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Authors: Carlos Salem

Un jamón calibre 45 (3 page)

BOOK: Un jamón calibre 45
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—Prometedor —suspiró.

—Ahá. ¿Y tú?

—No hay mucho. Casada, descasada, esas cosas. Un bufete en Lavapiés que antes compartía con Noelia, pero casi no nos veíamos...

—¿Y eso?

—Método europeo. Trabajábamos seis meses cada una. La sociedad perfecta. Durante medio año yo era una abogada que arrastraba montañas de papeles y los otros seis meses los dedicaba a mi ego: viajar, teatro o formar pareja. Un buen método, deberías probarlo.

—Ya lo hice, una vez, cuando estudiaba. Alquilaba una habitación a medias con otro tipo. Yo trabajaba de noche, como conserje de un hotelucho, y dormía de día. La almohada era como una antorcha olímpica y sudada: la dejaba él y empezaba mi turno. Un asco.

—Los pobres lo pintáis todo muy negro.

—En algunos lugares no se consigue otro tono, nenita. No todos nacemos en cuna de oro y con un criado inglés para que nos limpie el culo con seda natural.

Mientras hablaba, supe que aquello no tenía sentido. Ahí estaba, en una fonda perdida de un Madrid abandonado, soltándole un discurso social a una hembra deliciosa a la que planeaba volver a desnudar antes de la noche. Y a cinco metros, el hombre que me evitaría el agobio de otro lunes, de todos los lunes, atacaba su tercer entrecot. No podía pasarme a mí.

—No te enfades —dijo—. Me gusta ir de cínica por la vida. Pero no soy una tía muy borde. Y tengo un polvo excelente. ¿O no?

—Eso sí.

—Además —sonrió—, intentaré ayudarte. Pero no te prometo nada. Noelia igual puede estar una aldea andaluza practicando vida silvestre que tirándose moros en un hotel de cinco estrellas de Casablanca.

El camarero nos ofreció el postre. Nina negó con la cabeza.

—Café. Solo. Doble —telegrafié—. ¿Tiene helados?

El tipo pensó un rato y después hizo que sí con la cabeza con tanto cuidado como si tuviera el cuello de papel.

—Llévele una gran copa de limón y chocolate al señor de aquella mesa.

Seguí con la mirada la odisea del camarero para llevarle el helado a mi Jamón Calibre 45. Como imaginé, cuando llegó, el helado estaba medio derretido y la mezcla tenía el mismo color que su traje. Cruzaron unas palabras y el gigante me miró. Imité su gesto con el índice y el pulgar y le guiñé un ojo.

Por un momento, me pareció que una luz de inteligencia brillaba en sus ojos.

Pero después comprobé que era el reflejo de un coche que pasaba por la calle.

* * *

Volvimos por una peatonal intrincada y estrecha, rodeada de edificios que ya eran viejos cuando Cervantes tenía los dos brazos. Por algún milagro, corría un viento frío que me intrigó.

—Todas estas vueltas —dijo Nina—, encauzan el viento y mantienen fresca la calle. En Marruecos he visto construcciones parecidas.

—¿A Noelia también le gusta viajar?

—Por épocas. Hubo un tiempo en que metía algo de ropa en una bolsa, sus tarjetas de crédito, y se subía en el primer avión que veía. Yo la llevaba a Barajas y ella elegía el destino en el aeropuerto.

Deprimido, me senté en el umbral de una puerta enorme. Veinte metros más atrás, el Jamón Calibre 45 me imitó. Nina flotó hasta depositar su culo en el cemento fresco. Dobló las rodillas bajo el mentón y me miró como a una mascota gruñona. Suspiré.

—De modo que puede estar en cualquier parte del mundo. Y yo tengo hasta el lunes para encontrarla.

—No te desanimes. Dije que te ayudaría, ¿recuerdas? Pero antes tenemos que quitarnos de encima a tu sombra.

—Eso se dice fácil, pero ¿cómo?

Sonrió con aire perverso.

—Podría tirármelo. Así ganarías tiempo.

—No mucho. Tiene cara de eyaculador precoz. Además, si lo que querés es acostarte con cualquier cosa que lleve pantalones, no me necesitás como excusa.

—¡Bobo! —rio—. Los sudacas sois tan machistas como los españoles: dejas que te bajen las bragas y ya se creen dueños de todos tus orgasmos.

—A vos no tuve que bajártelas: no las llevabas puestas.

—Si quieres, me las quito —desafió.

—No te atreverías —dije por inercia, pero sabía que sí se atrevería.

Se levantó a medias, como para acomodar su vestido. Un gesto casual y veloz. Volvió a sentarse y estiró las piernas, siguiendo el movimiento con las manos. Luego las juntó cerradas sobre el pecho y las separó para mostrarme un tanga blanco y enano. El Jamón no había notado nada. Tampoco daba muestras de indignación la vieja que aburría unas agujas de tejer tres puertas más abajo y a pleno sol, como si el verano fuera solo otra mentira del Gobierno.

Nina me tiró la cosita blanca a la cara y se recostó contra la pared. Abrió un poco las piernas, para que comprobara que lo que tenía en las manos ya no estaba bajo su vestido. A pesar de la frescura de la calle, tuve calor. Ladeó la cabeza y movió su mano frente a mi cara.

—¡Hola! ¿En qué piensas mientras me devoras el coño con la mirada?

—En cómo será el de Noelia —suspiré—: Rojizo como un atardecer...

—¡Ya te daré yo atardecer, vicioso! —Me pegó con el bolso—: Cuando acabe contigo, no tendrás fuerza para pensar en pelirrojas.

Nos levantamos. Guardé el tanga en el vaquero. Miré hacia atrás. El gran bulto limón y chocolate seguía derrumbado en el portal. Su pecho subía y bajaba con regularidad.

—Parece un niño —comentó Nina.

Se llevó dos dedos a la boca y silbó.

Despertó sobresaltado. Miró hacia donde estábamos antes y se alarmó.

Nina silbó otra vez. Por fin nos vio.

—Tenemos que seguir, señor —dijo ella con educación—. ¿Quiere que esperemos mientras se despereza?

—No, gracias —contestó. Y parecía realmente agradecido.

—No sé a cuánta gente habrá seguido antes —comentó Nina mientras nos alejábamos—, pero juraría que nunca tuvo presas tan consideradas.

—Podés apostar lo que quieras —dije—. Incluso mi vida.

5

Nina decidió que instaláramos nuestro «cuartel general» en casa de Noelia. Por el camino entramos en un supermercado para comprar provisiones. El grandote dudó un poco y después entró detrás de mí, silbando. Ella empezó a meter cosas en un carrito ante la mirada oriental y aburrida del viejo chino que estaba en la caja. Yo me limitaba a seguirla. Me dijo que eligiera lo que quisiera y me mostró la Visa. Elegí dos botellas de bourbon, una de vodka y otra de ron negro.

—Deberías patentar tu dieta —dijo.

El grandote dudaba entre comprarse un delantal de cocina de tela plástica estampada y otro blanco con la palabra «chef» en la pechera. Se quedó con el estampado. Sorprendió mi mirada y aprobé su elección con un gesto. Cuando fuimos a pagar, el chino casi nos traga a los tres en un bostezo y mientras llenaba las bolsas de provisiones pensé que nos preparábamos para un largo asedio.

—¿Los ayudo? —dijo el grandote—. Total, vamos en la misma dirección...

Tenía su lógica. Le di tres bolsas y empezamos a caminar. Él se retrasó los veinte metros reglamentarios y Nina contuvo una risita.

—Atento sí que es, tu verdugo.

—Eso sí.

Cuando llegamos al portal, miró a los costados y me dio las bolsas murmurando una disculpa por no ayudarme a llevarlas hasta arriba. Volvió a su esquina y cuando lo saludamos con la mano respondió incómodo.

Guardamos las cosas en la cocina y ella se fue a duchar. Esta vez no me invitó. Estaba huraña y pensativa. Puse el aire acondicionado, saqué una botella de las bolsas y me serví un vaso de bourbon. De la ducha llegaba un rumor de cascada selvática. Elegí un cedé de
La misión
, de Ennio Morriconi. La sombra fresca de la jungla se instaló en el salón, y yo, sobre unos almohadones confortables. Antes no había tenido tiempo de curiosear por la casa. Libros, muchos libros. Adornos hindúes, un tapiz peruano, máscaras de África, dagas árabes y una diana para arrojar dardos que representaba el rostro del detestable canario Piolín. Pensé que la tal Noelia podía llegar a gustarme, si vivía para conocerla. En el suelo, medio escondida por la alfombra, encontré una tarjeta de visita agujereada por un dardo. Era de un bufete de abogados y tenía los nombres y dos apellidos de Noelia y Nina.

Se respiraba en la casa un perfume a buena vida, pero sin esnobismo. Un calendario azteca tallado en madera clara. Un pequeño cofre, tal vez marroquí, del tamaño de una caja de puros y hecho con minúsculos trozos de madera unidos con pericia. Suspirando, me acordé de mis tiempos de artesano casi hippie y casi lumpen. Una mochila, las herramientas y todo el tiempo del mundo para dejarlo escapar.

—Eran buenos tiempos —murmuré—. O podrían haber sido peores.

Yo hacía cofres como ese, con madera o metal cincelado. Y les metía dentro un pequeño mecanismo de caja de música. No había un cofre igual a otro. En aquellos tiempos, odiaba las repeticiones.

Volví a mis almohadones. Una semana antes mis problemas consistían en decidir entre la incertidumbre de quedarme o la incertidumbre del retorno; y otras minucias como dónde vivir, de qué y para qué. Ahora, todo eso parecía una tontería.

Di unas vueltas por la sala, buscando respuestas entre libros y discos. En el bolso de Nina había lo que en todos los bolsos..., a excepción de una pequeña pistola plateada, automática. Estaba cargada. Imitando una aventura de Marlowe, olfateé el cañón para comprobar si había sido disparada recientemente, pero solo conseguí oler a metal aceitado y hacerme un raspón en la nariz. En la cartera, dinero, tarjetas de crédito, un carné de conducir y otro de identidad, todo a nombre de Guillermina Larralde, nacida en Bilbao. El domicilio que figuraba en el carné era una dirección de Madrid, en la calle Núñez de Balboa. Una docena de tarjetas del bufete en Lavapiés ya sin el nombre de Noelia, una agenda repleta de papeles y anotaciones. Una foto tamaño carné de una pelirroja que solo podría ser ella, que robé sin pudor. Después, peines, cepillos, anticonceptivos, condones, un par de compresas y un tanga de repuesto, hermano mellizo del que yo llevaba en el bolsillo.

Guardé la foto de Noelia y la tarjeta agujereada por el dardo en mi mochila. Apoyé el codo en las rodillas y la cara en el puño, y dejé que mi mente se fuera de paseo a la nada del tapiz que reinaba en la pared.

—¡Pst! ¡Pensador!

Iba descalza y llevaba una fina camisola blanca, abierta hasta el ombligo. Y nada más. En algunas partes, donde no se había secado por completo, la tela se pegaba a su piel y se volvía transparente.

—Pareces la estatua de Rodin —se burló—. Solo que
El Pensador
está en pelotas. Y tú ya puedes ir imitándolo.

Me quité la ropa y ella la recogió.

—Esto, a la lavadora —dijo—. Y tú, a la ducha. ¿En qué pensabas?

La abracé con intenciones de dejar la ducha para después.

—Pienso, luego insisto —dije a su oído.

—Te bañas, luego me follas —contestó.

Me fui al baño. Nunca pude resistirme a los razonamientos irrebatibles.

Me enjaboné con cuidado y hasta puede que tarareara una canción.

Descorrí la mampara. Nina me esperaba con una gran toalla azul. Me secó como si fuera un bebé. Aunque no creo que el organismo de un bebé reaccionara así. Se puso de pie y me dio una palmada en el culo.

—Ahora, al cine.

El salón estaba transformado. Un par de luces iluminaban el centro, donde se amontonaban los almohadones y dos cámaras de vídeo, en las esquinas de la habitación, apuntaban también hacia allí. La imagen se repetía en el gran aparato de televisión del salón y en el otro pequeño que antes estaba en el dormitorio.

—Son de Noelia —dijo—. De cuando le dio por rodar cortos. ¿Te molesta?

—Hay un problema.

—¿Cuál?

—No me acuerdo de mi diálogo.

—No te preocupes —dijo adelantándose—. Improvisaremos.

Dejó que la túnica cayera hasta apilarse a sus pies. Los dos televisores me mostraron ángulos distintos de la imagen. En realidad, no eran ángulos, sino curvas. Pensé que aquello era un poco tonto. Nos tendimos en los almohadones y me dio el mando de la otra cámara. Durante un rato hicimos el bobo adoptando expresiones cómicas y posturas ridículas, pero pronto el juego dejó de serlo. Se puso boca abajo y se ofreció a los ojos electrónicos.

—No me toques, todavía —pidió—. Hazlo con la cámara.

Manipulé el mando hasta que me regaló un primer plano de su espalda arqueada y el comienzo del culo. Ella hizo otro tanto con su mando y me dio un perfil inolvidable. Lentamente se puso a gatas y empezó a girar, al ritmo de la música. Dejé de pensar que era una tontería. Me llamó con un gesto y registró mi acercamiento. Rodamos en la alfombra, sin dejar de mirar y de mirarnos. Todo parecía desarrollarse a cámara lenta, lentísima.

Volvió a tenderse boca abajo. Me llamó con la mano y la cubrí. Mis manos sobre las suyas, sus pies bajo los míos, nuestras pieles tocándose en todo el recorrido. No podíamos estar más unidos. Sí podíamos.

Apoyó los codos sobre la alfombra, se irguió sobre las rodillas y se ofreció con un ronroneo. Estaba húmeda y estaba tibia y estaba ardiente. Y todo el tiempo todo el tiempo todo el tiempo, las cámaras intentando descifrar lo que no comprenderían y las pantallas que hacían esfuerzos para repetir lo irrepetible. Giramos sin gravedad y volvimos a girar. Después, cuando ya estaba al borde del sueño sin dejar de moverme en esa ola inmóvil de un cuerpo único, sentí que toda ella latía sin prisa en torno a mí, que la unión era más profunda y sólida, y que una explosión sin estallido nos mataba y nos volvía a parir. Me dormí así, con Nina cubriéndolo todo y su perfume a sudor y sexo solidario pegado a mis labios. Con la última chispa de conciencia, intenté recordar el rostro de Ella en la foto Polaroid que hacía tan pesada mi mochila. No pude ver más que rasgos indefinidos y borrosos y lejanos, mientras Nina gemía «Nicolás» y se tendía contra mi pecho y yo me dormía sin salir de...

* * *

Nos despertamos casi de noche. Se despegó de mí como si le doliera y encendió dos cigarrillos. Humo subiendo entre los gemidos que flotaban atrapados en la cárcel cónica de los reflectores. Soltó un suspiro.

—¿Has olvidado ya a las pelirrojas? —dijo mansamente.

—¿Pelirrojas? ¿Qué es una pelirroja?

Su mano jugó en mi pecho, enredando círculos de vello y sudor.

—¿Y vos? —pregunté—. ¿Te olvidaste de algo?

—Más de lo que imaginas —suspiró otra vez.

Se puso de pie y apagó los reflectores. Recogió la túnica y ordenó:

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