The Prodigies - La Noche de los Niños Prodigio (10 page)

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Authors: Bernard Lenteric

Tags: #Ciencia Ficción, Intriga

BOOK: The Prodigies - La Noche de los Niños Prodigio
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—Bien —dijo Ann—. En primer lugar, estoy furiosa y preocupada. Está claro que te niegas a hablarme de esos Siete que no existen. De acuerdo. He estado todo el día observándote y parecías un pájaro fascinado por una serpiente.

Jimbo desplegó sus inmensos brazos e hizo ademán de volar.

—Eso, haz el idiota. Te morías de ganas de unirte a ellos, saltaba a la vista. También he observado a tus asquerosos chiquillos. No he visto nada, no he notado nada. Si se ha formado un grupo entre los treinta Jóvenes Genios, yo no lo he visto. No te pregunto si tú has notado algo, porque así ha sido, es evidente. Al fin y al cabo, eres la única persona en el mundo que conoce su identidad. Sólo somos tres, contando a Melanie, los que sabemos de su existencia. ¿Alguien más?

—Nadie más.

—He pasado todo el día esperando que tomaras contacto con ellos de un modo o de otro: por ejemplo, desapareciendo con un pretexto absurdo, pero no, no te has separado de mí.

—Y te he invitado a cenar.

—Gracias, amor mío. No sólo no te has separado de mí, sino que, además, te he notado más calmado con el paso de las horas. ¿Me equivoco?

—Nunca.

—¿Qué ha ocurrido, Jimbo?

—Están contentos.

—¿Era la primera vez que se reunían?

—Suponiendo que existan, sí.

—¿Se han reconocido?

—Sí.

—¿Y están contentos?

—Más de lo que pueden expresar las palabras.

Una pausa.

—¿Ha cambiado algo, Jimbo?

—Creo que todo ha cambiado.

Pausa.

—Otra pregunta, Jimbo, y por una vez responde.

Sin embargo, fue ella la que vaciló. Preguntó:

—¿Has tenido alguna vez la impresión, con ocasión de vuestras reuniones, de que podían ser peligrosos?

—Algunos de ellos.

—¿Todos no?

—Tal vez todos.

—¿Y ya no?

Él se quedó pensando y movió la cabeza.

—Ya no.

Una pausa.

—Si no ocurre nada.

3

El coche del que había hablado Sammy era, en realidad, una furgoneta de reparto de una tienda de comestibles, según iba indicado a los lados, de la Calle 151 del Bronx. No era nueva ni tampoco robada: prestada simplemente para aquella noche, explicó, alegre, Sammy. Dio detalles: había convencido discretamente a alguien de que la pidiera prestada para él, la llevara a Manhattan y la dejase allí con las llaves. La devolverían la mañana siguiente, todo estaba previsto. Ni siquiera la había conducido él.

—Soy demasiado bajo y demasiado joven para conducir. Cualquier poli me interceptaría y, además, es que no sé conducir, pero he pensado que uno de vosotros sabría.

Varios de ellos sabían: en particular, Wes y Guthrie Cole. Uno y otro medían casi 1,85 m, pese a tener apenas quince años de edad. Guthrie Cole se había puesto al volante, con sus gafas de cristales blancos que lo harían parecer más viejo. Los otros seis iban detrás.

Avanzaron por Madison, hacia el Norte. Giraron a la izquierda.

—¿Adonde podríamos ir? ¿A un bar, a un
night-club
? Somos menores de edad. ¿A un hotel? ¿O a mi casa? Pero ir a cualquier parte y que nos vieran equivaldría a revelar la existencia de los Siete: de eso, ni hablar. Sé que vosotros pensáis lo mismo. Lo he sentido, es lógico. ¿Me equivoco? No me equivoco. Ya sé: hablo demasiado, pero es que estoy contento.

Se reía y agitaba las manos, mientras se frotaba las sienes con sus finos dedos y ellos se reían al verlo reír, contentos de su felicidad y de la de ellos mismos.

—¡Después de tantos años!

Guthrie Cole pasó por delante del hotel Plaza.

—Conque he pensado en Central Park. ¿Qué es lo que buscamos? Simplemente estar juntos, solos, y poder hablar, intentar comprender lo que nos une, en qué sentido somos tan diferentes de los demás, por qué el Hombre Farrar nos ha agrupado, a los Siete.

Sus inmensos ojos negros, un poco difusos, que rayaban en el infinito. La última calesa delante del Plaza se iba y se cruzó con la furgoneta que avanzaba casi al paso.

—Central Park —prosiguió en voz baja Sammy—: he estado allí tres veces, de día. No está cerca precisamente, cuando vives en el Bronx. Central Park es cincuenta kilómetros de carreteras y caminos, son cuatro mil doscientas hectáreas, setenta y cinco mil árboles, y rocas, colinas, cascadas, grutas, por no hablar de dos pistas de patinaje, un zoo, un teatro, el Museo Metropolitano, uno de los más grandes del mundo. Es otro mundo. He descubierto en él un lugar especial. Se llama la Gran Colina, un verdadero bosque…

Antes de Columbus Circle y, después del hotel Essex, Guthrie Cole giró a la derecha. Un taxi amarillo lo adelantó en tromba; sus faros rojos desaparecieron enseguida.

La furgoneta estaba entrando en Central Park.

—En Manhattan dicen que el parque es peligroso por la noche.

Sammy rompió a reír, al tiempo que apartaba las manos.

—Pero, ¿qué podría ocurrirnos?

Seguían la vía del Oeste, la que atraviesa el gran parque de Sur a Norte. Por los cristales bajados entraba un aire suave que traía olores de árboles y praderas.

—¿Qué podría ocurrimos
ahora
?

Guthrie Cole se puso a cantar. Arrastraba las palabras con su acento sureño.

Eran las nueve y media y, tras pasar sucesivamente por delante de la Taberna Verde, del Lago, de la 79 Transversal, del Teatro Delacorte y la altura del Belvedere, la Gran Llanura, el Depósito y la Pradera Meridional, se acercaban despacio a la Gran Colina.

4

—Entre ellos y tú hay similitudes —dijo Ann.

Tomó otro trago de vino.

—No sé cómo explicártelo.

—Hablemos de otra cosa —dijo Jimbo.

—Sabes perfectamente que tengo razón.

—Te quiero.

—Tú te pareces a ellos o ellos se parecen a ti. Nos imaginamos que un niño es un adulto en pequeño. ¡Qué gracia! Es otra cosa. Tal vez no todos los niños, no sé, pero seguro que muchos de ellos… ¿Cómo decirlo? Están dispuestos a todo, son capaces de todo. Es como una necesidad de absoluto, de…

—Estás trompa y yo te deseo.

—… pureza. Después, con el paso de los años, al envejecer, pero, ¿qué es envejecer?, cambiamos. La bomba se desactiva poco a poco, pierde su potencia, se apaga. Nos volvemos sensatos. ¡Venga, hombre!

Él quiso cogerle la mano, pero ella se la soltó suavemente:

—Esta noche, no, señor Farrar. La naturaleza lo ha previsto todo: son adultos, sensatos y todo lo demás los que mandan. La prueba: mira qué bien funciona todo en el vasto mundo. Imagínate un mundo en el que gobernaran niños de quince años. Sería invivible, señor Jimbo: un desastre.

—¿Y yo me parezco a ellos?

—En cierto modo, sí: más que adulto alguno que yo conozca. Tal vez más que adulto alguno del mundo, Creo que estás a medio camino entre ellos y nosotros. ¿Qué bando va usted a elegir, Jimbo Farrar?

Ella volvió a tomar otro trago de vino y dijo:

—Otra cosa, mi amor. He oído perfectamente lo que ha anunciado Martha Oesterlé al final del banquete: que iban a reunir a la primera promoción de Jóvenes Genios en un colegio especial en Harvard. Martha la Espantosa ha hablado de profesores cuidadosamente seleccionados para enseñar a esos monstruitos. ¿No irá a haber un tal Farrar entre esos profes?

—Todavía no hemos hablado al respecto.

—Hablemos.

—Quiero decir que aún no hemos hablado Mackenzie, Martha y yo.

—Hablémoslo primero tú y yo, si no te importa.

—Mañana.

—¡Oh, no! Pregúntame, por ejemplo, si tengo ganas de abandonar mi bonita casa de Colorado para ir a vivir en Boston y Massachussets.

—¿Tienes ganas de abandonar Colorado para irte a Massachussets?

—En absoluto.

Ella volvió a tomar un trago.

—Pero, aun así, voy a hacerlo. Me interesa conocer el fin de la historia, saber si el dulce y amable Jimbo sucumbirá ante los malos Geniecillos o si acabará triunfando sobre ellos. ¡Oh, Jimbo!

5

Guthrie Cole detuvo la furgoneta, pero no el motor y sólo Wes se apeó.

Dio unos pasos fuera del haz de luz de los faros. La espesa maleza de la Gran Colina le rozó el pecho y las piernas.

Noche cerrada.

Y un silencio inquietante.

Wes volvió despacio a la furgoneta y se acodó en la ventanilla. Sus ojos se cruzaron con los de Guthrie Cole, de Hari, de Lee, de Gil. Bajó la cabeza, volvió a alzarla y miró a Sammy.

—Ya sé —dijo Sammy con una vocecita—, pero nada demuestra que haya alguien. A esos tipos de Manhattan les gusta mucho bromear. De creerlos, Manhattan es el centro del mundo, y todo aquí es mejor y peor que en otros sitios, pero el Bronx tampoco está mal. Y yo ya he visto drogados con el mono. También he visto a algunos que llevaban cuchillos.

Agitaba las manos, movía la cabeza, casi desesperado con su apremiante necesidad de explicarse y convencer. Estaba casi al borde de las lágrimas, con su carita devorada por sus ojos.

Liza se inclinó y lo besó.

—Te quiero —dijo.

—Y, además, es que, de todos modos, somos siete —dijo Sammy— y dos de nosotros son altos, pero ésa no es la verdadera razón. No puede ocurrimos nada: esta noche, no.

Miró en derredor y repitió:

—Esta noche, no.

Hari, el negro, le sonrió con una ternura fraternal. Con sus largos dedos de baloncentista, le rozó la mano:

—Yo estoy de acuerdo.

—La verdad es que es un rincón de lo más genial —añadió Sammy, que a veces hablaba como un chiquillo corriente—. Os lo juro.

Una pausa.

Gil, que era el más pequeño de los Siete después de Sammy, se irguió. Pasó por encima del respaldo del asiento que había dejado libre Wes y se apeó, a su vez. Liza lo siguió y después Hari y Lee. Guthrie Cole quitó el contacto y apagó los faros. Se volvió y sonrió a Sammy:

—¿A qué esperamos?

Volvieron a cerrar las portezuela sin hacer ruido: no porque tuvieran miedo, sino porque sentían una idéntica necesidad de no romper el silencio que los rodeaba. En efecto, acababa de crearse un oasis de silencio, en el medio del sordo ronroneo de la ciudad que circundaba Central Park. La noche no estaba tan obscura, al fin y al cabo. Iba aclarándose poco a poco. Grandes siluetas de álamos, olmos y sicómoros se dibujaron unas tras otras. De entre la sombra surgieron abedules blancos.

Un seto de forsitias cubiertas por una nube de flores de un amarillo pajizo.

—Por aquí —dijo Sammy, con la voz vibrante de excitación.

Los llevó por un sendero sinuoso y después a través de un verdadero muro de rododendros y espinos blancos en plena floración primaveral. Aparecieron las primeras rocas, cubiertas de musgo. La pendiente se acentuó un poco.

—Dieciséis escalones —susurró Sammy, más sobreexcitado que nunca—. ¡Podéis contarlos, podéis contarlos! Yo ya lo he hecho.

Entonces se encontraban en esa parte de Central Park en la que, incluso en pleno día, los paseantes apenas se aventuran demasiado: no lejos de la Entrada del Extranjero, del Blockhouse, del Barranco. El Despeñadero, el Loch y el Lago de Harlem estaban a unos seiscientos metros a la derecha. Avanzaban, sobrecogidos por el silencio y la emoción, totalmente entregados a la felicidad de estar juntos.

Guthrie Cole, que era el más alto de todos, recibió la primera cuchillada dos segundos después.

La hoja golpeó la sexta costilla del lado derecho. Penetró recta y profundamente en el pulmón.

El portorriqueño alto que mandaba la jauría arrancó el cuchillo y con el mismo impulso su grueso puño, con el arma aferrada, fue a golpear a Hari en la cara, exactamente en el pómulo, destrozó el hueso malar y abrió la arcada y a punto estuvo de reventar el ojo izquierdo. Hari se desplomó.

El portorriqueño rompió a reír:

—¡Dos de un golpe!

A tres metros de allí, Wes se desplomó, a su vez, golpeado en la nuca por una porra, pese a que había logrado aferrar la muñeca, prolongada con una navaja que apuntaba a su garganta.

Cerca de él, Lee logró asestar un golpe, uno solo y totalmente irrisorio. Pesaba, como máximo, unos cincuenta kilos. Su adversario le sacaba más de una cabeza y estaba acostumbrado desde la infancia a las luchas callejeras. El efecto del puñetazo fue insignificante. Ninguno de los Siete se había peleado nunca hasta entonces, ninguno de ellos había participado siquiera en el menor altercado.

Que los Siete pelearan carecía de sentido.

Como todo el mundo, habían presenciado disputas, escaramuzas de patio de colegio; las habían observado, asombrados. La violencia, la idea misma de violencia, les resultaban ajenas; ya fuera por ingenuidad o por efecto de un desprecio total, siempre les había resultado inconcebible que pudieran ser víctimas de ellas.

Lo que ocurrió aquella noche en Central Park no fue un combate, sino una carnicería. Calibraron perfectamente su importancia, pues en ningún momento sintió pánico su cerebro. Se les quedaron grabados todos los detalles de la escena con una fría minuciosidad de clínicos. Apreciaron las señales de desamparo emitidas por los siete cuerpos de adolescentes a los que torturaban, pero una cólera colectiva los invadió ante la injusticia y la gratuidad de la agresión. Nunca perdonarían que el instante de su primera felicidad, de la felicidad esperada desde hacía tantos años, fuera mancillado, envilecido, destrozado.

Alguien debería pagar por aquello.

El puño de Lee no hizo sino rozar el rostro contrario, pero la respuesta fue infinitamente más salvaje.
«Déjate caer al suelo o te matarán»
. Lee se dejó caer y no se movió más, pese a la patadas que lo martilleaban.

Gil analizó en una centésima de segundo la situación. «Huir es la única solución. Hay una posibilidad contra cinco». Se lanzó, saltó como una liebre, pero la propia debilidad de su cuerpo lo traicionó. Al cabo de cuatro o cinco metros, fue atrapado y derribado.
«No resistas: en el suelo, ¡en estas condiciones! ¡Y no te muevas! ¡No te muevas!»

Se tendió boca abajo, se protegió la nuca con los brazos y no se movió más.

Liza gritó.

Lo hizo porque ofrecía una posibilidad, matemáticamente, pero fueron dos los que se arrojaron sobre ella. La hoja de una navaja le rozó la garganta.

—¡Cierra el pico, cerda!

Le tocaron su rubio pelo y después los pechos. No llevaba dinero encima, pero sí una sortija y un fino collar de oro. Se los quitaron. La hicieron sentarse y tumbarse y le arrancaron la ropa. El aire frío de la noche le pasó por los pechos y el vientre desnudos.

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