The Prodigies - La Noche de los Niños Prodigio (22 page)

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Authors: Bernard Lenteric

Tags: #Ciencia Ficción, Intriga

BOOK: The Prodigies - La Noche de los Niños Prodigio
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—¡Dios tenga piedad de nosotros! —dijo Ann—. Emerson me contó otra cosa. Me habló de tu violencia cuando eras niño y de lo que hiciste a los soldados, pero tal vez exagerara.

—No exageraba.

—¿De verdad le destrozaste su colección, cuando tenías doce años?

—Sí.

Ann no pudo por menos de añadir:

—Y esta vez la colección ha quedado pulverizada. Con una diferencia: Emerson ha resultado muerto, tal vez asesinado incluso. Si yo fuera un genio, encontraría sin lugar a dudas un medio para matar a las personas aparentando que han fallecido de muerte natural.

Silencio.

—Yo estaba en Washington.

Silencio de nuevo. Jimbo, que seguía de pie e inmóvil, dijo con voz apenas audible:

—No me dejes, Ann.

Ella ni siquiera lograba llorar.

—Ann, te lo suplico, no me abandones. Te lo suplico.

Después de un largo rato, muy largo, sin mirarlo, se levantó, cruzó el parque y toda la longitud del Museo de los Niños. Montó en el taxi y se sentó.

No volvió la cabeza cuando él se reunió con ella.

Siguieron uno junto al otro el entierro de Emerson Thwaites, perdidos en una multitud inmensa. Al final de la ceremonia, Ann dijo a Jimbo que primero iba a volver a Colorado y después reflexionar: hasta las vacaciones de Navidad. Después, se iría a Inglaterra, con los niños, puesto que, de todos modos, él no estaba en casa prácticamente nunca.

17

Melanie dictó otras tres cartas y después preguntó:

—¿Cuánto tiempo me queda?

Ya faltaba poco para el despegue del Concorde.

—¿Está aquí Allenby?

Estaba esperando en un salón contiguo.

—Hágalo entrar y vaya a esperarme al avión, Ginny.

Cuando su secretaria hubo salido, dijo a Allenby, que tenía unos cuarenta y cinco años, una gran nariz y veinte años de servicios secretos antes de fundar su propia agencia:

—Una advertencia, Allenby: sé que es usted discreto, quiero que lo sea más que nunca. No bromeo. Como algún día alguien se entere de la investigación que voy a encargarle, velaré personalmente por que reciba usted en la jeta toda clase de marrones, sea cual fuere el precio que me haya de costar.

Allenby asintió sonriendo. Apenas podía hacer otra cosa. Melanie prosiguió:

—James David Farrar, apodado Jimbo, un grandullón enorme con ojos tiernos, uno de los vicepresidentes ejecutivos de mi sociedad: más inteligente que usted y yo juntos. Sobre todo no se fíe de su apariencia de dulce soñador: piensa a una velocidad fulgurante y lo localizará a usted a dieciocho kilómetros a la redonda. Quiero saber la verdad sobre él. Tres posibilidades: o es un loco asesino con una capacidad diabólica o totalmente inocente y soy yo la que está chalada o es víctima de algo que lo supera. En este último caso, podría tratarse de los Jóvenes Genios. ¿Ha oído usted hablar de la Fundación Killian? Bien. Vigílemelo, con las precauciones más extremas. Emplee a mil hombres, si es necesario. En informática, Jimbo Farrar es un puro genio y lo necesito y nuestro país también,
God bless America!
Si ha matado a algunas personas, en última instancia me trae sin cuidado, pero necesito saberlo. Hurgue en su pasado y su presente, apáñeselas. Su presente son las muertes de Oesterlé, Jenkins y Thwaites; mire los expedientes de la policía.

Sacó un sobre de su bolso y se lo entregó:

—Le he resumido mis ideas al respecto. En cuanto a la financiación, todo está dispuesto, como en el caso anterior, créditos ilimitados, dentro de límites razonables.

Llamaron.

—Sí —dijo Melanie.

La secretaria asomó la cabeza.

—El avión.

—Ya voy.

Volvió a cerrarse la puerta.

—Dos detalles más, Allenby. Uno: me informará sólo a mí, personalmente. No venga nunca a verme: el código telefónico habitual.

Melanie se puso los guantes, recogió el bolso y el abrigo. Después añadió:

—Segundo detalle: hay una persona, entre otras, que no debe saber nada; es Ann Farrar, la mujer de Jimbo. ¡Suerte!

Partió hacia su avión. Allenby se sentó, leyó tranquilamente los documentos que acababa de recibir, se aprendió de memoria lo esencial de ellos, codificó algunos nombres en su cuaderno y después, tras haberlos quemado, voló a Boston.

HECATOMBE
1

Diez años antes, Emerson Thwaites había hecho un testamento en el que dejaba a Jimbo y a sus hijos todos sus bienes, entre ellos la casa de Marlborough Street.

El día siguiente al de las exequias de Thwaites, Doug Mackenzie telefoneó a Jimbo:

—Creía que estaba usted en Colorado, pero Tom Wagenknecht me ha informado de que estaba en Boston.

—Tengo que poner en orden los asuntos de mi ex padrastro. ¿Dough? Me gustaría hablar con usted, pero no por teléfono.

Quedaron en reunirse el día siguiente en Nueva York, en las oficinas de Killian.

Jimbo recorrió a grandes pasos las salas de la planta baja. En las paredes faltaban un cuadrito de la escuela de Vasari, que representaba una justa ecuestre en la plaza de la Santa Cruz de Florencia, y dos dibujos admirables, uno de Durero y otro de Miguel Ángel.

Jimbo entró en el saloncito en el que Thwaites acostumbraba a trabajar. Se sentó detrás del escritorio. Frente a él, en un pedestal de mármol negro, Nicolás Maquiavelo lo miraba fijamente con sus ojos de zorro.

—¿Señor Farrar?

La huesuda y cuadrada silueta de Mattie Lindholm la Estranguladora acababa de aparecer en el umbral.

—Todo está en orden —dijo Mattie con su áspera voz—, salvo el segundo piso. No he tocado nada en él, porque me había dicho usted que no lo hiciera.

—Ha hecho usted bien —dijo amablemente Jimbo.

—Ha llegado un paquete para usted. Alguien lo ha dejado delante de la puerta, porque no cabía en el buzón. No he visto quién era.

Ella avanzó unos pasos y dejó sobre la mesa un paquete rectangular envuelto en papel de estraza. En letras mayúsculas: SR. J.D. FARRAR. ASUNTO PERSONAL. Nada más.

Jimbo no lo tocó, pero dijo:

—Mattie, he tomado una decisión que la afecta a usted. Seguirá usted ocupándose de esta casa. Usted misma decidirá al respecto. En cualquier caso, recibirá usted su sueldo de por vida.

Una pausa. El rostro groseramente tallado de la Estranguladora se contrajo de repente.

—¡Dios lo bendiga! —dijo con voz ronca.

—¡Dios la oiga! —dijo Jimbo, con sus azules ojos clavados en los de Nicolás Maquiavelo.

La cabeza de bronce estaba colocada de tal modo, que la habitación parecía organizada en torno a ella.

—Me gustaría no abandonar la casa —añadió Mattie—. He vivido en ella treinta y tres años.

Jimbo accedió. Mattie se alejó, Jimbo abrió el paquete, sabiendo de antemano lo que contenía: el dibujo de Durero, el de Miguel Ángel y el cuadrito de la escuela de Vasari. Era lógico.

Y, junto con esas tres piezas, una cuarta, un maravilloso marco de oro finamente cincelado, en el que se encontraba el retrato de Mary Farrar-Thwaites, madre de Jimbo y esposa de Emerson. No había sido extraordinariamente hermosa, pero su encanto esencial había estribado en unos admirables ojos de un azul claro y expresión soñadora y enigmática.

Jimbo colocó, unos junto a otros, los cuatro objetos en el escritorio. Hizo una señal a la cabeza de Nicolás Maquiavelo.

Los informes de los agentes de Allenby relataron lo siguiente:

El sujeto ha pasado la mayor parte del tiempo en la casa de Marlborough Street, en la que también se encontraba Mathilda Lindholm, la antigua gobernanta de Thwaites, que sigue desempañando sus funciones.

Se adjunta una grabación sonora de su conversación. Además, el sujeto ha donado a Mathilda Lindholm apartamentos en el barrio de Roxbury de Boston de un valor aproximado de 75.000 dólares.

Donación que sumar a la solicitud formulada por el sujeto al bufete Matheson & Ross, procuradores de Boston. El sujeto aborda las condiciones en las que se podría liquidar toda la cartera de valores de Bolsa y entregar el producto de la venta al Fondo de las Naciones Unidas para la Infancia. Se adjunta la grabación sonora.

A las dos y tres de la tarde, un joven en bicicleta ha dejado un paquete delante de la puerta de la casa. Se le han seguido los pasos inmediatamente después de su marcha, pero ha habido que interrumpir el seguimiento, sin que sea posible determinar si el muchacho ha escapado voluntariamente o no a la vigilancia. Se adjunta la descripción del muchacho.

La señora Lindholm ha sido quien ha encontrado el paquete y lo ha entregado al sujeto. Éste no ha hecho comentario audible alguno sobre la naturaleza del paquete.

El sujeto ha recibido y ha hecho varias llamadas de teléfono, esencialmente de carácter profesional y relacionadas con el centro de investigaciones de Colorado. Se adjuntan la lista y la transcripción íntegras de todas las comunicaciones.

Nótese: no ha habido llamada alguna de la mujer del sujeto, a quien éste tampoco ha intentado llamar, contrariamente a su costumbre.

Después de su conversación con Mackenzie, el sujeto ha tomado esta mañana el avión de las 7.04 horas para Nueva York.

Dough Mackenzie movió la cabeza:

—Es extraordinariamente delicado, Jimbo.

Se removió en su asiento. Era un hombre de unos cincuenta años, elegante, con el pelo plateado y la piel bronceada de los jugadores de golf.

—Muy delicado. Ya conoce usted a Melanie.

Se puso a hablar de sí mismo. De sus comienzos en Killian veinticinco años antes, como vendedor de puerta en puerta, para intentar encolomar aquellas puñeteras maletas con las que había hecho su primera fortuna el viejo Killian. Había trabajado en ello como un animal, se había casado tres veces, entre dos citas de negocios, no recordaba todos los días el nombre de pila de las mujeres con las que se había casado, había ascendido, lenta y progresivamente, conquistando cada ascenso con el máximo empeño. El golf era su único ocio y aún era un verdadero milagro que pudiese llegar hasta el decimoctavo hoyo…

—El teléfono suele sonar cuando me dispongo a tirar al quinto y oigo la voz de Melanie que me pregunta qué coño hago vagando por el campo raso y con calcetines bicolores, en lugar de ocuparme de esas maletas de mierda. Y durante ese tiempo…

Durante ese tiempo, él, Jimbo, a su vez, se paseaba despreocupadamente, desaparecía dos o tres días sin motivo, jugaba con los trenes eléctricos como todo genio que se respete, porque Melanie lo aprecia a él, Jimbo, indispensable, sobre todo si se tienen en cuenta las enormes inversiones hechas por Killian en la esfera de la informática, y era a él, Mackenzie, a quien llamaban sin cesar, el Pentágono, los californianos, los de Nueva York y de Chicago, la NASA, Dios sabe quién más, todos para afirmar que Farrar es genial, está claro. ¿Y sabía Jimbo por qué era a él, Mackenzie, a quien llamaban siempre?


Yep.

—Porque yo estoy al pie del cañón, mientras usted juega con los trenes eléctricos y Melanie se pasea por Europa. Yo me quedo aquí y sigo ocupándome de esas puñeteras maletas de los cojones, cuya venta lo paga todo, incluido su puñetero ordenador Fozzy.

Jimbo sonrió:

—Ya sé lo que va usted a decir ahora, Doug.

—La verdad es que no puedo tragarlo a usted, Jimbo.

—Ya sabía yo que iba usted a decir eso.

—Y ahora viene usted a verme y a pedirme que lo ayude a convencer a Melanie para que mande a tomar por saco todo ese asunto de la Fundación, por una parte, y, por otra, ponga fin a nuestro contrato con el Departamento de Defensa, porque le parece inmoral que Fozzy fabrique armas.

Jimbo apartó los pies del plano del escritorio y se levantó.

—En los dos casos, ¡prefiero palmarla, Jimbo! —dijo Mackenzie—. No sé gran cosa del proyecto Roarke; sólo Melanie y usted…

—Olvida usted a Sonnerfeld y Wagenknecht.

—De acuerdo. Yo no sé gran cosa del proyecto, salvo que va a reportarnos diez o quince millones de dólares en un primer momento y después más. Con eso me basta. No lo ayudaré a convencer a Melanie, seguiré haciendo lo que ella me diga que haga.

Jimbo sonrió:

—Gracias, de todos modos.

Fuera del despacho de Mackenzie, estuvo charlando con una secretaria y se marchó: salió a Park Avenue. El tiempo estaba frío, pero hermoso, en Nueva York, en aquel 21 de diciembre, un poco después de las nueve de la mañana.

En cuanto apareció, los ocho agentes de Allenby —cinco hombres y tres mujeres— se desplegaron. Algunos llevaban un
walkman
; otros, aparatos con transistores, colgados al hombro. Todos recibieron la voz de Allenby:

—Guardemos las distancias.

El propio Allenby se encontraba a cien metros de allí, en la parte trasera de una ambulancia con cristales ahumados. Enfocó con sus gemelos a Farrar, que caminaba hacia el Sur. Pasaron dos minutos. Después una voz en el auricular de Allenby:

—Un grupo de chiquillos en la Cincuenta y Tres.

«Tal vez tenga algo que ver con los Jóvenes Genios», había dicho Melanie Killian y los Jóvenes Genios estaban, desde la víspera, de vacaciones, cosa que no facilitaba su vigilancia.

—Atención a esos chicos —se apresuró a decir Allenby, movido exclusivamente por su instinto.

Habría desconfiado de sus propios hijos.

Farrar seguía enfocado por sus gemelos. Farrar y los chicos iban a cruzarse fatalmente.

Se cruzaron. Resultó clarísimo que se entabló una conversación entre ellos; el gigante hablaba sonriendo y los adolescentes le devolvían la sonrisa.

—Fotos de esos chavales —ordenó Allenby.

Tal vez hubiera entre ellos uno de los alumnos de la Fundación.

Pasó un minuto. Seguían hablando —riendo en aquel momento— en la acera de Park Avenue.

—Vuelven a ponerse en marcha: juntos.

«Farrar nos está preparando una trampa para gilipollas», pensó Allenby, con absoluta certeza.

Farrar cruzó Park Avenue a la altura del Racquet & Tennis Club, se internó por la Cincuenta y Dos, todavía en medio del grupo de adolescentes: Gulliver de paseo con sus amiguitos de Lilliput. Y todos se reían con ganas. «Si me estuvieran tomando el pelo, no me extrañaría precisamente», pensó Allenby, casi divertido.

Farrar cruzó Madison Avenue y acabó desembocando en la Quinta, derecho hacia el Rockefeller Center. Los chicos seguían a su lado, muertos de risa. Muy tranquilamente, Allenby juró: seguir a alguien en Manhattan y sobre todo en los alrededores del Rockefeller Center, era sin duda alguna lo que más detestaba, junto con el
pudding
de Yorkshire. Ordenó:

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