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Authors: Bernard Lenteric

Tags: #Ciencia Ficción, Intriga

The Prodigies - La Noche de los Niños Prodigio (3 page)

BOOK: The Prodigies - La Noche de los Niños Prodigio
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Por lo demás, era un muchachito muy bueno: pacífico y alegre, siempre dispuesto a ceder su turno en el columpio o a compartir su barra de chocolate.

Cuando lo llevaron, junto a su clase, ante los teclados, pareció teclear cualquier cosa: puntos y rayas, ¡ya ves tú! Le prestaron poca atención. Intencionalmente o no, accionó las teclas aprovechando un momento de desatención de la maestra y del informático de servicio, que estaban charlando. El resultado fue enviado al instante al ordenador central, en Colorado. Después todo quedó borrado, no subsistió rastro alguno, y otro alumno continuó. Media hora después, el ordenador de Colorado pidió que repitiera el experimento: la instrucción dieciséis, explicó el ordenador (por lo demás, nadie entendió demasiado qué quería decir eso), pero no fue el único de su clase al que pidieron que repitiera. Fueron cinco. Y no le prestaron atención especial a él.

¿Por qué aquellas rayas y aquellos puntos? Es posible que él mismo no supiera nada tras el espejo sin azogue de sus ojos.

En aquel momento de la historia, creía estar solo en el mundo, como los otros seis.

8

Ann conducía muy despacio.

—Jimbo, ¡es una idea absurda!

No hubo respuesta. Era un poco más de las dos de la mañana y ella había decidido volver a acompañarlo. Como de costumbre, el coche de Jimbo estaba averiado. Los coches de Jimbo ostentaban la plusmarca de averías en Colorado y tal vez en todos los Estados Unidos de América incluso.

—¿Y cuándo partirías?

—Mañana.

Ella detuvo el coche delante de la ancestral casa de los Farrar. La habían construido al comienzo del siglo y se encontraba en las alturas de Manitou Springs.

—¿Por qué esperar? —dijo simplemente Jimbo.

Entraron en la casa.

—Ni siquiera tienes coche.

—Tomaré el autobús.

—¿Para recorrer los Estados Unidos?

La casa tenía tres habitaciones. Se pasaba de una a otra siguiendo trincheras excavadas por entre los libros apilados en el suelo hasta una altura de un metro.

—¿Quieres un café?

Ella dijo que no con la cabeza, furiosa y desarmada a un tiempo.

—He estado pensando —dijo Jimbo—. Dos cosas: la primera es que quiero ir a ver a esos chavales, uno por uno. La segunda…

—Háblalo con los hombres de Killian.

—La segunda es que no voy a hablar con los hombres de Killian.

Le sonrió, aparentemente muy satisfecho de sí mismo.

—Jimbo.

El dijo que no con la cabeza.

—¿Estás segura de que no quieres café?

Ella reconoció en el rostro de él aquella expresión testaruda que se remontaba a su infancia. Siempre había sido más alto que los de su edad. A los trece años, ya medía un metro noventa y era todo huesos. En aquella época tenía un carácter bastante malo. La amabilidad apareció más adelante, con el paso de los años, como subiendo poco a poco a la superficie, pero hasta aquel día mismo nadie había podido obligar a Jimbo a hacer lo que no quería hacer. Ella lo sabía mejor que nadie.

—Entonces, ¿no quieres café?

—No.

Con el mismo aire distraído con el que podría haber cogido indolentemente un vaso, le tocó un pecho. Ella retrocedió, chocó con el borde de la trinchera de libros y por muy poco no perdió el equilibrio.

—¡No!

Él se quedó mirándose la mano, como si hubiera descubierto de repente su existencia. Ella bajó la cabeza, de nuevo dividida entre dos sentimientos contradictorios: la exasperación y el ataque de risa.

Venció la exasperación. Se marchó sin siquiera haberle dado un beso. El ruido del coche no tardó en desaparecer. Él se sentó en una pila de libros.

Where are you?

La angustia seguía ahí, agazapada en lo más profundo de su interior. Volvía a ver las siete caras que Fozzy le había mostrado y veía más allá de ellas: siete pequeñas larvas aún balbucientes, que apenas sabían expresarse, frágiles, patéticas.

«Apenas si pueden mantenerse en pie con sus delgaditas piernas y fijar sus miradas de ciegos en lo indescifrable…»

Jimbo cerró los ojos. Se vio en el océano, nadando con un
crawl
potente y seguro. Creyó oír gritos de niños y distinguió con toda claridad siete cuerpecitos que se debatían entre las olas y le pedían ayuda. Lo embargó un conmovedor sentimiento de ternura y piedad.

La mitad de Jimbo que pasaba el tiempo observando la otra mitad con ojos críticos y fríos soltó una risita nerviosa.

«Me dejo llevar por mi imaginación.

»No debería haber hablado con Ann, ni siquiera con Ann».

Pues adivinaba lo que Ann iba a hacer.

9

También él tenía cinco años: como el otro, como los otros seis.

Había nacido a término, había salido del vientre materno con la cabeza por delante, cosa trivial. No había empezado a andar a los cinco o seis meses; había esperado un año. No había hablado entre dos biberones, no había usado el pretérito imperfecto de subjuntivo desde sus primeras palabras. Se había hecho pis en la cama, ni más ni menos que otro.

En cuanto a su mirada, era pura y simplemente una mirada infantil.

No más angustiosa que otra.

Pero tampoco menos.

Era extraño que nadie se hubiera fijado nunca en aquella expresión tan particular, helada, en la superficie de sus pupilas, pero, ¿quién se molestaría en escrutar la mirada de un niño como los demás?

Sólo, que…

Imaginad un ropero, un armario empotrado, una cómoda, en fin, cualquier mueble en el que se guarden cuidadosamente vestidos, mantelería, sábanas. Es tranquilizador, trivial, familiar, ordenado. Es verano. Se siente el olor del tomillo deslizado entre las sábanas. Hay en el aire una tibieza agradable, perfumada, y, sin embargo, en el corazón de esas sábanas apiladas o en un cajón se encuentra una serpiente enroscada, venenosa, mortalmente peligrosa.

Tenía unos cinco años y su anormal inteligencia era como esa serpiente enroscada que esperaba.

Que esperaba.

10

—Me llamo Fitzroy Jenkins —dijo el hombre, vestido con traje gris y corbata.

—¿Y qué quiere usted que yo le haga? —preguntó amablemente Jimbo.

—Represento a la Fundación Killian.

El llamado Jenkins bajó la vista y descubrió la bolsa de marino de tela, en la que había un rótulo impreso: «Guardacostas de los Estados Unidos, sección de Kansas».

—¿Se va de viaje?

—Sí—dijo Jimbo.

Era el 19 de junio y al mediodía.

—Es usted un empleado de la Fundación Killian y, por tanto, de
Killian Incorporated
—prosiguió Jenkins—. Aunque se trate de un simple empleo de media jornada, lo menos que podría hacer es avisar de sus ausencias.

—Lo aviso de mi ausencia a partir de hoy —dijo Jimbo—. Tome nota, por favor.

Recogió su bolsa de marino y dio tres pasos hacia la puerta. Pasó por delante de Jenkins, que le llegaba con la cabeza a la mitad del pecho.

—Se trata de los mensajes de anoche —dijo Jenkins tras él y a una altura inferior en unos treinta y cinco centímetros.

Jimbo se detuvo.

—¿Qué mensajes?

—Sabemos que anoche ocurrió algo, dentro del programa «Cazador de Genios». Nos habría gustado que nos lo contara. La Fundación ha dilapidado suficiente dinero en ese absurdo programa para que se mantenga a sus directores al corriente de sus resultados.

Jimbo se volvió y bajó la cabeza hacia su interlocutor:

—No entiendo absolutamente nada de lo que me dice.

—No creo ni una de sus palabras —afirmó con acritud Fitzroy Jenkins— y, si no le importa, vamos a ir juntos, usted, yo y otros, a ver qué ocurre en ese ordenador al que llama usted Fozzy.

Jimbo se rascó la cabeza.

—Va usted a hacerme perder el autobús.

Cuando entraron en la gran sala subterránea en la que se encontraba Fozzy, con decenas de terminales, eran cinco. Rogaron a los otros informáticos que se fueran a tomar un café durante dos o tres horas. Jenkins explicó a Jimbo que dos de las personas que lo acompañaban —un hombre y una mujer— eran administradores no sólo de la Fundación, sino también de Killian Inc. (el de administrador era un cargo muy importante, recalcó Jenkins a Jimbo, quien dijo que ya lo sabía). La mujer se llamaba Martha Oesterlé. Dirigía el servicio informático del grupo Killian. El tercer hombre era también informático y un experto.

Los cuatro visitantes se quedaron parados delante del tren eléctrico. Su presencia les deparó una verdadera sorpresa.

—¿Qué es esto?

—El rápido Estocolmo-Honolulú —explicó Jimbo con muy buena voluntad—, pero no acaba de funcionar bien: problemas de catenarias.

—Pero, ¿para qué pueden servir unos trenes eléctricos a un ordenador? —interrogó Fitzroy Jenkins.

—Absolutamente para nada —respondió Martha Oesterlé, con los labios apretados.

—Está usted totalmente en lo cierto —confirmó Jimbo.

Martha Oesterlé y su experto pasaron los cuarenta minutos siguientes auscultando a Fozzy. Entretanto, Jimbo se había puesto a desmontar los raíles.

Volvieron. Miraron a Jimbo con una mezcla de curiosidad irritada y respeto.

—¿Ha sido usted quien ha hecho todas las programaciones?

—Yo mismo y personalmente —respondió Jimbo.

El experto movió la cabeza.

—¡Ha sido un trabajo de aúpa el que ha hecho usted ahí! Lo nunca visto. Tardaríamos lo nuestro, mi equipo y yo, simplemente en comprender para qué sirven todos esos programas anexos que ha añadido usted.

Jimbo le sonrió muy amablemente:

—Es que soy un genio: ésa es la razón.

—Hay algunas innovaciones de lo más apasionantes.

—Es usted muy amable.

El experto dijo que de ningún modo, que no tenía nada que ver, pero que le ocurría muy pocas veces quedar impresionado hasta ese punto y le gustaría mucho pasar unas horas tomando algo y hablando con él y estaba seguro de que Jimbo y él iban a entenderse…

Martha Oesterlé:

—Estamos aquí con un fin muy concreto. Ha equipado usted ese ordenador…

—Fozzy. Llámelo Fozzy. Si no, se ofende. Creerá que lo considera usted una máquina.

Ella dijo que había notado que aquel ordenador —en fin, Fozzy— estaba equipado con un dispositivo que le permitía responder oralmente. «En efecto», dijo Jimbo. ¿Quería eso decir que se podía de verdad dialogar con Fozzy como con un ser humano? «Sí y no», dijo Jimbo. — «¿Sí o no?» — «Sí». ¿Y desde dónde había que dirigirse a él para que respondiera? «Desde cualquier punto de esta sala; se puede incluso susurrar: tiene un oído finísimo, el cabrito.» «¿Quiere usted decir, señor Farrar, que esa máquina está escuchándonos en este momento?» — «Exactamente», dijo Jimbo, «pero, por favor, ¡no lo llame máquina!»

Precisamente en aquel momento estaba desmontando los seiscientos setenta metros, más o menos, de vía férrea.

—¿Señor Fozzy? —lo llamó Martha Oesterlé.

Silencio.

—Eso de «señor» lo trae sin cuidado —dijo Jimbo—. No es un esnob.

—¿Fozzy?

El informático lo llamaba, a su vez, al tiempo que sonreía con simpatía hacia Jimbo.

Silencio.

—Está enfurruñado —explicó Jimbo—. Es que tiene un carácter chungo.

—Todo esto es totalmente ridículo —dijo Martha Oesterlé.

Jimbo se rascó la cabeza con un raíl.

—Tal vez haya otra explicación para su silencio. Tal vez sólo responda a mi voz.

Acabó de desmontar el túnel del San Gotardo y guardó las ovejas y las vacas.

Al fin y al cabo, fui yo quien lo programó y, en cuanto al programa «Cazador de Genios», hace meses que sólo me oye a mí.

En sus azules ojos había toda la inocencia del mundo.

—Háblele —ordenó Martha Oerstelé.

—¿Fozzy? —llamó Jimbo.

—Dime, chaval.

—¿Qué tal?

—Bien, chaval.

Jimbo sonrió, contento, a Martha Oesterlé:

—Funciona.

—Queremos saber lo que ocurrió anoche —dijo la mujer— en el programa «Cazador de Genios», oralmente o de cualquier otro modo. Ordénele que nos dé las informaciones pertinentes.

—Es que estoy de vacaciones desde esta mañana y puede hacer falta tiempo.

Martha Oesterlé cerró los ojos durante un breve instante.

—No perdamos más tiempo, señor Farrar.

—Tiene usted mil veces razón —aprobó Jimbo con expresión de convencimiento—. Retiro mi observación… ¿Fozzy?

—Dime, chaval.

—¿Has oído lo que ha dicho la señora?

—Todito todo, chaval.

—Antes debo explicarle —dijo Jimbo, dirigiéndose a Martha Oesterlé— cómo esta programado Fozzy. Siempre que se hace un experimento del «Cazador de Genios» en los Estados Unidos, se le transmiten al instante los resultados. Aparte de él, nadie los registra, él es el único que conserva su pista. Puede registrar millares de resultados a un tiempo. Los guarda en la memoria, los clasifica, los selecciona, los compara, señala todo lo que se sale de lo habitual y, si lo considera necesario, reclama un nuevo experimento. Todas las semanas o cada quince días, recapitula para mí.

—Que lo haga.

La tierna mirada azul de Jimbo Farrar se cruzó con la de la mujer. Jimbo sonrió.

—Puede recapitular una semana o dos o un mes o la totalidad del programa. Como desee.

—Dos semanas bastarán.

—A sus órdenes —dijo amablemente Jimbo.

Guardó las últimas vacas del San Gotardo en una gran caja de embalar y se puso a desmontar los cambios de vías uno por uno.

—Fozzy, ¿has oído? Haz lo que dice la señora.

—Ya está, chaval —dijo Fozzy.

11

Y, la mañana siguiente, es decir, el 20 de junio:

—Lo has borrado todo, ¿verdad?

—No comprendo.

—¿O es que has escondido todo eso en alguna parte, en un oscuro repliegue del cerebro de Fozzy, donde nadie irá a buscarlo?

Él inclinó la cabeza. Ella llevaba una blusa, con las mangas remangadas, tejido de cuadros, estilo
western
, y sus pechos…

Ann movió la cabeza. Sentía irritación, incomodidad, ternura, remordimiento: sobre todo ternura y remordimiento. Dijo:

—De acuerdo, he hablado con Melanie Killian del asunto, pero, jolines, ¿cómo puede ser que no os conozcáis, ella y tú? Es mi mejor amiga, desde que íbamos en mantillas. Deja de mirarme así, anda, o, si no, mírame a los ojos. Melanie es la nieta del difunto Joshua Killian. Le importa un comino el programa «Cazador de Genios»… No, esto es mi pecho, mis ojos están más arriba…

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