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Authors: Barbara Wood

Tags: #Histórico, Romántico

Tierra sagrada (9 page)

BOOK: Tierra sagrada
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Acto seguido, Marimi llamó a su lado a su bisnieta, quien desde su más tierna infancia sufría cegadores dolores de cabeza acompañados de visiones, que Marimi ya no consideraba un mal, sino una bendición, y también le apoyó la mano sobre la cabeza.

—Los dioses te han elegido, hija mía. Te han regalado el don espiritual. Te doy mi nombre porque pronto me reuniré con nuestros antepasados, y al tomar mi nombre te convertirás en mí, Marimi, chamán del clan.

La enterraron con gran ceremonia en la cueva de Topaa-ngna, y enviaron su espíritu al oeste con sus bolsas de hierbas medicinales, el lanzadardos, sus horquillas y arracadas. Sin embargo, conservaron la piedra espiritual sagrada del cuervo, que colgaron al cuello de la niña elegida, ahora llamada Marimi, la cual se convertiría en la chamán del clan y cuyo deber consistiría en atender la cueva de la Primera Madre durante el resto de sus días.

Capítulo 3

«Tu nombre es Camina Con El Sol, y formabas parte de una partida de caza; te alejaste demasiado y te perdiste, de modo que te asentaste aquí e hiciste de este lugar tu morada».

No, pensó Erica mientras examinaba las fotografías que había tomado del esqueleto en la cueva. Aquella mujer nunca se perdería.

«Eres Mujer Foca y llegaste del noroeste en una larga canoa con tu amante tras huir de los tabús tribales que te prohibían casarte con él. O viniste de unas islas situadas muy al oeste y ya sumergidas en el mar, y tenías nombre de diosa».

Erica se oprimió el puente de la nariz, se reclinó en la silla y se desperezó, moviendo la cabeza y los hombros para ahuyentar el agarrotamiento. Miró el reloj. Vaya, el tiempo volaba, sin lugar a dudas.

Mientras alargaba la mano para coger el café frío miró el desorden apilado sobre el banco de trabajo, numerosos artefactos a la espera de ser examinados, etiquetados y catalogados. Erica se encontraba en la caravana convertida en un laboratorio atestado de equipo científicos, microscopios, taburetes altos y un tablón de anuncios cubierto de alfileres, notas y dibujos. Caía la tarde, y llevaba varias horas clasificando los últimos hallazgos del día. Estaba sola en el laboratorio, pues los demás cenaban en la carpa habilitada como cantina o charlaban en el campamento.

Cuando Erica descubrió el cráneo enterrado en la cueva, Sam le dio permiso para iniciar una excavación a gran escala. Obtuvieron luz verde de la Oficina de Protección Medioambiental, y si bien Sam sería el director de la excavación, concedió a Erica el honor de ocuparse del trabajo duro.

—Pero sé objetiva, Erica —le advirtió—. Después del desastre del pecio de Chadwick, más de uno pidió tu cabeza. Sin embargo eres una buena antropóloga y no creo que tu carrera deba irse al garete por un error impulsivo.

De cualquier forma Erica puso manos a la obra con su vigor y exuberancia de siempre. Sin perder un instante, delimitó el suelo de la cueva con estacas y cuerda, y acto seguido procedió a rascar cuidadosamente la tierra con una paleta, conteniendo el impulso de cavar sin ton ni son en las capas de tierra y desenterrar los inestimables vestigios de historia que sin duda hallaría. Reservó la tierra apartada en cubos y la hizo subir a la superficie, donde varios voluntarios la tamizaron en busca de material arqueológico. Entretanto, Luke comenzó a limpiar las paredes.

En el exterior de la cueva, los geólogos, ingenieros y especialistas en suelos iniciaron su trabajo a lo largo de Emerald Hills Drive.

Y por supuesto, Jared Black tampoco permaneció de brazos cruzados.

Estaban inmersos en una carrera. La tarea de Jared consistía en localizar al descendiente más probable lo antes posible para poner en sus manos la cueva y su contenido. Erica sospechaba que, cuando eso sucediera, ella se quedaría sin trabajo. Era blanca, y cuando se descubriera al propietario indio de la cueva, éste querría que su propia gente se encargara de la excavación o quizás incluso la detendrían y mandarían sellar la cueva. Así pues, trabajaba sin descanso en un intento desesperado de desvelar los misterios de la cueva antes de que Jared Black alcanzara su objetivo.

El primer visitante que Jared llevó a la cueva era el jefe Antonio Rivera, de la tribu de los gabrielinos. La intención del abogado era que intentara identificar la pintura y así le permitiera poner en marcha el engranaje legal. Puesto que el visitante era un hombre de edad avanzada, lo bajaron a la cueva en una silla, y mientras examinaba los pictogramas, Erica había interrumpido su trabajo para observarlo. Aquel rostro hendido por mil surcos y arrugas, de tez cobriza y seca, era una máscara mientras los ojos pequeños y agudos pasaban de un símbolo a otro, deteniéndose a veces para absorber algún detalle antes de continuar. Permaneció sentado durante casi una hora, empapándose del magnífico mural con el cuerpo rígido, las manos curtidas sobre las rodillas, hasta que por fin lanzó un suspiro entrecortado y se levantó de la silla.

—No es de mi tribu —declaró.

Jared no dejaba de llevar a la cueva miembros de distintas tribus. Venían tongva, diegueños, chumash, luiseños, kemaaya… Jóvenes, viejos, hombres, mujeres, trajeados, en vaqueros, de cabello corto o trenzado contemplaban de pie o sentados los desconcertantes misterios del antiquísimo mural. Y antes de marcharse, todos meneaban la cabeza.

—No es de mi tribu —decían.

Algunos de los visitantes miraban a Erica con visible disgusto, recordando los ancestrales tabús sobre las mujeres que irrumpían en lugares sagrados. A otros les incomodaba incluso entrar en la cueva. Una mujer de la tribu purísima, al norte de Santa Bárbara, se alteró sobremanera y se marchó afirmando haber violado el tabú que prohibía a las mujeres mirar los símbolos sagrados de la búsqueda visionaria de un chamán, y que sobre toda su tribu caería la maldición por ello. En cambio, algunos visitantes acogían con satisfacción la presencia de Erica y su trabajo. Un joven, miembro de la tribu de los navajo y profesor de historia india en la Universidad de Arizona, le estrechó la mano y expresó el deseo de ser informado de sus progresos.

Jared también trajo a expertos blancos, hombres y mujeres que habían aprendido historia de los indios de las universidades. Pero ellos, asimismo, pese a sus títulos y conocimientos académicos, denegaron con la cabeza y se fueron.

Además, la cueva encerraba otros misterios.

La moneda de un centavo acuñada en 1814 que Erica había encontrado el día anterior, por ejemplo. En 1814, el comercio entre californianos y americanos era ilegal, pero aquella moneda era estadounidense. Los navíos estadounidenses tenían prohibido atracar en San Pedro y San Francisco, y cualquiera que desembarcara allí era detenido y deportado. Así pues, ¿cómo había ido a parar esa moneda a la cueva? Erica sabía que no podía haber llegado hasta allí años más tarde, cuando California ya formaba parte de la Unión, porque el relieve era muy pronunciado. Se apreciaba con claridad la guirnalda que rodeaba las palabras Un Centavo y, a su alrededor, Estados Unidos de América. En la otra cara, la cabeza de Libertad con una corona en torno al cabello rizado, rodeada de doce estrellas bien definidas y el número 1814, del todo legible. Una moneda que hubiera permanecido varios años en circulación habría perdido los contornos al pasar tantas veces de mano en mano; a todas luces, aquella se había perdido poco después de ser acuñada, lo cual constituía un misterio.

Y había otros.

Erica echó un vistazo a las fotografías en blanco y negro sujetas al tablón con tachuelas. Mostraban el sorprendente hallazgo de Luke, unas palabras grabadas en la pared de piedra arenisca de la cueva: «La Primera Madre».

¿Quién era la «Primera Madre»? ¿Sería aquello una pista de la identidad de la Señora?

Así la habían bautizado, la Señora. La mujer cuyo esqueleto intacto había descubierto Erica de forma gradual a lo largo de las últimas semanas en compañía de objetos funerarios, vestigios de ropa e incluso mechones de largo cabello blanco.

No fue difícil determinar el sexo, pues la pelvis era claramente femenina. La edad en el momento de la muerte, que Erica calculaba entre ochenta y noventa años, se estimó examinando los dientes, erosionados casi hasta la mandíbula por una vida entera de comer alimentos cubiertos de tierra y arena gruesa. El cálculo de la edad histórica del esqueleto era harina de otro costal y requirió el análisis del carbono 14. El tejido óseo tenía entre mil novecientos y dos mil doscientos años de antigüedad, y el hecho de que hubiera enterrados junto a la mujer una lanza y un lanzadardos, en lugar de arco y flecha, también indicaba que sin duda tenía más de mil quinientos años.

Asimismo, Erica dedujo que la Señora había sido una curandera, pues la habían enterrado con bolsas de semillas y cestas que contenían hierbas. Casi todo ello estaba desintegrado, pero de momento el análisis microscópico había identificado varios tipos de hierbas medicinales.

Sin embargo, no lograba descubrir a qué tribu había pertenecido. La mujer había sido alta, lo que indicaba la posibilidad de que fuera mojave, ya que éstos se contaban entre las tribus más altas del subcontinente norteamericano. Los objetos funerarios no eran chumash, y además, los chumash no habían enterrado a sus muertos a aquel lado del arroyo Malibú. Tampoco pudo haber sido gabrielina, pues éstos incineraban a los difuntos. Los objetos funerarios estaban intactos, y los indios de la región de Los Ángeles rompían las pertenencias de los muertos, es decir, partían las flechas en dos y quebraban las lanzas para que los objetos también murieran y se unieran a sus dueños en la vida del más allá.

Pero fuera quien fuera, y fuera cual fuera su tribu, quienes la sepultaron lo hicieron con gran minuciosidad y veneración. La Señora yacía de costado, con los brazos cruzados sobre el pecho y las rodillas dobladas cómodamente en lo que parecía una posición fetal o dormida. La habían envuelto en una manta de pieles de conejo, ahora casi desintegrada por completo pero aún visible en pequeños jirones sobre el esqueleto. Llevaba varios collares y pulseras de abalorios de concha. El análisis de polen indicaba que la habían tendido sobre un lecho de flores y salvia, y junto a sus manos se veían pequeñas ofrendas de comida consistentes en semillas, frutos secos y bayas. Sus pertenencias estaban dispuestas con gran cuidado alrededor de su cuerpo. Había horquillas plumadas, pendientes de hueso tallado, una flauta hecha de huesecillos de pájaro y diversos objetos que Erica no logró identificar, pero que suponía cargados de significado ritual. Vestigios de almagre sugerían que el cadáver había sido pintado de rojo antes de recibir sepultura.

Mientras los sonidos del campamento se filtraban por la ventana abierta, una guitarra, gente jugando a voleibol… Erica retrocedió en el tiempo. Contempló las fotografías colgadas sobre el banco de trabajo, el cabello blanco y los huesos frágiles que algún día habían formado parte de una mujer viva, y experimentó el acuciante deseo de conocer la historia de la Señora.

Las historias hacían reales a las personas, les conferían alma.

Nunca olvidaría el día en que empezó a querer conocer la historia de las personas: el curso de su vida cambió para siempre. Tenía doce años y visitaba un museo con la escuela. Se encontraban en la sección de antropología, mirando los dioramas mientras el profesor hablaba de las vidas de los indios descritos en el poblado reconstruido tras el vidrio, y de repente, Erica experimentó una emoción inexplicable al pensar que aquellas personas llevaban tanto tiempo muertas, pero pese a ello ahí estaban, enseñando a la gente cómo habían vivido. Qué maravilla no permitir que las personas murieran y cayeran en el olvido, mantenerlas vivas y recordarlas.

«¿Quién eres?» preguntó Erica en silencio al quebradizo cráneo, con sus pómulos delicados y su mandíbula frágil. «¿Cómo te llamabas? ¿Quién te amaba? ¿A quién amabas tú?». Sola en la cueva, entre sombras y silencio, mientras examinaba el frágil esqueleto de la Señora, acurrucado de costado, Erica experimentó una emoción inesperada, como si cuidara de un niño. Sintió la necesidad física de proteger aquellos huesos solitarios y olvidados, atraerlos hacia su pecho y mantenerlos a salvo. Justamente entonces decidió averiguar la identidad de la mujer antes de que Jared Black localizara a los propietarios legítimos de la cueva.

Tal vez el último hallazgo que había hecho aquella tarde en la cueva le proporcionaría alguna pista sobre la identidad de la mujer. El extraño objeto tenía el tamaño y la forma aproximados de un balón de fútbol pequeño, una especie de paquete de piel de conejo con tendones de animal adornados con abalorios de concha. Lo había encontrado a un nivel inferior que el de la moneda de 1814, pero por encima de la capa de la que había extraído los fragmentos de cerámica. Puesto que los indios de la cuenca de Los Ángeles no cocían arcilla, sino que trocaban la cerámica por otros objetos con las tribus-pueblo que pasaban por la zona, Erica revisó numerosos catálogos de cerámicas del sudoeste datadas e identificadas. Guiándose por el contenido en mineral de plomo del lustre y el temple de piedra arenisca, concluyó que las vasijas habían sido fabricadas en Pecos, un gran poblado indio situado a orillas de Río Grande, en los aledaños de 1400, lo cual seguía dejando un margen de cuatrocientos años. Harían falta más análisis para determinar con mayor precisión el año en que el balón de piel de conejo había sido dejado en la cueva.

Erica estaba segura de que tenía algo dentro. Una ofrenda de un descendiente que había ido a la cueva a pedir un milagro: una mujer que deseaba un hijo, un guerrero que buscaba esposa.

Deseosa de dar un paseo y tomar el aire, cogió un libro de entre el desorden de su banco de trabajo y se lo puso bajo el brazo.

La tierra situada a espaldas de la finca de Zimmerman era en realidad la cresta septentrional del cañón, mientras que la mansión del productor se erigía en la cresta meridional, en sentido transversal con respecto a los jardines traseros. Allí, entre encinas, pinos enanos y chaparros, se veían las caravanas y tiendas en las que se alojaban los arqueólogos y voluntarios que habían acudido para tamizar, limpiar, clasificar, catalogar, fotografiar, analizar y llevar a cabo pruebas con todos los objetos procedentes de la cueva y el cráter dejado por la piscina de Zimmerman, en su mayoría huesos humanos.

Durante el día, la zona era un hervidero de actividad. Mientras la policía, los equipos de protección civil y numerosos trabajadores municipales se ocupaban de los propietarios de las casas circundantes, los curiosos y los periodistas, varios agrimensores verificaban las condiciones estructurales de la mesa y las comparaban con los datos históricos. Se les veía por toda la urbanización esgrimiendo niveles, teodolitos, taladros, azadas, equipos electrónicos de medición de distancias, unidades de análisis sísmico y diversos tipos de herramientas de muestreo a fin de recoger muestras de suelo y analizarlas. Otro jardín se había hundido parcialmente, dejando entre otras cosas la espectacular imagen de una intrincada fuente renacentista partida en dos y ladeada.

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