The Prodigies - La Noche de los Niños Prodigio (23 page)

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Authors: Bernard Lenteric

Tags: #Ciencia Ficción, Intriga

BOOK: The Prodigies - La Noche de los Niños Prodigio
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—Acerquémonos. ¡Rápido! Distancia de diez metros.

Farrar volvió a cruzar la Quinta.

Se puso a seguir la Cincuenta y Una del Oeste, en dirección a la Avenida de las Américas.

—Vamos a acercarnos más. Distancia de dos metros. ¡No lo perdáis de vista!

Farrar bordeó la fachada de la Associated Press y después la del Radio City hall.

Después desapareció.

—Nos ha despistado —dijo con calma Allenby por teléfono a Melanie—. Ha entrado en Radio City Hall al mismo tiempo que una buena parte de los seis mil espectadores. Es posible que lo haya cronometrado al segundo. En todo caso, se ha perdido entre la multitud, pese a su talla.

—Debería haber desplegado a más hombres.

—Aunque hubiera contado con cien, no habría cambiado gran cosa. Ya conoce usted el Rockefeller Center: valiéndose de los sótanos que comunican los inmuebles entre sí, debía de disponer de doscientas salidas por lo menos.

—¿Y los chicos?

—Iba contándoles historias y les compró entradas para el espectáculo. ¿No tienen nada que ver con su Fundación? Ha sabido ganarse su confianza en un instante. No es un tipo corriente.

—Gracias a Dios —replicó, sarcástica, Melanie—, su investigación no habrá sido inútil: ahora dispongo de una información capital. ¿Y dónde está ahora, en su opinión?

—Según su empleo del tiempo, que usted nos comunicó, debería estar camino de Colorado. Estamos vigilando todos los vuelos para Denver. De momento, nada.

—¿Y Boston, Washington?

—Lo mismo.

—Tiene que estar en alguna parte. Encuéntrenlo.

—Tengo equipos por todos los sitios a los que creemos que puede dirigirse. Como sabe usted, los alumnos de su Fundación están de vacaciones desde ayer. He preparado un dispositivo para vigilar a cada uno de los treinta chicos. Si Farrar intenta ponerse en contacto con uno de ellos, habríamos de enterarnos.

En principio.

2

Liza se deslizaba entre los abetos nevados, procurando rodear los huecos en los que se había acumulado la nieve. Ponía los pies exactamente donde los habría puesto en verano. Seguía un camino que conocía de memoria, por haberlo recorrido centenares de veces desde que tenía edad para caminar.

Al llegar a la cumbre de la colina y aún al abrigo de los árboles, se volvió y se llevó los gemelos a los ojos. Los troncos en primer plano desaparecieron y la granja Rainier aumentó desmesuradamente. Nada se movía en ella. Las dependencias estaban vacías. Sin embargo, del caserío seguía saliendo el humo de la chimenea y, al aguzar el oído, Liza podía oír el estéreo, que tronaba.

Los gemelos se apartaron del caserío y siguieron el trazado de la carretera que unía Duluth con Virginia. No tardó en aparecer la pequeña encrucijada, con la pista no asfaltada que conducía a Amold.

El coche verde seguía allí. Había dos hombres dentro, uno de ellos con gemelos, apuntados al caserío Rainier. Liza se rió con ganas, con sus soberbios ojos centelleantes. «Y, además, ¡deben de estar helándose!»

Reanudó la marcha, encontró el camino entre la rocas y lo siguió. Tres minutos después, desembocó en un laguito. Los
bungalows
en la orilla opuesta parecían cerrados y deshabitados. No obstante, para mayor seguridad, se mantuvo constantemente a cubierto, aunque, con toda aquella nieve que caía en gruesos copos, no corriera demasiado riesgo de ser vista.

Llegó a la cabaña.

Vio las huellas de pasos.

Al entrar, dijo:

—Debería usted haber encendido el fuego.

—No he encontrado cerillas —dijo Jimbo.

Ni siquiera se había vuelto. Estaba contemplando el lago helado por la única ventana, una abertura estrecha con cristal doble y protegido con una mosquitera.

Liza se quitó el anorak forrado y las manoplas. Las cerillas estaban en una caja con el rótulo «Sal», en la repisa de la chimenea. Se puso a arrancar las páginas de un catálogo viejo de Sears & Roebuck, metió el papel en la estufa y en la chimenea y, por encima, puso ramitas. El fuego prendió inmediatamente.

—Enseguida va a calentar. Mi padre fabrica cabañas muy herméticas. Ha construido decenas de ellas, en toda la región.

Añadió leña por un lado y carbón por el otro.

—Seguramente es lo que hace mejor. Puedo hacer café, si quiere. Debe usted de estar helado después de esa larga marcha por la nieve. ¿Ha encontrado fácilmente la cabaña?

Jimbo se volvió y asintió. Tras permanecer un instante inmóvil, se quitó, también él, su grueso chaquetón forrado de piel de oveja y se sentó en una de las dos banquetas. Bebieron el café en silencio. Liza dijo:

—Hay dos hombres en un coche verde. Han llegado poco después de que se marcharan mis padres. Según decían, se habían perdido. Desde entonces están esperando en la encrucijada de la pista de Arnold. Están vigilando el caserío. No me han visto partir.

Una pausa. Después, con toda naturalidad, añadió:

—Me gustaría saber por qué me vigilan. Es curioso, ¿no le parece?

Jimbo la miró sin responder.

—Mis padres han ido a Duluth y no volverán hasta las cuatro. Acababan de marcharse cuando ha telefoneado usted. ¿Lo ha hecho a propósito o ha sido casualidad?

Él se encogió de hombros.

Ella se quitó uno de los dos jerséis que llevaba puestos y fue a sentarse junto a él. El aire en la cabañita estaba empezando a calentarse.

—Es raro que un profesor se tome la molestia de venir hasta Minnesota para visitar a una de sus antiguas alumnas y, además, durante las vacaciones.

Jimbo separó las manos y volvió a juntarlas, con los dedos pegados unos a otros. Inspiró profundamente:

—Durante diez años, vine a Duluth todas las primaveras.

Silencio.

—¿Y para qué? —preguntó Liza.

Jimbo movió la cabeza.

—De acuerdo —dijo—, de acuerdo. También intenté hablar con Sammy, en Harvard. Supongo que te lo habrá contado. También aparentó no comprender. Era el día en que murieron Oesterlé y Jenkins.

—¿Más café?

—No.

Ella fue a añadir leña en el hogar y carbón en la estufa.

—De todos modos, nadie quería a Oesterlé —dijo.

—Sin mí —dijo Jimbo recalcando las palabras—, ni siquiera existiríais. Estaríais solos. Yo os junté.

Ella inclinó con gracia la cabeza y su rubio pelo imitó un baile:

—¿Se refiere usted a los treinta alumnos de la Fundación?

—Me refiero a los Siete —respondió Jimbo con paciencia.

Ella lo miraba fijamente con sus ojos verdes y expresión de gran asombro.

—La verdad es que es usted extraño.

Acabó bajando la mirada y contempló las manos de Jimbo:

—Tiene usted unas manos preciosas. Todas las chicas están loquitas por usted, en el colegio: no sólo por sus manos, sino también por sus amables ojos azules. Ni siquiera con Paul Newman hay color: hace muchísimo que está usted el primero del
hit-parade
.

Ella avanzó y lo besó en los labios, sin que él reaccionara. Ella se alejó para añadir una nueva palada de carbón a la estufa. El aire en la cabaña era ya cálido y agradable.

—Escúchame —dijo Jimbo—. Lo peor es lo que hicisteis a Emerson Thwaites. Espero que no intentarais matarlo; espero que muriera de muerte natural, cuando vio lo que habíais hecho con su colección. Deseo creerlo.

Ella estaba revolviendo en la estufa con un atizador sin parecer oírlo.

—Tengo que creerlo, Liza.

Reclinó la nuca contra la pared de madera calafateada con espuma.

—Sé que no vais a responderme, pero yo…

Se interrumpió. Liza ya estaba quitándose su segundo jersey. El gesto que hizo para desvestirse tenía una gracia infinita. Se inclinó sobre la boca abierta de la estufa y se calentó los pechos por encima del fuego que estaba enrojeciendo.

—Liza…

Ella se volvió por fin y lo miró de frente, con su rubio pelo teñido de rojo por el resplandor de la estufa. Se acercó, tomó la cabeza de Jimbo entre sus dedos y llevó su cara contra sus pechos:

—Mire, están muy calientes.

Él se desasió con la misma dulzura.

—No queréis responderme…

Ella se quitó la botas de esquiar, se aflojó el vaquero y dejó caer las bragas.

—Esperaba que viniera usted —dijo ella— y, cuando ha telefoneado, en el preciso instante en que he reconocido su voz, he sabido que íbamos a hacer el amor.

Cogió las manos de Jimbo y las levantó y se las colocó en torno a sus caderas desnudas.

—Siempre lo he deseado: desde la primera vez en que lo vi.

—¿Cuando acudía todas las primaveras?

Ella dijo que no con la cabeza, como si se tratara de la pregunta de un niño. Se deslizó entre sus manos y fue a sentarse en sus rodillas.

—No tema, no soy virgen y no va a venir nadie. Con la nieve que cae, no se puede ver el humo que sale de la chimenea.

Lo besó y aquella vez lo obligó a abrir los labios. Lo tocó con su ardiente lengua:

—Hagamos el amor. Entre dentro de mí.

—¿Y responderás a mis preguntas?

Ella lo acariciaba, lo besaba. Se apartó lo justo para mirarlo sonriendo:

—Ande, no busque pretextos, Jimbo Farrar. Hagamos el amor simplemente porque usted lo desea, esa razón basta. Su mujer es muy hermosa y usted la ama, pero usted me desea a mí. Siempre lo he sabido. Siempre adivino lo que la gente piensa, nunca me equivoco.

Unos segundos de inmovilidad y silencio y después las inmensas manos se movieron, muy despacio.

Una detrás de la nuca, otra por el lomo. La levantó como una niña y la tumbó.

Y era cierto que su cuerpo estaba caliente.

Ella preguntó:

—¿Dónde ha dejado el coche?

Él le indicó el lugar. Ella asintió:

—Podrá partir sin dificultad, pese a esta nieve que no para: no quedará bloqueado.

Una pausa.

—Y los hombres del coche verde no lo verán marcharse, del mismo modo que no lo han visto llegar. Es a usted al que vigilan. Yo no soy bastante importante. ¿Es usted un espía tal vez? O, si no, tal vez sea su mujer la que ha encargado que lo sigan…

Se puso el segundo jersey.

—Quiero una respuesta, Liza.

—No irá a empezar otra vez, ¿eh?…

Le ofreció otra taza de café ardiente, que él rechazó.

—Está usted irritado conmigo y con usted mismo, ahora —dijo ella con la mayor calma—. Es una reacción normal.

—¿Hasta dónde vais a llegar?

Ella hundió la nariz en la taza, la dejó y entornó los ojos:

—Mire, yo soy de una inteligencia excepcional.

—Ya lo sé.

—Pero no es excepcional ser excepcional en el colegio Killian.

Una pausa.

—¿Y dice usted que eligió a siete de nosotros y fue a verlos crecer año tras año, durante diez años?

Él esperaba.

—Yo lo vi por primera vez en Nueva York, en el Waldorf Astoria, en el mes de mayo: nunca antes.

Una pausa. La agudeza de los ojos verdes era en aquel momento casi incómoda.

—¿Y se ocupó de la creación de esa fundación con el único fin de reunir a esos siete niños a los que había elegido?

Una pausa.

—¿Pensando que algo iba a nacer de esa reunión?

—Tal vez —dijo por fin Jimbo, con un nudo en la garganta—. Ignoraba lo que iba a ocurrir.

Ella le sonrió:

—¿No se le ha ocurrido nunca la idea de que podría haberlo inventado todo? Creo que se llama una transferencia.

Se puso el anorak.

—Recuerdo las clases de Historia que nos dio el Sr. Thwaites, que ha muerto de un ataque al corazón. Una mañana, sin motivo aparente, se puso a hablarnos de la adolescencia. Nos hizo todo un discurso sobre Savonarola, Mao, las Brigadas Rojas, Baader. Era curioso, tuvimos la sensación de que quería hacernos comprender algo. No sé qué, pese a ser muy inteligente. Sobre todo me llamó la atención una expresión que repitió varias veces. Lo llamaba la «sombría fiebre de la adolescencia». Según él, se caracteriza por una cólera o por el asco. Con dos soluciones posibles: o se mata o se sueña con destruir el mundo entero, porque está completamente podrido y no hay en verdad nada que esperar de él.

Se puso las manoplas.

—También según el Sr. Thwaites, llega un momento en que la fiebre se acaba. Llamaba ese momento «caer en la edad adulta».

Nueva sonrisa:

—Una teoría extraña, ¿eh?, pero era muv inteligente y un gran historiador, ¿no?

—Sí —dijo Jimbo.

Por primera vez en su vida, había llegado a los límites de su inteligencia. Se levantó, inmenso y desarmado.

—¡Qué alto es usted! —dijo Liza. Mi padre mide un metro noventa y cinco y no toca el techo con la cabeza. Usted, sí. Ahora tengo que irme. Mis padres se preocuparían, si no me encontraran en casa a su regreso.

Dio dos pasos hacia la puerta, pero Jimbo no se movió y le cerró el paso.

—No sé si habéis matado a Emerson Thwaites ni si habéis asesinado a Oesterlé y a Jenkins, pero no vayáis más lejos. Yo os creé y debo poder destruiros o lo intentaré.

Ella le acarició la mejilla con la mano, como si hubiera sido ella la adulta y él el niño.

—La verdad es que es usted extraño y tal vez un poco loco incluso. No ha cesado de decir cosas extraordinarias…

Se puso de puntillas para besarlo una última vez, pero no llegó.

—De todos modos, estoy contenta de que haya venido, señor Farrar, pero no vuelva, por favor.

Lo empujó muy ligeramente y él se apartó. Ella se tapó la cabeza con la capucha forrada del anorak, abrió la puerta y la nieve remolineante se coló. En el umbral, añadió:

—Nada le ocurrirá, señor Farrar. Se lo prometo.

Volvió a detenerse, esa vez sin volverse:

—Naturalmente, me refiero a los problemas que podría tener, si se supiese lo que ha hecho conmigo. Soy menor de edad. Ni siquiera tengo dieciséis años. Por la estufa no se preocupe. Deje que el fuego se apague por sí solo, señor Farrar.

Tenía razón, al menos sobre lo del coche: pese a la nieve que seguía cayendo con gruesos copos, pudo salir fácilmente. Volvió a Duluth y después a Nueva York.

Los hombres de Allenby, que no habían cesado de vigilar los alrededores del Rockefeller Center, localizaron a Jimbo en la calle Cincuenta y Tres del Oeste. Notaron que, pese al frío, sólo llevaba un chaquetón de
tweed
con refuerzos de cuero en los codos y un jersey de cuello alto y negro. Lo vieron entrar en el Hilton.

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