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Authors: Barbara Wood

Tags: #Histórico, Romántico

Tierra sagrada

BOOK: Tierra sagrada
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Un terremoto sacude Los Ángeles y causa graves desperfectos en una de las zonas residenciales de la ciudad, pero también revela al mundo un importante hallazgo arqueológico. Se trata de una recóndita cueva en la que se conservan los vestigios de una antigua civilización amerindia de problemática filiación. Las investigaciones, que corren a cargo de la joven antropóloga Erica Tyler, se verán constantemente obstaculizadas por intereses económicos, la intromisión de la prensa sensacionalista y el sinfín de trabas legales esgrimadas por el atractivo abogado Jared Black, defensor de la causa india, que considera que la cueva tiene que quedar al cuidado de sus propietarios legítimos.

Las indagaciones de la doctora Tyler sacarán a relucir los misterios de una tribu fundada por una valerosa mujer que se enfrentó a las leyes injustas de su pueblo, y la ayudarán a encontrar, por fin, la clave de su propio origen y, tal vez, el amor…

Barbara Wood

Tierra sagrada

ePUB v1.2

wendy_06
13.07.12

Título original:
Sacred Ground

Barbara Wood, 2001.

Traducción: Bettina Blanch Tyroller

Diseño/retoque portada: Orkelyon

Editor original: wendy_06 (v1.0 a v1.2)

ePub base v2.0

Capítulo 1

Erica se aferró con fuerza al volante mientras el todoterreno avanzaba por la pista, sorteando cantos rodados y rebotando en los baches. Junto a ella, pálido y con expresión ansiosa, se sentaba su ayudante Luke, un doctorando de la Universidad de California en Santa Bárbara de veintitantos años, largo cabello rubio recogido en una cola y una camiseta en la que se leía la leyenda «A los arqueólogos les van las mujeres mayores».

—Dicen que es un desastre, doctora Tyler —comentó mientras Erica guiaba el vehículo por la tortuosa pista forestal—. Por lo visto, a la piscina se la tragó la tierra, así, sin más —prosiguió, chasqueando los dedos—. En las noticias han dicho que la brecha es tan larga como toda la mesa y pasa por debajo de casas de estrellas de cine, de ese músico de rock que ha salido en la tele, del jugador de béisbol que el año pasado marcó tantas carreras completas y de no sé qué cirujano plástico famoso. ¡Por debajo de sus casas! Ya sabe lo que significa eso.

Erica no sabía a ciencia cierta qué significaba «eso», pero no se lo preguntó. Estaba concentrada en una sola cosa, el asombroso descubrimiento que acababa de efectuarse.

Cuando tuvo lugar el terremoto, Erica se encontraba en el norte, trabajando en un proyecto por encargo del Estado. El sismo, acaecido dos días antes y que alcanzó una magnitud de 7,4 en la escala de Richter, se percibió por el norte hasta San Luis Obispo, por el sur hasta San Diego y por el este hasta Phoenix, despertando con brusquedad a millones de habitantes del sur de California. Era el temblor más intenso que la gente recordaba, y se creía que al día siguiente había desencadenado la repentina y asombrosa desaparición de una piscina de más de treinta metros de longitud, trampolín y tobogan incluidos.

Aquel suceso fue seguido casi de inmediato por otro no menos sorprendente. Al hundirse la piscina, el agujero que se formó se llenó de tierra, dejando al descubierto huesos humanos y la entrada de una cueva hasta entonces desconocida.

—¡Podría ser el hallazgo del siglo! —exclamó Luke al tiempo que apartaba la mirada de la carretera para mirar a Erica.

Aún no había amanecido, y la pista de montaña carecía de alumbrado, por lo que Erica había encendido las luces interiores del coche. Gracias a ellas se distinguía la reluciente y ondulada melena castaña que le rozaba los hombros, así como un cutis atezado tras pasar media vida trabajando al sol. La doctora Erica Tyler, con quien Luke llevaba seis meses trabajando, tenía más de treinta años y si bien no podía afirmarse que fuera hermosa, él la consideraba atractiva de un modo que se percibe más en las entrañas que con la mirada.

—Menuda suerte para algún arqueólogo —añadió Luke. Erica se volvió hacia él un instante.

—¿Por qué crees que acabamos de infringir todas las normas de circulación para llegar lo antes posible? —replicó Erica con una sonrisa antes de concentrarse de nuevo en la carretera, justo a tiempo para esquivar a una asustada liebre.

Alcanzaron la cima de la mesa, desde donde a lo lejos se divisaban las luces de Malibú. El resto de la vista, con Los Ángeles al este y el Pacífico al sur, quedaba oculto por los árboles, las cumbres más altas y las mansiones de los millonarios. Erica sorteó el caos de camiones de bomberos, coches patrulla, camionetas municipales, furgonetas de medios de comunicación y numerosos automóviles estacionados a lo largo del precinto policial que acordonaba la zona. Gran cantidad de curiosos se había sentado sobre capós y techos de vehículos para mirar, beber cervezas, ponderar las catástrofes naturales y su significado, o tal vez sólo pasar el rato pese a las advertencias emitidas por megáfonos, según las cuales aquella zona era peligrosa.

—Tengo entendido que, en los años veinte, esta mesa era una especie de retiro dirigido por una espiritista chalada —comentó Luke cuando el coche se detuvo—. Parece que la gente subía aquí para hablar con fantasmas.

Erica recordaba haber visto noticiarios mudos sobre la hermana Sarah, uno de los personajes más pintorescos de Los Ángeles, que celebraba sesiones de espiritismo para celebridades hollywoodienses de la talla de Rodolfo Valentino y Charlie Chaplin. Asimismo, Sarah organizaba sesiones colectivas en teatros y auditorios, y cuando ya contaba con centenares de miles de seguidores, se había construido un retiro llamado «Iglesia de los espíritus» en aquellas montañas.

—¿Sabe cómo se llamaba antes este lugar? —continuó Luke mientras se desabrochaba los cinturones de seguridad—. Quiero decir, antes de que lo comprara la espiritista. Ya sabe, cuando… —dejó la frase sin terminar, como si aquel «cuando» evocara rollos de pergamino sellados con cera y hombres batiéndose en duelo al alba—. «Cañón de fantasmas» —declamó, saboreando con fruición las polvorientas palabras—. Que tétrico, ¿no? —exclamó con un estremecimiento.

Erica se echó a reír.

—Mira, Luke, si quieres ser arqueólogo cuando seas mayor, más te vale no dejarte asustar por los fantasmas.

Había pasado media vida rodeada de fantasmas, espectros, espíritus y duendes. Poblaban sus sueños y sus excavaciones arqueológicas, y si bien se burlaban de ella, la confundían, la atormentaban y la exasperaban, nunca la habían asustado.

Bajó del coche y sintió el viento nocturno sobre el rostro mientras contemplaba fascinada la horripilante escena. Había visto fotografías y escuchado testimonios de personas que habían presenciado el suceso. Contaban que el terremoto había desestabilizado la tierra bajo la urbanización privada Emerald Hills Estates, un enclave selecto situado en los montes de Santa Mónica, y sepultado la piscina de una de las mansiones, suerte que podían correr también las demás. Sin embargo, ninguna noticia la había preparado para lo que veía en aquel instante.

Si bien empezaba a clarear por el este, la noche seguía cubriendo como un obstinado manto negro la ciudad de Los Ángeles, por lo que los bomberos y la policía habían llevado focos de emergencia, soles creados por el hombre que iluminaban a intervalos regulares una manzana de la lujosísima urbanización salpicada de mansiones que parecían templos de mármol a la luz lechosa de la luna. En el centro de aquel espectáculo surrealista se abría un cráter negro, las fauces demoníacas que habían devorado la piscina del productor cinematográfico Harmon Zimmerman. Varios helicópteros sobrevolaban el lugar, bañando con su luz cegadora a los agrimensores que montaban sus equipos, los geólogos que se acercaban esgrimiendo perforadoras y mapas, hombres protegidos con cascos que se caldeaban las manos con vasos de café mientras esperaban que amaneciera, y policías intentando evacuar a los residentes que se negaban a marcharse.

Erica mostró el carné que la identificaba como antropóloga del Departamento de Arqueología del Estado, y la policía permitió que ella y su ayudante traspasaran el precinto que mantenía a raya a los curiosos. Ambos corrieron hacia el cráter junto al que los bomberos del condado de Los Ángeles inspeccionaban el hundimiento. Erica buscó con la mirada la entrada de la caverna.

—¿Es eso? —preguntó Luke, señalando con un brazo desgarbado el otro lado del cráter.

Erica distinguió con dificultad una abertura situada a unos veinticinco metros bajo tierra.

—Parece peligroso, doctora Tyler. ¿Tiene intención de entrar?

—No será la primera vez.

—¿Pero qué diablos haces aquí?

Erica giró en redondo y vio a un hombre corpulento de leonina melena gris acercándose a ella con el ceño fruncido. Era Sam Carter, arqueólogo jefe de la Oficina de Conservación Histórica de California, un hombre que llevaba tirantes de colores, hablaba con voz estentórea y a todas luces no se alegraba de verla.

—Ya sabes por qué he venido, Sam —replicó Erica.

Se apartó el cabello del rostro y paseó la mirada por el caos reinante. Varios moradores de las casas amenazadas discutían con la policía y se negaban a abandonar sus propiedades.

—Háblame de la cueva —pidió a Sam—. ¿Has entrado?

Sam advirtió dos detalles. En primer lugar, los ojos de Erica brillaban con una especie de fiebre interior, y en segundo lugar, llevaba la chaqueta mal abrochada. Era evidente que lo había dejado todo colgado en Santa Bárbara para acudir rauda como el rayo.

—Aún no he entrado —repuso—. Un geólogo y un par de espeleólogos han bajado para comprobar la solidez estructural. En cuanto nos den luz verde, echaré un vistazo.

Se frotó la mandíbula. Desembarazarse de Erica no sería fácil. Se pegaba como una lapa cuando se le metía una cosa entre ceja y ceja.

—¿Qué hay del «Proyecto Gaviota»? Espero que lo hayas dejado en buenas manos.

Erica no lo oyó, pues estaba observando la brecha de la montaña y pensando en las pesadas botas que estarían pisoteando la delicada ecología de la cueva. Rogó para que no hubieran destruido sin querer pruebas históricas de inestimable valor. La arqueología de aquellas colinas era ínfima a pesar de que la zona llevaba diez mil años poblada. Las pocas cuevas descubiertas habían aportado escasos datos, pues a principios del siglo XX las excavadoras y la dinamita habían maltratado aquel agreste paraje para dar paso a carreteras, puentes y progreso humano. Se habían llevado por delante túmulos, terraplenes y demás vestigios de presencia humana.

—Erica —insistió Sam.

—Tengo que entrar.

Sam sabía que se refería a la cueva.

—Ni siquiera deberías estar aquí.

—Deja que me encargue de esto, Sam. Tú estarás excavando. Y en las noticias han dicho que han encontrado huesos.

—Erica…

—Por favor.

Exasperado, Sam dio media vuelta y cruzó el pisoteado jardín de Zimmerman hasta una zona situada al final de la calle donde habían instalado un improvisado centro de mando. Había un montón de personas sosteniendo carpetas y hablando por teléfonos móviles entre mesas y sillas de metal sobre las que se habían instalado radios, monitores de vigilancia y un tablón de mensajes. En torno a la furgoneta de un servicio de catering aparcada en las inmediaciones se arremolinaban empleados ataviados con distintos uniformes y placas. Compañía de Gas del Sur de California, Departamento de Agua y Electricidad, Departamento de Policía de Los Ángeles, Protección Civil del Condado… Incluso había alguien de la Sociedad Protectora de Animales que intentaba recoger a los animales sueltos por la zona evacuada.

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