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Authors: Carlos Salem

Un jamón calibre 45 (2 page)

BOOK: Un jamón calibre 45
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Y Charly García acertaba a medias: estaba claro que mi juego se acababa, pero no tanto que me hubiera hecho feliz.

De repente encontré la solución: el flaco que me había prestado la casa de Noelia. Tenía que localizarlo y que él lo aclararse todo. Para celebrarlo me serví otro trago. Claro que si Noelia estaba metida en quilombos con gente como el Jamón Calibre 45, su amigo no me iba a decir dónde estaba. A lo mejor, si me hacía el gil cuando hablara con el flaco, o me inventaba algo para que me contara dónde encontrarla y pasarle los datos al grandote...

¿Podía yo ser tan hijo de puta como para traicionar a la pobre Noelia?

¿Llegaría Noelia a perdonarme alguna vez?

¿Quién mierda era Noelia?

Grandes enigmas de la historia de la humanidad, que solo podían resolverse aplicando una inteligencia aguda como la mía y otro poco de bourbon. Fui hasta la cocina rebotando en las paredes del pasillo y entonces me di cuenta: no sabía cómo localizar al flaco, y ni siquiera me acordaba de su nombre. Lo había conocido hacía unas semanas en los Diablos Azules de la calle Apodaca y después de cuatro o cinco borracheras poéticas nos habíamos vuelto como hermanos. Y a tu hermano no se te ocurre preguntarle cómo se llama, ¿no?

Me acordé de que en alguna parte guardaba un papel con su teléfono, para comunicarnos si había algún problema en el piso. Con la serenidad de un tipo acostumbrado al peligro, volqué la mochila y los bolsos en la alfombra y revolví frenéticamente mis cosas, hasta que encontré el papelito. Las letras bailaban un tango enrevesado y tuve que esperar a que sonaran los acordes finales para comprobar que mi salvador se llamaba José a secas. Marqué el número, pero la operadora me dijo que no existía. Conté las cifras y me pareció que me sobraba una. Tuve una visión del momento en el que él había escrito eso y estábamos bastante borrachos. Tanto como para haberlo anotado mal.

Me puse otro bourbon y lloré un poco.

Mi experiencia en situaciones violentas no pasaba de media docena de peleas en bares, que casi nunca había ganado, y algún novio celoso con o sin motivos. Había leído mucho, eso sí: todo Chandler, Hammett, Vázquez Montalbán y Juan Madrid, del que hacía poco me había enterado de que no era un seudónimo sino su verdadero nombre. Tanta cultura tenía que servirme para algo. Lo único que había que hacer era pensar y ponerle más hielo a mi vaso. Fijo que el grandote no era candidato al Nobel y a lo mejor lo podía despistar. Pero había hablado en plural y no sabía cuántos eran.

¿Y si llamaba a la policía? No tenía ninguna prueba de que me había amenazado, ni forma de explicar qué carajo hacía en esa casa. Apestaba a alcohol y cada vez que veía un uniforme se me aceleraba el corazón, convencido de que yo no tenía cara de sospechoso, sino de culpable. Aunque no hubiera hecho nada. Descarté la policía.

A lo mejor si llamaba a algún amigo... Pero yo no tenía amigos, apenas compañeros de copas de los que no sabía el nombre ni el teléfono, por culpa de mi vieja enemistad con los teléfonos móviles desde que leí
Fahrenheit 451
. Descartados los amigos.

¿Y si llamaba a la gallega? Seguro que convencía a su nuevo novio africano y se presentaba abajo con una docena de watusis, con lanzas y todo. Lo pensé mejor: no iba a funcionar. La gallega me odiaba y hasta donde podía recordar, mi suplente no era un guerrero masái, sino un sociólogo emigrado. Los sociólogos no asustan a nadie. Aunque lleven lanzas.

Estaba claro que tenía dos opciones y no me convencía ninguna: tratar de escapar, incluso sin pasaporte, o esperar a ver qué pasaba.

—Seamos serios, Nicolás —me dije—. Que para algo uno tiene una educación universitaria. Hay que recurrir a un método racional.

Busqué una moneda en el vaquero. Aproveché el viaje para servirme más bourbon.

Si salía cara, intentaba escaparme; si no, buscaba a la tal Noelia, aunque no tenía ni la menor idea de dónde carajo podía estar.

Tiré la moneda al aire y rebotó en el borde de la ventana, cayó a la calle y rodó hasta los pies de mi Jamón Calibre 45. Se agachó a recogerla y cuando me vio repitió el gesto con los dedos.

Pum.

Me fui dando tumbos hasta el salón.

Estaba casi borracho, al borde del llanto y medio muerto de sueño.

Decidí hacer las cosas completas por una vez en mi vida: me emborraché del todo, lloré un buen rato y me quedé dormido como un tronco, mientras en mi cabeza bailaban un malambo media docena de planes infalibles para huir. No había drama: cuando descansara un poco, todo iba a ser fácil, muy fácil, como en las novelas.

No fue tan fácil.

Tardé años en decidirme a contar esta historia, y lo hago ahora, cuando ya mi acento argentino se ha fundido con el vocabulario español, lo que me permite reconocerme al mismo tiempo como un reverendo pelotudo y un grandísimo gilipollas por no haberme marchado esa misma tarde del piso de Noelia.

Después me preguntaría mil veces por qué no lo hice, y en cada examen me di una respuesta diferente que trataba de exonerarme de lo que pasó.

Pero no hay coartada moral que alcance para perdonarme tantos muertos.

No me quedé, como habría hecho un detective de novela, para conocer la verdad.

La verdad me importaba un carajo.

La verdad, lo aprendería en seguida, era un coño.

Tampoco me quedé para salvar a la tal Noelia de un peligro seguro.

Me quedé por culpa de una boca.

Una boca que también era la verdad.

Aunque mintiera todo el tiempo.

3

Me despertó el timbre. Conseguí arrastrarme hasta la puerta y espié por la mirilla. El logo de El Corte Inglés me saludó repetido y distorsionado desde una gran bolsa de plástico.

—¿Noelia? —preguntó una voz de mujer al otro lado—. ¿Estás ahí?

—Ojalá —murmuré mientras abría—. Ojalá.

La bolsa era grande y cuadrada. Y tenía unas piernas bronceadas, dos pies chiquitos y sandalias de cuero. La bolsa bajó y la dejó al descubierto. Tenía cara de gata y el pelo negro le caía hasta los hombros. Los ojos eran marrones, húmedos y con un par de destellos que reflejaban la mañana; la nariz, breve pero personal y la boca, la boca, la boca.

La boca.

El resto no desmerecía el conjunto. De repente, me acordé de que estaba en calzoncillos y un poco borracho. Ella no pareció notarlo.

—¿Está Noelia en casa? —preguntó mientras entraba sin mirarme—. ¿Volverá hoy? ¿Sabes cómo puedo ponerme en contacto con ella?

—No —contesté a las tres preguntas.

Me miró de arriba abajo y yo no me sentía muy seductor.

—¿Cómo te llamas?

—Nicolás.

—Nicolás. ¿De dónde eres?

—Soy argentino.

—¡Un sudaca! Esta Noelia... ¡Le chifla lo exótico!

—No creas: esta temporada, creo, se llevan más los sociólogos negros. Y lo más exótico que sé hacer es tirarme desde el armario...

—¡Fantástico!

—... pero no siempre acierto.

Hizo un mohín y se quitó las sandalias.

—Pero antes debo bañarme. Soy un río de sudor.

Se fue desnudando hasta el baño. Antes de entrar, lo que le quedaba por sacarse era un tanga microscópico. En Argentina yo hubiera pensado «la tanga», pero ya lo dice el refrán: donde fueres, haz lo que vieres. Y lo que yo veía era inmejorable.

—Me muero de sed. ¿Serías tan dulce...?

—Soy un terrón de azúcar —contesté casi sin tartamudear.

En la cocina, el recuerdo del Jamón Calibre 45 me enfrió.

Ella conocía a Noelia.

Tenía que saber dónde estaba Noelia.

Y más aún: quién mierda era Noelia. En eso me llevaba ventaja.

Me puse el vaquero, preparé dos vasos con Coca-Cola, ron y hielo, y fui hasta el baño. Una toalla grande se amontonaba en el suelo, junto al tanga. Ella cantaba sin desafinar demasiado. Se asomó, con otra toalla estirada entre los brazos, que escondía el paisaje entre el cuello y las rodillas.

—Eres un cielo. Déjalo sobre el váter —ordenó con una sonrisa. Y abriendo más la toalla, levantó los brazos y la trenzó en un turbante, mientras yo, como un pelotudo, trataba de concentrarme en la operación de ocultar su pelo y no en todo lo que ya no ocultaba. Tomó un trago, se miró en el espejo y siguió cantando. Corrió la cortina y empezó a ducharse como si yo fuera un mueble más del baño.

Fui hasta el salón y miré por la ventana.

En la esquina, soportando el sol, el Jamón Calibre 45 tenía la mirada clavada en la puerta del edificio. Tuve ganas de llamarlo y preguntarle de qué lado había caído la moneda.

La voz de ella llegó desde el baño.

—¿Tú no te duchas? —preguntó.

Ese tipo de cosas pasaba todo el tiempo en las novelas que leía y en las que trataba de escribir. Pero no en mi vida. Traté de calcular cuántas horas, minutos y segundos cabían en tres días, pero siempre fui un desastre en matemáticas. De cualquier modo, tenía tiempo de sobra para una ducha o dos. Me quité la ropa.

Es increíble la libertad que tiene un muerto para olvidar sus problemas.

* * *

Se llamaba Nina y era el tipo de chica que me volvía loco cuando yo era un adolescente tímido y solitario. Andaría por los veintiocho, pero desnuda parecían menos. Despedía una sensualidad natural que le empezaba por los ojos y acababa en los pies chiquitos y nerviosos, siempre listos a separarse. Tenía un cuerpo breve, de esos que aguantan el paso del tiempo porque se divierten cada vez que pueden. No voy a decir que era perfecta, porque estaba hecha de carne y no de suspiros; pero su gesto entre el vicio y la travesura la volvía irresistible.

Y no era tonta.

En la alfombra, mientras fumábamos, me preguntó si lo hacía mejor que Noelia y si me gustaban más las rubias o las morenas. Le contesté que las rubias como Noelia tenían su encanto, pero las morochas como ella me volvían loco.

—En tu puta vida has visto a Noelia —dijo—. Es pelirroja, pelirroja: hasta los pelos del chocho. ¿Qué hacías en su casa en calzoncillos y apestando a whisky?

Me callé lo del grandote y sus amenazas. Describí a José, el tipo que me había dado las llaves. Ella creyó identificarlo, aunque no estaba segura.

—Típico de Noelia —dijo.

La dejé hablar. Conocía a Noelia desde hacía varios años, cuando llegó de Cataluña para estudiar Derecho. Pensaban dedicar sus vidas a salvar ciudadanos atropellados por el sistema, hasta que descubrieron que la mayoría de la gente no quiere ser salvada. Últimamente no se veían tanto como antes, dijo, y sospeché una pelea de la que no quería hablar.

—En realidad —explicó sin necesidad—, la loca del grupo siempre fui yo: banal, frívola...

—... y deliciosamente putita —terminé.

Lo tomó como un elogio. Lo era.


Delissiiosssamente putita
—imitó—. Suena bien. Aquí diríamos «putilla», pero «putita» parece más cariñoso. ¿Escribirás un tango sobre mí cuando vuelvas a Buenos Aires?

—No sé si voy a volver. Y no escribo tangos. Soy periodista.

—En paro.

—Sí. Y no me hagas contarte por qué vine. Es muy deprimente.

—¿Por qué has venido? —preguntó—. ¿Exilio político? Ya no se lleva...

—Exilio existencial. ¿Sabías que de este lado del planeta el agua gira al revés?

Me miró extrañada.

—Sí —insistí—. Creo que se llama efecto Coriolis. Fue lo primero que comprobé en cuanto bajé del avión en Barajas. Me fui derecho al baño y tiré la cadena del inodoro. Allá el agua se va girando como las agujas del reloj; acá en sentido contrario...

—Eso lo cambia todo...

—No creas, en seguida descubrí que la mierda es la misma en todas partes.

—Pero gira en diferente sentido —dijo ella.

—Eso sí.

Nos duchamos otra vez. Dudando entre volver a empezar nuestro juego de piernas revueltas o dejarlo para después de comer, nos vestimos sin muchas ganas. Ella rescató de la bolsa de El Corte Inglés un vestido que no vestía demasiado. Tuve miedo de meterla en un lío y le hablé del Jamón Calibre 45. Se asomó al balcón y lo vio.

—Parece un cobrador del frac, pero en cursi. ¿No serás un moroso?

—Solo me debo a mí mismo.

—Eso es bueno —dijo.

—Depende: me debo, pero nunca me pago.

—Tú estás majara —dijo.

Lo tomé como un elogio. Y creo que lo era.

4

La calle parecía un pueblo fantasma de película del Oeste, pero sin yuyos secos rodando. Saltamos de sombra en sombra en busca de una boca de metro, con el grandote siguiéndonos a veinte pasos de distancia. Si nos parábamos, se paraba y silbaba un poco para disimular. «
No nos verás
», había dicho.

Nina ondeó sus caderas hasta donde mi Jamón Calibre 45 esperaba con los ojos espantados de sorpresa.

—¡Usted! Deje de molestar al chico. Es solo un turista. No sabe dónde está Noelia. Nadie lo sabe. Él ni siquiera la conoce.

—Y por eso anda en calzoncillos por su piso —escupió incrédulo—. Mira, niña: no sé quién eres y tampoco me interesa. Pero ese es el palomo de Noelia y me llevará hasta ella antes del lunes. Eso o...

Repitió su gesto con los dedos.

Pum.

Nina volvió hasta donde yo estaba.

—Lo siento, Nicolás. Estás en un lío.

—Chocolate por la noticia.

—¿Qué?

—Que te felicito por la primicia.

En el metro, los pocos pasajeros que paseaban sudores en espera del tren parecían zombis recientes. Salimos a la superficie. El aire espeso nos impedía avanzar con rapidez. Entramos en un restaurante vacío de clientes y de rumores. Estaba fresco. Jamón 45 se sentó en la otra punta del local. El camarero lo atendió primero: su tamaño anunciaba una factura suculenta. Después consiguió llegar hasta nosotros. Tenía la cara arrugada, como si le hubieran cambiado la piel por una tres números más grande. Y de segunda mano.

Pedimos cinco ensaladas distintas. Nina estaba en plena etapa vegetariana y no hubo negociación posible.

—¿De qué va tu novela? —preguntó.

—¿Quién te dijo que estoy escribiendo una novela?

—El día que conozca a un periodista que no amenace con la gran novela de la década, me meto a monja —dijo arrugando la nariz.

—Tengo varias historias empezadas, pero la que más me gusta trata de un pueblo que ha perdido las palabras a fuerza de usarlas sin pensar, y de un viejo con dos memorias, una para lo que fue y otra para la que hubiera querido ser. ¡Ah!, y de cómo el ser humano, por más que tenga segundas oportunidades, termina por cagarlo todo.

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