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Authors: Barbara Wood

Tags: #Histórico, Romántico

Tierra sagrada (7 page)

BOOK: Tierra sagrada
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Durante el largo invierno, mientras su bebé crecía bajo su corazón, Marimi se grababa en la memoria cuanto veía y oía. Los terrores del bosque la rodeaban por doquier, burlones y amenazadores, manteniéndola ojo avizor a los espíritus malignos mientras intentaba protegerse y proteger a Payat de la posesión. Sin embargo, sentía que una nueva fuerza cobraba vida en su interior, una suerte de sabiduría y propósito. La luna la había salvado por algún motivo, y ella cumplió su parte del trato. Cada vez que se topaba con un estanque cubierto de hojas que no permitían ver el reflejo de la luna, Marimi limpiaba la superficie para que la luna pudiera brillar bella y orgullosa en el agua. Y cuando encontraba flores de floración nocturna en el bosque, como primaveras de noche, apartaba las ramas de los árboles que las tapaban para que la luna pudiera ver los hermosos capullos que se abrían a ella.

Así sobrevivieron la robusta muchacha y el confiado niño. Permanecían en las inmediaciones del campamento, pero sin atreverse jamás a cruzar el límite del círculo. Marimi no pensaba en el futuro, porque los topaa nunca pensaban en el futuro. Existía el hoy y los tiempos pasados, pero el mañana era un concepto vago y desconcertante, pues el mañana siempre se convertía en hoy. Le habría gustado poder preguntar a un chamán qué hacer cuando llegara la primavera, si ella y Payat debían quedarse en el bosque o buscar una morada estival cerca de sus familias. Cuando los desterraron, no los esperaba nadie al otro lado para enseñarles a desenvolverse en su nueva vida. Por lógica, Marimi y el niño deberían haber muerto, pero Marimi había rezado a la luna, y la luna les había mostrado el modo de sobrevivir. ¿Habrían quebrantado algún otro tabú al no morir?

Marimi era demasiado joven para debatirse durante demasiado tiempo con las complejas cuestiones que la atormentaban, de modo que las desterró de su mente para afrontar cada nuevo amanecer con la sencilla tarea de sobrevivir un día más, y dejar los misterios de la vida y la muerte en manos de los chamanes.

Y entonces llegó el día en que comprendió por fin su verdadero poder. Tras semanas de verse atormentada por Marimi, Opaka se había tornado cauta y nerviosa. Salía de su choza con reservas y se adentraba en el bosque temerosa de toparse de nuevo con la omnipresente muchacha. Las ancianas manos empezaron a temblarle, se tornó más huraña y cada día estaba más inquieta. Sabía que debía hacer caso omiso de aquella criatura, pero ésta la seguía dondequiera que iba, destrozándole los viejos nervios. Un día, incapaz de seguir soportándolo, sobresaltó a Marimi junto al riachuelo girando sobre sí misma con un grito, agitando los palos sagrados y cantando en una lengua desconocida para la joven.

Marimi, alta y orgullosa, no se arredró, y su vientre hinchado daba fe de su fuerza vital y la voluntad que le había permitido sobrevivir. Al cabo de unos instantes, la anciana enmudeció, y ambas mujeres se miraron de hito en hito. Incluso el bosque quedó en silencio, como si los espíritus y los fantasmas, los pájaros y los animalillos fueran conscientes de que se había alcanzado un importantísimo punto de inflexión. Por fin, Opaka desvió la mirada, dio la espalda a la muchacha-fantasma que se negaba a morir y desapareció entre los árboles.

Un amanecer, el sol cegador perforó los ojos de Marimi como un cuchillo afilado y veloz. Yació inmóvil, en terrible agonía, pero entre los pliegues del dolor tuvo una visión. Su guía espiritual, el cuervo, estaba posado sobre una rama y la miraba con sus perspicaces ojillos negros.

—Sígueme —le oyó susurrar. Marimi recogió las hierbas y plantas que había recolectado durante su estancia en la tierra de los muertos, así como las bolsas de piel de conejo que había confeccionado y llenado de semillas, hojas y raíces.

—Nos vamos de este lugar —anunció a Payat, tomándolo de la mano.

Embebida de una extraña confianza y sin temor ya de las leyes y los tabús de la tribu, se dirigió a la choza de su familia, donde todos dormían aún, y cogió sus posesiones, que su madre no había enterrado todavía. Marimi se acuclilló junto a su madre dormida, alarmada por la vejez y el deterioro que traslucía su rostro tras el largo luto, y acercó los labios a su oído.

—No llores más por mí, pues voy a seguir a mi cuervo. Mi destino ya no forma parte de esta familia. No volveré jamás, madre, pero te llevaré en el corazón. Cada vez que veas un cuervo, detente a escuchar sus palabras, pues tal vez sea el que te lleve un mensaje mío. Y el mensaje será éste: «Estoy a salvo, soy feliz. He hallado mi destino».

Se marchó ataviada con sus mejores ropas, una falda larga de piel de gamo, una capa de piel de conejo sobre los hombros y sandalias de paja. A la espalda llevaba la estera de dormir que ella misma había tejido con anea, una manta de piel de conejo y la cuna que había tejido para el bebé que nacería en primavera. Asimismo llevaba una cesta para semillas, una lanza, un lanzadardos, herramientas para encender fuego y bolsas de hierbas medicinales. Y entonces comprendió por qué el cuervo le había ordenado seguir a Opaka y aprender los secretos de la hechicera. Estaba preparando a Marimi para el gran viaje.

Los topaa recorrían grandes distancias en su eterna búsqueda de alimento, pero existían ciertos límites, y todos los niños aprendían muy pronto que «aquella tierra pertenecía a los antepasados de otras tribus, por lo que tenían prohibido pisarla». Pero mientras ella y Payat seguían al cuervo que volaba ante ellos, Marimi presintió que, por primera vez, se adentrarían en territorio prohibido.

Caminaron todo el día, y cuando llegaron al confín occidental del territorio topaa, Marimi se acercó a la escarpa con precaución porque era aquella una tierra que ningún topaa había pisado jamás, salpicada de rocas, plantas y, por tanto, espíritus desconocidos. Contempló el valle desértico que se extendía hasta el horizonte. No conocía las reglas vigentes en aquel lugar, los tabús. Sabía que debía tener mucho cuidado, pues podía ofender a un espíritu en cualquier momento.

—Espíritus del lugar —rezó antes de empezar a descender por la escarpa—. No pretendemos haceros daño ni ofenderos. Venimos en son de paz.

Acto seguido asió con firmeza la mano del niño, levantó el pie derecho y pisó decidida la tierra prohibida.

Payat empezó a llorar, tiró de la mano de Marimi y señaló la dirección de la que venían, gimiendo por su madre.

Marimi le apoyó las manos en los hombros y clavó una mirada profunda en sus jóvenes ojos.

—No podemos regresar, pequeño. No podremos regresar jamás. Ahora yo soy tu madre. Yo soy tu madre.

Payat se tragó las lágrimas y deslizó la manita en la de Marimi.

—¿Adónde vamos?

La joven señaló el cielo, una gigantesca bola roja en el cielo del oeste contra la que se recortaba su guía, el cuervo.

Payat fue el primero en advertir la presencia de los buitres que sobrevolaban la zona.

—¿Por qué no nos conduce Cuervo hacia el agua? —preguntó con los labios resecos y agrietados.

—No lo sé —repuso Marimi resoplando por el esfuerzo que representaba llevar el niño a la espalda, pues estaba demasiado cansado para andar—. Puede que esté buscando agua.

—Esos pájaros quieren comernos —afirmó Payat, refiriéndose a los buitres.

—Sólo tienen curiosidad. Somos extraños en su tierra, seguro que no quieren hacernos daño.

Era una mentira piadosa, destinada a consolar al niño.

Marimi y Payat habían recorrido un largo camino durante días y noches, por escarpados precipicios, guiones profundos, campos de cantos rodados y vastas extensiones de arena donde crecían cactus más altos que un hombre, siempre en pos del cuervo, que volaba en dirección al oeste, siempre al oeste.

Cada anochecer, el cuervo se detenía a descansar sobre una roca, un cactus o un árbol, y Marimi y el niño acampaban allí mismo. A la mañana siguiente, seguían de nuevo al cuervo en su vuelo hacia el oeste. ¿Hacia dónde los conducía el cuervo? ¿Se unirían a otro pueblo? Marimi estaba preocupada, pues su hijo nacería pronto, y era impensable que viniera la mundo sin la presencia de un chamán que pidiera bendiciones a los dioses. ¿Cómo obtendría su hijo protección y favor de los dioses si ningún chamán intercedía por él?

Durante su largo periplo, Marimi y Payat habían sobrevivido con alubias de mezquite, ciruelas silvestres, dátiles y capullos de cactus. Cuando la caza era buena, se atiborraban de estofado de liebre, cebollas silvestres y pistachos. Cuando no encontraban un río o un manantial, chupaban los gruesos tallos de las chumberas, que estaban cargados de agua.

Por dondequiera que caminaban, se mostraban respetuosos en extremo con la tierra. Todo lo trataban con deferencia y ritual. Celebraban una sencilla ceremonia, que consistía en hacer una petición o expresar agradecimiento, antes de coger cualquier parte de un árbol, matar un animal, beber de un manantial o entrar en una cueva.

—Espíritu del manantial —decía Marimi—, te pido perdón por beber de tu agua. Que juntos completemos el círculo de la vida que nos dio el «Creador de Todo».

Asimismo, confeccionaba lazos con cebo, y después de esconderse tras las rocas con el niño, Marimi se besaba el dorso de la mano para producir el chasquido que atraía a los pájaros. Cuando cazaban de esta guisa alguna pieza menor, pedía disculpas al animal y rogaba por que su espíritu no se vengara de ellos.

Una vez, la tierra rugió y tembló con tal violencia que ella y Payat saltaron por los aires. Marimi estuvo aterrada hasta que deshizo el camino andado y descubrió la causa del terremoto; sin darse cuenta, había pisado un caparazón de tortuga. Pidió perdón al «Abuelo Tortuga» y despejó la entrada de la morada del reptil.

Nunca olvidó la deuda que tenía con la luna. Cada vez que Payat y ella comían, nunca daban cuenta de todo, sino que siempre dejaban algo como ofrenda a la diosa que los había salvado.

En ocasiones encontraban indicios de presencia humana, tales como rocas ennegrecidas, huesos de animales y cáscaras de frutos secos. Sin embargo, a menudo los restos eran muy antiguos, pues los petroglifos que hallaban parecían haber sido grabados en el principio de los tiempos. Marimi se sentía rodeada de los fantasmas de esos pueblos ancestrales mientras atravesaba con Payat aquellos parajes desconocidos, pisando la tierra ardiente entre las sombras de enormes palmeras datileras. Se preguntaba qué pensarían los espíritus de esos intrusos que caminaban por su tierra ancestral, y siempre suplicaba su perdón y les aseguraba que ella y Payat no pretendían ofenderlos.

La luna había muerto y resucitado cinco veces desde que Marimi le rezara, y en ese intervalo Marimi la había observado, maravillándose de su poder. Sólo la luna podía morir y resucitar en un ciclo infinito de muerte y nacimiento, y sólo la luna alumbraba la tierra de noche, cuando más falta hacía, mientras que el sol brillaba de día, cuando no era necesario. Y cuando caminaba a la luz de la luna, pese a las pesadas cargas que llevaba a la espalda y en su cuerpo, Marimi sentía su paso fuerte, percibía el poder de la luna corriendo por sus venas. A cada paso, su fuerza se acrecentaba.

Mientras viajaba hacia el oeste por el desierto inacabable, dejaba que sus pensamientos volaran hacia las estrellas, permanecieran allí un tiempo y regresaran empapados de nuevos conocimientos. Marimi sabía algo que su pueblo jamás había sabido, que una persona podía rezar directamente a los dioses sin la intervención de un chamán. También aprendió que el mundo no era necesariamente un lugar malvado, como creían los topaa. En todas partes había espíritus, desde luego, pero no todos eran malignos. Algunos eran amables y podía recurrirse a ellos en busca de ayuda y guía; era el caso de los pájaros que describían círculos en el cielo al atardecer, indicando la ubicación del agua. Los chamanes de los topaa enseñaban a su pueblo que sólo el miedo garantizaba la supervivencia, pero durante su prolongada estancia entre los cantos rodados y los cactus mudos, los coyotes cabizbajos y las lentas tortugas, Marimi aprendió que la confianza y el respeto mutuos también garantizaban la supervivencia.

Cuando contemplaba la belleza con que la luna iluminaba el paisaje desértico por la noche para alumbrar su camino, Marimi no comprendía por qué los topaa la consideraban una diosa furiosa y aterradora. No sólo era tabú mirarla, sino que el pueblo la temía a causa del enorme influjo que ejercía sobre la sangre menstrual, los ciclos de nacimiento y los oscuros misterios de las mujeres. Asimismo, los topaa temían el sol porque quemaba la piel, provocaba incendios y sequías, siempre estaba enfadado y lo único que podía aplacarlo era la intercesión de los chamanes. Pero Marimi y Payat aprendieron a amar el calor del sol matutino sobre su piel, y observaban cómo las flores estiraban el cuello para seguir su trayectoria por el cielo. Marimi llegó a comprender que lo que su pueblo temía podía amarse, y empezó a considerar el sol como a un padre estricto pero benévolo, y la luna como a una madre tierna y cariñosa.

Pero ahora se encontraban en una tierra sin agua, bayas ni semillas, donde las únicas plantas que crecían eran amargas y secas. Ni siquiera los animalillos más pequeños salían de sus madrigueras. Marimi llevaba al niño a la espalda, y puesto que sus sandalias se habían desecho largo tiempo atrás, tenía los pies descalzos llenos de cortes ensangrentados. Chupaban guijarros para mitigar la sed. Se detenían junto a ríos secos que con frecuencia llevan agua justo debajo de la superficie, en el punto más bajo de la cara exterior de un recodo y allí cavaba en su busca, pero siempre en vano. Por fin se vieron obligados detenerse. Marimi dejó a Payat sobre la arena y estiró los músculos de la espalda. Su bebé se movía inquieto como si también tuviera sed, y cuando alzó la mirada en busca del cuervo, no lo vio.

¿La había abandonado su guía espiritual en aquel cruel desierto? ¿Habrían ella y Payat ofendido sin querer a algún espíritu por el camino? ¿Habrían tal vez profanado un nido de serpiente o no mostrado gratitud suficiente al abrir el último higo chumbo que comieron?

Se protegió los ojos con la mano y escudriñó el yermo paisaje, donde sólo crecían plantas achaparradas y marchitas, donde el viento ardiente gemía doliente sobre la arena. A lo lejos divisó unas olas plateadas que surgían de la arcilla dura, pero ya sabía que no se trataba de agua, sino de una ilusión creada por los espíritus del desierto. Por fin alzó la mirada hacia el fiero padre sol. Era a él a quien debía rezar, se dijo, pues la luna dormía en su morada.

BOOK: Tierra sagrada
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