Read Un jamón calibre 45 Online
Authors: Carlos Salem
—No hay de qué, Nicolás. Y cuidado con los callejones oscuros.
Mientras bajaba la escalera, dentro de la casa, el teléfono móvil de El Muerto empezó a sonar con prepotencia.
Estaba donde supe que estaría. De guardia desganada frente a la casa de Noelia. Y llevaba otra vez el traje de color helado de limón y chocolate a medio derretir. Planchado y limpio. «
¿Y si me busco yo también una viuda?
», pensé. «
Todo a su tiempo
.» Se alegró de verme pero tardó en entender.
—El Muerto ha muerto —dije.
—¿Usted lo...?
—Digamos que lo hice a medias con un viejo enemigo y un amigo gruñón.
Se encogió de hombros, aliviado.
—Era un mal bicho, pero peligroso. No entiendo cómo usted..., sin ofender...
—Yo tampoco, Serrano, yo tampoco. —Busqué en la mochila y se sobresaltó cuando me vio sacar la caja de puros. La abrí y saqué dos. Nos sentamos a fumarlos en el mismo portal en el que supe de la pena pegajosa de Mar López, del desesperado amor-odio de Manolo por Lidia. Pero era de día, la mañana avanzaba y yo seguía vivo. Serrano miraba la caja de puros, pero no dijo nada—. ¿Por qué le dijo que las dos cajas eran de tabaco? —pregunté.
Miró hacia otro lado, mentía fatal.
—¿Yo dije eso? Me habré confundido. Uno se hace mayor y con tanto golpe en el ring, la vista a veces falla.
—No me creo nada, pero no importa. Gracias, Serrano. No pude usar la pistola, pero gracias.
Me estudiaba.
—Bonita camisa, tengo una igual. Un poco grande pero le sienta bien el color.
—Es que con la compañía uno va mejorando el gusto —contesté—. ¿Y ahora qué, Serrano? Quedamos los dos...
Aspiró el humo del puro con deleite.
—Yo abandono, Nicolás. Nunca supe bien qué buscaba El Muerto, pero me prometió no matar a nadie y ya he visto demasiados muertos en una semana.
—Cuéntemelo a mí —pensaba en los que él desconocía, en Philip, en Lidia, en Manolo.
—Además —dijo sacudiendo la ceniza del puro con cuidado para no manchar el traje—, no me voy a meter en pleitos con un tipo capaz de matar a El Muerto... Creo que esto es suyo.
Del bolsillo sacó un manojo de billetes: los dólares que me había dejado Nina. Se puso de pie y estiró la raya del pantalón con dos dedos:
—Iré a recoger mis cosas y dejo todo el asunto.
—No vaya, Serrano. Habrá gente buscando a El Muerto y no tenía allí nada que valga la pena el riesgo.
Se revolvió turbado.
—Los... los poemas. Tengo que recuperarlos. —Busqué en mi mochila y le di los folios. Se le iluminó la cara al reconocerlos.
—No son tan buenos, Serrano. A ver si se atreve y le escribe uno propio, a ella le va a gustar. Espéreme aquí mientras lo piensa.
Tardé más de lo que esperaba, casi quince minutos, pero cuando bajé de la casa de Noelia con todas mis cosas, seguía en el portal, fumando otro puro y musitando rimas mientras las escribía en el costado de un folio.
—¿Le gusta? —Me lo alcanzó—. Sea sincero.
Leí la estrofa y era tan simple y obvia, tan pura, que algo se aflojó en el nudo que tenía dentro desde la muerte del perro flaco negro enorme.
—¿Está llorando, Sotanovsky?
—Me emocionó, Serrano, me emocionó.
Le alcancé el paquete que traía en la mano.
—Haga lo que quiera —dije—, pero yo en su lugar convencía a la viuda, me casaba con ella y me la llevaba lejos de Madrid. No creo que un estanco sea más caro en un pueblito de Málaga que en Vallecas...
Fue a decir algo pero vio el contenido del paquete y se quedó sin palabras.
—Creo que son doscientos mil euros, más o menos —dije—. Alcanzará para empezar en otro lugar en el que nadie se acuerde de que caminó junto a El Muerto. Hágala feliz, Serrano.
Me alejé andando despacio y me llamó.
—¿Qué puedo hacer por usted, Nicolás?
—Ya lo hizo.
—Hablo en serio: supongo que él iba a matarme cuando tuviera la pasta, pero no sabía cómo dejarlo. Le debo mucho, Sotanovsky.
—No me debe nada, pero ya que insiste: cuando estén instalados, busque un gato callejero y peleón, un gato escuálido, de ser posible negro con manchas blancas pero eso tampoco importa mucho. Cuídelo un poco y dele de comer de vez en cuando. Pero no me lo amaricone ni lo encierre, déjelo a su aire y si ve que a fuerza de buena vida se le pone cara de ministro, péguele una patada. No muy fuerte, para que no olvide de dónde viene. Con que haga eso, estamos a mano.
Serrano no entendía un carajo, pero juró solemnemente cumplir mis instrucciones. Yo quería irme de una vez, porque tenía poco tiempo y no me gustan las despedidas. Pero él tenía una pregunta más y me la soltó cuando ya iba por la esquina:
—¿Qué nombre quiere que le ponga? Al gato, digo.
No lo pensé:
—Póngale Philip, Serrano. Póngale Philip.
Busqué un taxi. Esta vez lo vi venir y lo reconocí. Él no.
Abrí la puerta trasera, tiré en el asiento la mochila y los bolsos y me senté. Miró el puro con desagrado y fue a decir algo.
—Hace unas noches —lo corté—, un tipo flaco le pegó una paliza y lo encerró en el maletero, ¿se acuerda?
La mirada en el espejo se le heló de miedo.
Se acordaba de El Muerto.
Siempre se acordaría.
—Hace un rato acabo de matar a mano limpia a ese mismo tipo, así que no me hinche las pelotas y ni se le ocurra buscar la pistola que tiene en la guantera, que con un muerto por día me alcanza. No voy a robarle, pero no me provoque.
Asintió obediente y puso el coche en marcha. Le di la dirección y cuando llegamos me ayudó a bajar los bultos y quiso preguntar algo, pero lo pensó mejor. No me quería cobrar, pero insistí. Le di uno de cien.
—Con lo que sobra, se compra sus propios tangas para olfatear —dije.
Creyó reconocerme, pero prefirió no decir nada y cuando dobló la esquina casi se traga un buzón por espiarme desde el retrovisor.
* * *
No era una zona exclusiva, desde luego, pero el bufete estaba en un edificio antiguo bien remodelado y desde la puerta se advertía que dentro había buen gusto y cierta prosperidad medida para no ofender a los clientes. La placa anunciaba el nombre de la abogada y la puerta obedeció cuando la abrí. Una sala de espera coqueta y al otro lado una puerta de cristal opaco que revelaba la silueta dentro del despacho. Hablaba con alguien en tono de reproche. Se interrumpió cuando empujé la puerta. Estaba borracha y hablaba sola. Su cara compuso una ebria expresión de dignidad final y sacó pecho. Luego vio que era yo, tardó en asimilar el dato y no supo si sonreír o seguir llorando.
—Hola, Nina —dije.
Boqueó, pero no pudo articular palabra. Dejé los bultos sobre la alfombra y tiré sobre la mesa el bolso que me mostrara El Muerto.
—Que salga —ordené.
Recogió el bolso y pasó tambaleante al despacho contiguo. Busqué un puro y lo encendí. Salió. Caminaba envarada y evitando mis ojos.
La peluca pelirroja estaba ladeada y le daba una pinta cómica.
—Hola, Noelia —dije—. El gusto es tuyo.
Se derrumbó en la silla y lloró lágrimas que venían desde lejos. No era teatro, ya no. Pero me debía una montaña de respuestas que ya conocía.
—¿Por qué, Nina, por qué?
Lloró un poco más y empezó a hablar como para ella misma:
—Porque la hijaputa siempre me lo quitaba todo. Era la más lista, la que se llevaba los mejores, la más sucia por dentro. —Estalló en otro moqueo y siguió hablando—. ¡Y lo peor es que nadie conocía a la verdadera Noelia! Engañaba bien, la cabrona, y hasta yo tardé en darme cuenta de sus manejos. —Me miró a los ojos por primera vez—. ¿Sabes de qué murió? ¡De apendicitis! ¿Te parece serio?
No me parecía nada. El dibujo se completaba pero faltaba encajar varias piezas y ya no había tijera que valiera. Nina siguió destejiendo su historia:
—Murió en Marrakech, hace dos meses. Como no se hablaba con sus tías, me avisaron a mí. La enterraron allí. Y yo, idiota de mí, ya empezaba a perdonarle sus putadas, cuando descubrí los libros secretos de cuentas y el expediente de Menéndez, porque era muy meticulosa. No tardé en darme cuenta del lío. Y estabas en lo cierto: El Muerto robó en Financur y le confió el dinero a ella.
Quise preguntar, pero ella adivinó:
—¿Que por qué monté toda esta historia? ¡Porque no tuve la pasta hasta la semana pasada! Ella lo había arreglado de manera que el paquete fuera enviado de un sitio a otro, todo programado y calculado. Así nadie podía quitarle el dinero. Después de recibir el paquete (sí, lo había remitido a mi nombre), supe que la casa ya no era suya: se la alquilaba a la misma inmobiliaria a la que se la vendió. El tipo me llamó para cobrar el alquiler y como yo ya estaba buscando un...
—... un pelotudo para distraer a El Muerto, pagaste el alquiler y seguiste la farsa —completé.
Bajó los ojos.
—Más o menos. Pero piensa en el panorama: descubro el follón y sé que tarde o temprano El Muerto se enterará de mi antigua sociedad con Noelia y vendrá a pedirme cuentas. Lo único que se me ocurrió fue mantenerla viva para que la siguieran mientras decidía qué hacer. Necesitaba a alguien que no fuera de aquí ni pudiera dar pistas. Me disfracé de Noelia y contraté a tres detectives...
—... para buscar entre los sudacas de Madrid. ¿Pero por qué yo y no otro?
Se sonrojó, sin dejar de moquear.
—Porque me gustaste. Y también le hubieras gustado a ella. No tenías amigos de verdad a los que acudir y fue fácil conducirte. ¿Recuerdas a José, el chico que te dejó las llaves de la casa? Es un actorzuelo conocido mío. Le pagué 500 euros por engañarte, le dije que tenía ganas de llevarte a la cama pero me ignorabas, y como me conoce... Y el nombre de Marisa Castro, ¿te dice algo?
—La gallega...
—Esa. Se ve que estaba enfadada contigo. Tuve que soltarle otros 500 para que te echara a la calle, pero creo que lo hubiera hecho gratis. Pensó que me estaba vengando por alguna putada que me habías hecho. Y yo confié en que cuando vieras el lío saldrías por pies, como cualquier persona sensata...
Me hablaba de sensatez.
Ella
me hablaba
a mí
de sensatez.
—Conocía todas tus costumbres, Nicolás, hasta tu cita semanal con el Correo, para no hallar ninguna carta...
—Ayer había dos. Una la devolví y daría la vida por no haber recibido la otra.
No comprendió y siguió hablando. Tenía mucho que contar:
—Mi plan original era esperar a que huyeras y después compensarte por el mal rato con un sobre con dinero a tu nombre en lista de Correos. Pero luego, cuando me llegó el paquete de Noelia con el botín, no supe qué hacer. Y seguí el juego. Total, tenía el dinero a mano y si había que pagar, podía pagar.
—Ya lo creo que lo tenías a mano —dije sacando de mi mochila la gran bolsa de El Corte Inglés, hecha un bulto. La dejé sobre la mesa—. ¿Por qué no pagaste cuando la cosa se puso fea?
—Por eso mismo —dijo con lógica implacable—. Supe que conocías al detective porque hablas dormido. Yo no le había pagado y temí que hablara de más y te pusiera sobre mi pista. La noche en que lo mataron, cuando fuiste a verlo, lo llamé por teléfono y me hice pasar por Noelia con la idea de alejarte con una pista falsa. Me dijo que había policías corruptos metidos en el asunto, me pidió más dinero y me habló de Lidia. Yo nunca me fie de ella y lo sabes.
Estuve a punto de pedirle un respeto para mi amiga muerta, pero la que se había metido en ese sucio negocio no era mi Lidia. Además, me sorprendió la agudeza de Philip que, al fin y al cabo, sabía su oficio. Brindé mentalmente por él, pero ella me interrumpió antes de la segunda copa:
—Me asusté, por los dos, cuando supe de la muerte de Mar López. Por eso monté lo de Marruecos y traté de convencerte para huir juntos. Pero no: el señor Sotanovsky quería saber. —Empezó a llorar despacio—. Pues ahora sabes.
No habló más y me descubrí contándole mi parte de la historia, todos los pequeños detalles que le había ocultado. Le hablé de la muerte de Lidia y Manolo, del cedé con las voces de ellas esperando en Correos, de mi desconfianza tras la emboscada en el zoco (juró que no tuvo nada que ver con eso y cambié de tema, porque sabía que había sido la otra Lidia quien me traicionó), del día anterior con su demencial secuencia de equívocos y falsos secuestros.
—Fuiste a entregarte por mí... —murmuró con ternura—. Eres gilipollas, Nicolás.
Tenía razón. No le conté del final de El Muerto y cuando el ruido de un coche al pasar la asustó, me limité a decir que él ya no podría hacernos daño.
—¿Cuándo descubriste que suplantaba a Noelia?
—Esta mañana. Ya tenía pistas, pero me parecía tan absurdo... La postal de Marruecos fue una exageración, aunque te agradezco el intento de alejarme del peligro. Ya era raro que la colorada apareciera tan seguido si estaba huyendo, pero es que además aparecía cuando no estabas a la vista... y ya sabés que soy un experto en la biografía de Superman y en dobles personalidades.
Ya no quedaban más
flashbacks
pendientes, o si quedaban, eran menores.
Pero faltaba una respuesta, acaso la más importante.
—¿Me querés decir por qué, después de armar todo este lío para ponerte a salvo de las sospechas de El Muerto, te apareciste por la casa de Noelia y te colocaste en el centro de la escena? La verdad, Nina...
—La verdad es como un coño, ya te lo dije una vez. ¿Me creerás si te digo que lo hice porque me arrepentí de haberte puesto en peligro?
—Te creo. Pero a medias. Hay algo más.
La miré a los ojos. Bajó la cabeza y habló con rabia:
—Sí. Todo ese plan perfecto, toda esa frialdad para calcular y medir riesgos, toda esa mierda que inventé, no eran típicos de mí. Cuando comprendí que había estado pensando como Noelia, que tal vez yo también admiraba su mentira, me rebelé y decidí aparecer. —Sonrió como una nena—. Además, te tenía ganas...
Llegaba el momento que los dos veníamos esquivando. Nina habló primero:
—¿Y ahora qué, Nicolás? Porque el caballero ofendido querrá cobrarse el engaño, y en lugar de escaparnos con el dinero y vivir de puta madre, dar diez vueltas al mundo, qué sé yo, seguro que te metes en líos. ¡Hay hasta policías muertos! —Cambió de táctica—. Es mucho dinero, piensa lo que nos podríamos divertir con casi un millón de euros...