshacerse, un hueso prehistórico y valioso. Cada curva de la letra era el eco de una caricia que tenía un lugar en mi cuerpo, un hueco para nombrar un vacío, una respuesta. Con los dedos sin peso, seguí el nombre, que era el mío, como si fuera el de otro al que iba a envidiar para siempre. Lo di vuelta con cuidado y seguí el nombre, que era el de Ella, como si fuera el tramo final de un camino muy largo, la entrada a un valle fértil después de tanto desierto.