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Authors: Barbara Wood

Tags: #Histórico, Romántico

Tierra sagrada (33 page)

BOOK: Tierra sagrada
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—¿Qué es, Erica? —terció Sam—. ¿Qué has traído?

Alargó la mano, pero la fotografía pasó a manos de Jared, cuya reacción no fue distinta a la de los otros dos hombres.

—Lo que están viendo, caballeros —explicó Erica—, es una fotografía del depósito de cadáveres municipal. Encontrarán el sello oficial al dorso. La imagen muestra a una mujer blanca de veintitantos años, encontrada en un campo hace tres días, supuestamente asesinada. Se desconoce su identidad, por lo que se la ha clasificado con el número 38.511. La policía intenta averiguar quién es.

Erica había contemplado la posibilidad de hacer copias para todos los asistentes, pero por fin concluyó que una sola tendría mayor impacto, pues cada uno de los hombres tendría que afrontarla solo, y la víctima pasaría de mano en emano sin ni tan siquiera la compañía de sus hermanas clonadas. La fotografía era brutal y aterradora.

La víctima tenía los ojos cerrados, pero no parecía dormida. A todas luces no había abandonado este mundo de forma pacífica, pues en su antes hermoso rostro se advertían los vestigios de la violencia que debía de haber sufrido. Varias marcas de estrangulamiento destacaban de forma espeluznante en su cuello.

Jared se la alargó a Sam, quien apenas si le echó un vistazo antes de pasársela a Zimmerman.

—¡Dios mío! —exclamó el productor cinematográfico, dando un respingo como si Sam acabara de pasarle una serpiente.

—Esta joven yace desnuda sobre una camilla del depósito —prosiguió Erica—. Era la hija de alguien, tal vez la amada hermana o esposa de alguien. Merece, creo, que los suyos lloren por ella y la recuerden.

—Sigo diciendo que no es más que un montón de huesos —masculló Zimmerman.

—Bajo esta carne, señor Zimmerman —replicó Erica al tiempo que señalaba la fotografía del depósito—, también hay un montón de huesos, como dice usted. No veo la diferencia. Propongo que sometamos los restos de Emerald Hills a las pruebas genéticas necesarias para determinar…

—¡Pruebas genéticas! —atajó Wade Dimarco—. ¿Se da cuenta de lo que costaría ese procedimiento al contribuyente?

—¿Y el tiempo que llevaría? —añadió Voorhees, el constructor.

—Sam, usted mismo ha dicho que el proyecto es un pozo sin fondo —gruñó Dimarco, ceñudo—. ¿Cuánto dinero y tiempo más vamos desperdiciar en él? —Se volvió hacia Jared—. Usted ha dicho que ya ha tomado medidas para el entierro del esqueleto, ¿no?

Jared asintió.

—La Confederación de Tribus del Sur de California desea hacerse cargo de los restos mortales de la mujer —dijo.

—No tenemos derecho a archivar a esa mujer por un puñado de dólares —objetó Erica—. Las pruebas históricas de la cueva indican que sus descendientes querían que fuera recordada y honrada. Comisario… —miró a Jared mientras sacaba un papel del bolso—. ¿Me permite que le lea una cosa?

Los demás lanzaron resoplidos de impaciencia, pero Jared asintió.

—«La misión de la Comisión en pro del Patrimonio Indio consiste en proteger los sepulcros indios del vandalismo y la destrucción accidental, proporcionar el procedimiento necesario para notificar a los descendientes más probables el descubrimiento de restos humanos indios y objetos funerarios asociados, emprender acciones legales para evitar daños graves e irreparables a los templos sagrados, lugares ceremoniales, cementerios santificados y lugares de culto situados en territorio público, así como llevar un inventario de los lugares sagrados». He aquí la descripción de la misión de su propia comisión, señor Black.

—La conozco bien.

—Me ha parecido que necesitaba que le recordaran que su principal objetivo consiste en localizar al descendiente más probable. ¿No le parece que enterrar de inmediato el esqueleto contradice de forma frontal dicho objetivo?

Sostuvo en alto la fotografía del depósito, que acababa de volver a sus manos.

—Caballeros, lo expresaré de otro modo. ¿Preferirían que las autoridades no hicieran esfuerzo alguno por averiguar la identidad de esta mujer? —inquirió, mirando por turno a cada uno de los presentes—. Si fuera su esposa, señor Zimmerman, o su hija, señor Dimarco, o su hermana, Sam, ¿no querrían que las autoridades trataran sus restos mortales con respeto y dignidad, e hicieran cuanto estuviera en su mano para devolverlos a su familia?

Erica apoyó las manos sobre la mesa y se inclinó hacia adelante.

—Dejen que acabe mi trabajo en la cueva. No tardaré mucho más. Una vez se autoricen las pruebas genéticas, sin duda obtendremos al menos la identificación tribal del esqueleto. Y puede que esa tribu, sea la que sea, cuente entre sus mitos con la historia de una mujer que cruzó el desierto desde el este. Puede que incluso conozcan su nombre.

Los ojos pequeños y penetrantes de Sam Carter escudriñaron el rostro de Erica y advirtieron en él la seriedad y la pasión de siempre. Ojalá la hubiera enviado de vuelta al «Proyecto Gaviota» para contar conchas.

—Nunca le darán la autorización, doctora Tyler —auguró—. Lo que propone significa gastar un montón de dinero de los contribuyentes en algo que éstos considerarán una pérdida de tiempo y recursos.

—Es que yo cuento con conseguir el respaldo de los contribuyentes —repuso Erica mientras sacaba del bolso un recorte de periódico—. Esta mujer ha accedido a ayudarme.

El recorte fue pasando de mano en mano hasta alcanzar a Sam, quien frunció el ceño al ver de qué se trataba. Sam conocía bien a la columnista de
Los Ángeles Times
, una mujer que además era fundadora y presidenta de la Liga para Detener la Violencia contra la Mujer. Era famosa por publicar de vez en cuando fotografías de mujeres asesinadas sin identificar en su columna con la leyenda: «¿Me conoce?».

—Ha accedido a publicar una foto de la Mujer de Emerald Hills —anunció Erica.

Jared la alcanzó en el vestíbulo.

—Una presentación muy persuasiva, doctora Tyler —alabó. Erica se encaró con él.

—¿Realmente creían que se saldrían con la suya?

Jared abrió la boca de par en par.

—¿Cómo dice?

—Usted y sus amiguetes con su reunión secreta…

—¡Mis amiguetes! Pero ¿de qué está hablando? No era una reunión secreta.

—Entonces, ¿por qué no se me comunicó?

—Creía que lo sabía. Sam dijo que la había informado de la reunión, pero que usted no podía asistir —aseguró Jared.

En aquel instante se abrió el ascensor y de él salió Sam Carter en compañía de Zimmerman y Dimarco. Erica le cortó el paso.

—¿Qué pasa aquí Sam? Quiero que me lo expliques.

Sam indicó a sus acompañantes que se adelantaran.

—Convoqué la reunión en interés de las otras partes, aunque no veo por qué tengo que darte explicaciones.

—Maldita sea, Sam, esto no ha sido una reunión preliminar. Ibais a votar, ¿verdad? Habéis quebrantado las normas de la Comisión de Little Hoover. Os habéis reunido a puerta cerrada para votar acerca de una decisión que afectará al público, pero sin avisar a la opinión pública.

Sam hizo ademán de alejarse, pero Erica no se lo permitió.

—Es por los Dimarco, ¿verdad? ¿Qué te han prometido? ¿El cargo de conservador de su nauseo?

—¿Qué insinúas? —masculló Sam con los ojos entornados.

—Cuando te vi con los Dimarco supe que pasaba algo. Pero puede que lo hubiera dejado correr si una mañana no hubiera ido a tu tienda a buscarte justo cuando te llegaba un fax. No soy una entrometida, pero cuando vi que el fax llevaba el sello oficial de California, supe que no era personal y consideré que tenía derecho a leerlo. Bien, ¿sabes una cosa, Sam? Era un informe desconcertante, pues estaba firmado por el Secretario de Recursos y, en esencia, era una carta que te autorizaba a «proceder a la votación sobre la acción propuesta». Por descontado, me pregunté de qué acción se trataría. ¿Acaso lo que estábamos haciendo, excavar la cueva, no era nuestra acción oficial? ¿Qué más podías querer hacer? Justo entonces recordé que una vez me dijiste que te gustaría retirarte de la arqueología activa y encontrar un buen trabajo de oficina o en un museo. Qué casualidad que los Dimarco quisieran fundar un museo con su nombre.

—Así que fuiste al depósito de cadáveres —espetó Sam en tono disgustado— y sacaste la fotografía más fuerte que pudiste.

—¿Se te ocurre otra forma de combatiros? Vamos a publicar la columna, Sam, y apuesto lo que sea a que obtendré el respaldo de la opinión pública.

—¿Por qué significa tanto este trabajo para ti? —se exasperó Sam, extendiendo los brazos—. ¿Por qué pones en peligro tu empleo, tu carrera entera por esto?

—Porque hace años era tan vulnerable como la Mujer de Emerald Hills. Estuvieron a punto de aplastarme como a ella. No era más que un número, Sam, nadie se refería a mí por mi nombre. Estuve a punto de perderme entre las grietas de un sistema de protección de menores sin corazón ni alma, pero por suerte una desconocida intercedió por mí, juré que algún día le devolvería el favor haciendo lo mismo por otra persona. Sam, voy a hacerlo de un modo u otro. Aunque tenga que ir a Washington y presentarme ante el Congreso, lo conseguiré.

—Pese a las objeciones de las tribus indias de la zona —explicó la voz del locutor por la radio del coche—, el gobierno federal confirmó ayer que las pruebas de ADN del esqueleto de Emerald Hills seguirán adelante. La decisión llega tras varios días de reuniones entre representantes de las tribus del sur de California, altos cargos del Departamento del Interior y del Departamento de justicia, así como la Comisión en pro del Patrimonio Indio del Estado de California. Los expertos en análisis genético arqueológico señalan que los procedimientos serán complejos y largos, y que cabe la posibilidad de que no aporten datos concluyentes para la determinación de la identidad tribal del esqueleto. La Confederación de Tribus del Sur de California critica la resolución y exige que los huesos vuelvan a ser inhumados.

Jared apagó la radio. Regresaba a Topanga tras pasar cinco días en Sacramento, donde había asistido a una reunión urgente de la Comisión, convocada porque Coyote y sus Panteras Rojas, en protesta por la excavación, habían escenificado un «corrimiento de tierras humano» en la autopista litoral, provocando retenciones de varios kilómetros. Asimismo, habían anunciado que intensificarían la lucha hasta que la cueva de su antepasada fuera sellada. Sam también había participado en la reunión. Tanto él como los Dimarco habían dado un giro de ciento ochenta grados al solicitar permiso para que los arqueólogos continuaran trabajando en la cueva hasta que se localizara al descendiente más probable. Los Dimarco aseguraban que su cambio de opinión no guardaba relación alguna con la prensa negativa y la presión de los grupos feministas resultante de la cruzada de Erica por mantener en marcha el proyecto. La fotografía del depósito de cadáveres, publicada en el
Los Ángeles Times
junto a la del esqueleto de Emerald Hills, había surtido el efecto deseado.

Al apearse del coche vislumbró algo por el rabillo del ojo, un destello amarillo y púrpura entre los árboles. Era un tigre asiático bordado en una chaqueta.

Frunció el ceño. ¿Qué hacía Coyote por allí? El tribunal había emitido una orden para mantenerlos a él y su grupo alejados del complejo. Mientras lo observaba se dio cuenta de que los movimientos de Charlie eran sigilosos, furtivos. No paraba de mirar por encima del hombro en dirección a la cueva, y de repente Jared lo vio arrojar algo a la caja de una camioneta abierta.

—¡Eh…! —gritó Jared.

Pero Charlie ya se había sentado al volante y se alejaba a toda velocidad, levantando tras de sí una nube de tierra y polvo.

Jared echó a andar hacia la cueva, cada vez más deprisa hasta que se encontró corriendo. Tenía el presentimiento de que Charlie había cometido alguna fechoría y quien estuviera en la cueva corría peligro.

—Se parece a los fetiches sagrados que llevan los chamanes. Son objetos muy poderosos —explicó Erica a Luke.

Arrodillados en el suelo de la cueva, examinaban la pequeña piedra negra que habían encontrado dentro de una bolsita de cuero.

—Parece muy antigua —comentó Luke—. Doscientos o trescientos años.

—Sí, pero lo curioso es que la encontramos al mismo nivel que la moneda de un centavo, lo que significa que esta piedra espiritual fue enterrada en o después de 1814. Es decir… —se volvió para mirar a su ayudante— después de la fundación de Los Ángeles, lo cual indica que esta tribu seguía practicando sus rituales en la primera parte del siglo diecinueve.

—¿Erica? ¡Erica!

Miró la entrada de la cueva.

—¿Es Jared? —preguntó.

—Creo que sí. Y parecía un poco nervioso.

Erica se levantó de un salto y se sacudió el polvo de los vaqueros. ¡Jared había vuelto de Sacramento! Una vez convencida de que no había conspirado con Sam y de que realmente creía que ella estaba al corriente de la reunión de Century City. Erica volvía a encontrarse en plena montaña rusa emocional.

Cuando seguía a Luke hacia la salida de la cueva, ansiosa por oír las noticias de Jared, por ver su sonrisa, por compartir su espacio con él, por experimentar la emoción secreta que desencadenaba su cercanía, el aire se estremeció con una explosión repentina y ensordecedora. La onda expansiva derribó a Erica una fracción de segundo antes de que un tremendo rugido hiciera temblar la cueva y todo empezara a desmoronarse.

—¡Luke! —gritó.

La electricidad falló, y la caverna quedó sumida en la más absoluta negrura. El aire estaba cargado de polvo. Erica empezó a gatear a tientas por el lugar.

—¡Luke! —volvió a llamar entre accesos de tos.

Abrió los ojos cuanto pudo, pero ni un ápice de luz entraba en la cueva. Jamás había experimentado una oscuridad tan completa. Gateó con cuidado hacia adelante, alargando una mano mientras intentaba respirar. Por fin alcanzó un muro de roca que antes no estaba allí. Aguzó el oído. Del techo continuaba cayendo tierra y polvo. Erica inspeccionó a ciegas el muro. Más piedras cayeron del techo.

—¿Luke? ¡Luke!

Pero lo único que oía era su propia respiración entrecortada en un silencio repentino que recordaba una tumba.

Capítulo 12

Marina

1830 d. C.

«Te lo ruego, Dios —rezó Angela de Navarro en silencio—. Haz que todo salga bien mañana. Que el casamiento tenga lugar sin incidentes».

Su hija predilecta se casaba por amor, un fenómeno casi milagroso. Pero Navarro era capaz de echarlo todo a perder; aun a aquellas alturas, podía estropearlo todo.

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