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Authors: Barbara Wood

Tags: #Histórico, Romántico

Tierra sagrada (31 page)

BOOK: Tierra sagrada
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—No me des la espalda.

Navarro volvió a sentarse y saboreó el coñac mientras Angela desabrochaba el camisón con dedos torpes. Vacilante, se deslizó la prenda sobre los hombros, advirtiendo por vez primera una extraña frialdad en los ojos de Navarro. Sacó los brazos de las mangas de la camisa, el corazón ya del todo desbocado, y por fin se despojó del camisón para al instante cubrirse con él la parte delantera del cuerpo.

Navarro se levantó y le arrancó la prenda de las manos.

—No volverás a necesitarlo.

Angela empezó a temblar con violencia pese al calor que desprendía el fuego. Cruzó los brazos sobre el pecho para protegerse, pero una mirada penetrante de Navarro la hizo desistir. Su esposo la devoraba con la mirada, despojándola de toda modestia y dignidad. Al cabo de un rato, abrió la cajita y sacó unos pendientes más suntuosos que los que había regalado a Luisa.

—Cuando estuve en Perú —explicó mientras se los colocaba en los lóbulos de las orejas con gran delicadeza—, descubrí en los Andes una antigua ciudad que nadie conoce. Yo y mis hombres excavamos durante meses y encontramos sepulcros con centenares de momias. Curiosamente, casi todas ellas eran mujeres y, a juzgar por la gran cantidad de oro enterrado con ellas, mujeres pertenecientes a la realeza y la aristocracia.

Angela permaneció inmóvil mientras Navarro sacaba dos brazaletes de plata con incrustaciones de esmeraldas y se los ponía en las muñecas.

—Las mujeres estaban momificadas en posición sentada, cubiertas de paja y ataviadas con magníficas telas, oro, plata y joyas.

Por último sacó un magnífico collar de platino con pesadas cuentas de oro e incrustaciones de jade y turquesa.

—Te diré quién soy —murmuró Navarro mientras le levantaba el cabello para colgarle el collar—. Cuando Cortés derrotó a los aztecas hace doscientos cuarenta años, entre sus hombres había un Navarro que ayudó a reducir las ciudades a cenizas. El hijo de ese Navarro y más tarde su nieto vieron a los nativos de Nueva España sucumbir víctimas de la sífilis, las fiebres y la gripe. Murieron miles de indios, dejando desiertos poblados enteros.

Con sus largos y afilados dedos dispuso el collar sobre los pechos de Angela, quien se estremeció tanto por el frío del metal sobre la piel como por el contacto del hombre.

—Mis antepasados —prosiguió Navarro, resiguiendo con un dedo el contorno de cada pecho— se hicieron con las tierras asoladas, y así nos llegó la prosperidad. Poseíamos minas y esclavos, gobernábamos Nueva España. Eso es lo que corre por mis venas, Angela, el legado de los fuertes que dominan a los débiles, de los vivos que se apropian de las posesiones de los muertos. Ese es mi destino y el destino de los hijos que me darás: tener poder y dominio sobre los demás.

Retrocedió un paso para admirar su obra. Angela estaba de pie ante él, desnuda, su cuerpo joven reluciente a la luz de las llamas, su tez oscura un fondo seductor para los metales preciosos y las gemas que acababa de ponerle.

—Soy incapaz de amar, Angela. No busques en mí sentimientos tiernos. En cambio, sí soy capaz de convertirte en la mujer más envidiada de Alta California.

Volvió a acercarse a ella y le echó la cabellera sobre el hombro derecho, disponiendo los exuberantes mechones al igual que había dispuesto el oro y las piedras.

—Mi madre era una gran belleza. Todos los hombres la miraban. Un buen día se fugó con un amante. Mi padre tardó cinco años en encontrarlos, pero por fin los localizó en la isla de Santo Domingo y los mató a ambos, con razón. Eso nunca me sucederá a mí.

Le deslizó el cabello sobre los pechos, rozando los pezones mientras escudriñaba su rostro en busca de una reacción.

—Posees una gran belleza, Angela, pero ahora me pertenece a mí. Tu pelo, tu cuerpo entero son míos.

Su respiración empezaba a acelerarse, y en su frente se veían perlas de sudor.

—Tu pelo fue lo primero que advertí, esta cabellera fina como el terciopelo, exótica como el más negro de los ópalos. Tu pelo fue lo primero que decidí poseer.

Deslizó los dedos entre los mechones, le levantó de nuevo la cabellera y la dejó caer sobre el hombro.

—Ahora que eres una mujer casada, llevarás el pelo recogido, pero cuando estemos a solas, lo llevarás suelto, como ahora.

Se aproximó a ella por la espalda, tan cerca que Angela sentía su respiración en el cuello.

—Inclínate hacia adelante —le ordenó en un susurro ronco.

—Señor… —farfulló Angela, aturdida.

—¡Hazlo! —espetó Navarro, asiéndola con fuerza por los hombros. Angela obedeció, y de repente Navarro le recogió todo el pelo y tiró de él hacia atrás.

—¡No te muevas!

La muchacha empezó a debatirse y al sentir el inesperado y doloroso embiste profirió un grito. Navarro le ordenó que callara, recordándole que los invitados seguían en el patio, y Angela se obligó a guardar silencio. Navarro le tiró aún más fuerte del pelo, como si fueran las riendas de un caballo, echándole la cabeza hacia atrás hasta el extremo de que apenas podía respirar.

Angela cerró los ojos y apretó la mandíbula mientras Navarro seguía embistiéndola y el dolor y la humillación se apoderaban de todo su ser. En un momento dado emitió un gemido, pero Navarro le tiró del pelo con tal brutalidad que Angela temió que le rompiera el cuello. En sus ojos empezaba a formarse una nube roja. Intentó aspirar una bocanada de aire. Sus empujes eran afilados como cuchillos. Las lágrimas le quemaban los ojos.

Cuando por fin la soltó, Angela se desplomó en el suelo entre jadeos.

Navarro se abrochó los pantalones y se sirvió más coñac.

—Ya puedes ir olvidando tus ridículos planes de huertas y viñedos. Ahora esta tierra es mía, y yo seré quien tome las decisiones en lo sucesivo. Compraré más ganado y tendré más pastos. Tu lugar, mujer, estará en el dormitorio y la cocina.

Angela se aferró a tientas al borde de la cama y empezó a incorporarse, pero Navarro le ordenó que permaneciera de rodillas.

—Y se acabó eso de montar a caballo. No es propio que la esposa de Navarro cabalgue por los campos como un caballero. Tengo un comprador para Siroco. Vendrá a buscar el caballo mañana mismo.

—¡Oh, no, por favor, señor…!

Navarro se acercó de nuevo a la botella de coñac.

—No quiero que me llames señor. Estamos casados, no es propio. En presencia de otras personas puedes llamarme Navarro, y cuando estemos a solas en esta habitación, me llamarás Amo.

Angela le lanzó una mirada consternada y de repente, en los ojos de su esposo, vio reflejado su propio futuro y la impotencia que lo marcaría. Tenía que pensar.

—Haré cuanto me digáis, señor —masculló con la boca reseca—. Haré cualquier cosa que me pidáis si a cambio me concedéis un favor. Enviad a mi madre a España.

—La presencia de tu madre me garantizará tu obediencia —denegó Navarro—. Tanto ella como tu inútil y despreciable padre vivirán aquí el tiempo que yo desee.

Angela rompió a llorar.

—Entonces aprenderé a odiaros —susurró ente amargos sollozos.

—Ódiame, nada me importa —replicó Navarro con un encogimiento de hombros—. No quiero tu afecto, sólo que me des hijos varones y conserves tu belleza. Insisto en que no pierdas tu belleza. Y ahora llámame Amo.

Angela guardó silencio.

—Muy bien, esta misma noche desahuciaré a tus padres. No sé cuánto tiempo sobrevivirán sin dinero.

—¡No, por favor, os lo ruego!

—Entonces obedéceme. Si haces lo que te digo, seguiré dando a tu padre una asignación para sus apuestas, y tu madre vivirá en la comodidad. ¿Queda claro?

—Sí…, Amo… —musitó Angela, conteniendo un sollozo. Navarro le acarició el cabello.

—Magnífico. Y ahora, querida, la noche es joven. ¿Qué podemos probar?

Al despertar se encontró tendida en el lecho, desnuda bajo las mantas y muy dolorida. Junto a ella, Navarro dormía a pierna suelta, roncando. Permaneció tendida durante largo rato, intentando no pensar en los humillantes actos a que su esposo la había sometido, y visualizando la vida matrimonial que la esperaba, todos los años y las noches oscuras que el futuro le deparaba.

No pudo contener un gemido, pero se cubrió a toda prisa la boca y miró angustiada a Navarro, que no despertó.

Angela se levantó con gran sigilo y se deslizó a la habitación contigua sin que su marido despertase. Tomó un baño, sabedora de que jamás volvería a sentirse limpia, y en lugar del camisón se puso el traje de amazona por última vez. Sus movimientos eran mecánicos, carentes de emoción. Se trenzó el cabello sin darse cuenta de que los frágiles pétalos de buganvilla seguían atrapados en él, se escabulló de la casa silenciosa, ensilló a Siroco en el establo, lo guió hacia el límite del complejo, salió a los campos y enfiló el Camino Viejo, pasando junto a las charcas de brea y las ciénagas en dirección a los montes bajos y escarpados que se recortaban contra el cielo estrellado. No sabía adónde se dirigía ni por qué, sólo que se dejaba guiar por el instinto, el miedo y la humillación. Jamás podría revelar a nadie lo que le había sucedido esa noche. Siguió cabalgando pese a que le causaba dolor, o tal vez precisamente por eso, pues cada bote le recordaba lo que Navarro le había hecho y sin duda seguiría haciendo durante el resto de su vida conyugal. Angela sintió que su impotencia se trocaba en furia y cabalgó como si pretendiera llegar con Siroco hasta el fin del mundo.

Llegó a las colinas, rodeó el poblado donde los indios no bautizados seguían viviendo según las antiguas costumbres y recorrió un sendero hasta alcanzar una peculiar formación de cantos rodados en los que se veían unas extrañas marcas que, por alguna razón, ella sabía que simbolizaban el cuervo y la luna. Allí encontró la boca de un angosto cañón y, sin saber qué la había empujado hasta aquel lugar, condujo el caballo cuesta arriba.

Halló la cueva sin saber que estaba ahí y al entrar en ella la embargó una abrumadora sensación de familiaridad. «Ya había estado aquí», pensó.

Angela había acudido allí para descansar, pero ahora sabía que iba a escapar, que seguiría cabalgando hasta encontrar un lugar seguro en el desierto, lejos de Navarro y su crueldad.

Por fin, todas las lágrimas y los sollozos que se había visto obligada a contener brotaron en un torrente incontrolado. Se dejó caer sobre la tierra y lloró como si se le hubiera partido el corazón, rezando al mismo tiempo a la Virgen María mientras una voz susurraba en su mente: «No puedes escapar, hija mía. Ahora tienes obligaciones que no puedes eludir. Pero posees coraje, el coraje de tus antepasados».

Angela se incorporó y ponderó aquel pensamiento mientras sus lágrimas remitían. Y entonces comprendió que no podía abandonar a su madre. No sólo le haría daño a ella, sino que deshonraría a toda su familia, y cabía la posibilidad de que Navarro echara a Lorenzo y Luisa.

En el silencio y la soledad de la cueva, Angela sintió que sus pensamientos y emociones se serenaban, como pájaros que tras el agitado día se posaran en una rama para pasar la larga noche. Y lo vio todo con inesperada claridad.

Ahora sabía lo que debía hacer.

Volvió junto a Siroco, que mordisqueaba hierba junto a la entrada de la cueva, desenvainó un cuchillo de la silla, regresó a la quietud oscura de la caverna, se cogió la larga trenza y la seccionó a la altura de la nuca. Le he arrebatado su poder, pensó mientras sentía el pelo como una serpiente en reposo entre los dedos y el aire fresco en el cuello ahora desnudo.

Al enterrar la trenza en la fría tierra de la cueva, no experimentó sensación alguna de triunfo, pues sabía que Navarro la castigaría por lo que había hecho. Pero no le había quedado más remedio que realizar aquel acto de desafío para salvar su espíritu, que sería el último que podría realizar contra su marido. Y sabía que el recuerdo de aquel instante la ayudaría a soportar los años venideros.

Capítulo 11

Los hombres reunidos en la elegante sala de juntas aquella despejada mañana transmitían seguridad en sí mismos. Seguros de su poder y sabedores de que dirigían el cotarro, lucían trajes caros y hablaban de golf. Algunos hablaban por el móvil, dos intercambiaban secretos bursátiles, Sam Carter daba instrucciones a la mujer encargada de redactar el acta de la reunión y un séptimo hombre, de largo cabello blanco trenzado, miraba estoicamente por la ventana de la sala, situada en el piso treinta de aquel edificio de la prestigiosa Century City. Sobre un aparador de caoba se veía una cafetera de plata, varias hileras de tazas de porcelana con sus correspondientes platillos, vasos de cristal llenos de agua y rodajas de limón, así como bandejas de embutidos, panecillos y fruta fresca. Las servilletas eran de hilo y los cubiertos, de plata. Se respiraba un ambiente de riqueza y exclusividad, y cuando Sam Carter consultó el reloj y comprobó que todos habían acudido, se sintió muy satisfecho de sí mismo. Él había convocado la reunión y no albergaba duda alguna acerca de su desenlace. Los apretones de mano y las promesas oficiosas eran garantía de ello.

—Muy bien, caballeros, creo que podemos empezar. Estoy seguro de que todos tenemos compromisos esta tarde.

—La doctora Tyler no irá a crearnos problemas, ¿verdad? —le preguntó en voz baja Wade Dimarco, que pensaba presentar su propuesta de abrir un museo en Topanga.

—Erica es empleada mía, Wade, y hará lo que yo le diga.

Además, Erica no estaba al corriente de aquella reunión; de eso se había cerciorado Sam. Cuando se enterara, ya sería demasiado tarde.

—No te preocupes —tranquilizó de nuevo a Dimarco, dándole una palmadita en la espalda—. Casi puedo garantizarte que esta reunión conducirá a un acuerdo de lo más amistoso.

Los presentes tomaron asiento, Sam les pidió que echaran un vistazo al orden del día que les habían distribuido, y en aquel momento llamaron a la puerta. Los siete hombres sentados a la mesa ovalada se sorprendieron al ver entrar a una mujer con actitud práctica y decidida. Sam y Wade Dimarco intercambiaron una mirada, Harmon Zimmerman adoptó una expresión disgustada, tres de los otros hombres la miraron sin reconocerla y Jared Black esbozó una sonrisa.

Erica hizo caso omiso de ella.

—Espero no llegar tarde, caballeros —dijo con voz resuelta al cerrar la puerta tras de sí—. Hace muy poco rato que tengo conocimiento de esta reunión.

Llevaba un traje chaqueta azul marino compuesto de americana entallada, blusa blanca de seda, falda hasta la rodilla y zapatos cómodos. El reluciente cabello castaño le rozaba los hombros en un favorecedor estilo paje.

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