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Authors: Bernard Lenteric

Tags: #Ciencia Ficción, Intriga

The Prodigies - La Noche de los Niños Prodigio (29 page)

BOOK: The Prodigies - La Noche de los Niños Prodigio
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Ann tomó la tercera carta. Ni un segundo dudó de su autenticidad. Aquel mensaje que llegaba de más allá de la muerte la inquietó.

Abrió el sobre. Emerson Thwaites escribía:

Mi queridísima Ann, he vacilado mucho a la hora de enviarle esta carta. La sensación de traicionar a Jimbo me ha retenido, pero debo hacerla compartir mi estado de ánimo actual.

Al regreso de Colorado, tengo, desde hace una hora, la prueba de que ninguna de mis sospechas estaba fundada. Puedo explicar ciertas rarezas del comportamiento de los Jóvenes Genios, lo que pone fin a mis absurdas elucubraciones sobre el estado mental de Jimbo. Jimbo está —loado sea el Cielo— de lo más sano mentalmente.

Está ejecutando una misión especial, por cuenta del Gobierno. No he conseguido saber más por teléfono, pero me imagino que ese trabajo le hace correr riesgos considerables.

Ahora ya veo claramente su actitud y, Dios me perdone, me avergüenzo de las dudas que he abrigado sobre él. Ahora comprendo su férrea obstinación en no responder a todas las preguntas que le hice. Con su silencio quiere simplemente protegernos. Cuanto menos sepamos, menos riesgos correremos.

No cabe duda de que hará todo lo posible para no mezclarla a usted, a quien ama por encima de todo, con su solitaria y silenáosa lucha.

No hay nadie en el mundo a quien yo quiera más que a ustedes dos. Rezo por Jimbo, rezo por que Dios lo asista en su soledad.

El viernes 7 de noviembre, Ellen Bowles había recibido la llamada de teléfono hecha por «uno de los pasantes del bufete Matheson & Ross» hacia las cinco de la tarde.

La carta anunciada por dicha llamada llegó unos segundos antes de las seis. Se la llevó un muchacho que no parecía tener más de quince o dieciséis años y cuyas gorras de béisbol y gafas ocupaban las tres cuartas partes de su cara.

Bowles leyó las escasas líneas redactadas por Henry Ross y dirigidas a ella. Pensó: las órdenes de Melanie Killian eran no revelar a nadie —«ni siquiera a su marido»— la dirección de Ann Farrar en Londres.

Pero conocía la reputación del bufete Matheson & Ross.

Aun así, vaciló. Podía intentar ponerse en contacto con Melanie (que en aquel mismo instante se encontraba en un avión entre Río y Brasilia), pero, aparte de que a Melanie la incomodaba particularmente que se la molestara en relación con asuntos de poca importancia, Bowles no vio motivos para que una simple carta de un bufete respetable debiera pasar por los rayos X.

De todos modos, se tomó la molestia de ponerse en contacto con Henry Ross, pero ya eran más de las seis y sólo respondió un contestador que la informó de que el bufete estaba cerrado hasta el lunes por la mañana. Dejó un mensaje, en el que rogaba al Sr. Henry Ross que la llamara personalmente, en cuanto llegase, en la mañana del lunes 10.

Tras lo cual, impresionada por la mención
Personal y muy urgente
, envió la carta por mensajería urgente.

Transcurrió el fin de semana.

El lunes 10, un poco después de las diez —en realidad, por el desfase horario, las tres de la tarde en Londres— llamó Ross. Escuchó lo que Bowles le decía.

Se apresuró a interrumpirla.

—Perdone, pero, ¿de qué carta me habla? Yo no he encontrado carta alguna sellada entre los papeles del difunto Sr. Thwaites, ¡y en mi vida he escrito a la Sra. Farrar!

A partir de aquel segundo, Bowles sintió pánico.

Ann releyó la carta de Emerson Thwaites.

Al menos la que creía ser de Emerson Thwaites.

Melanie había dicho a Jimbo: «Cuando Ann se entere de que la has alejado voluntariamente de ti con el único fin de protegerla, se volverá loca de rabia».

Pero la rabia que sintió Ann iba dirigida contra sí misma: «¡Y lo he dejado solo! ¡Lo he dejado solo!»

A partir de aquel momento no pensó en otra cosa que en reunirse con Jimbo, hablarle y pedirle perdón.

¿Llamar a Ellen Bowles? Pero, aunque ya eran las ocho en Londres, en la costa oriental de los Estados Unidos sólo eran las tres de la mañana de aquel lunes 10 de enero.

«Y, además, seguramente tiene órdenes de impedirme ponerme en contacto con Jimbo».

Desde ese instante, adivinó la connivencia entre Melanie y Jimbo, aliados los dos para apartarla del campo de batalla.

Entonces decidió actuar sola y rodeándose de las mayores precauciones.

Primero, substraerse a una posible vigilancia por parte de policías enviados por Melanie. «¡Para protegerme!» Esa sola palabra la ponía furiosa.

Además, huir de ese «peligro considerable» del que hablaba Thwaites en su carta.

Pese a su cólera y su pena, conservó la suficiente sangre fría para maquinar un plan que le permitiera escapar.

Entonces fue cuando pensó en La Désirade.

En Londres, en la bella casa de Chelsea, empezó haciendo unas llamadas de teléfono. Después se vistió para salir y dijo que estaría ausente toda la mañana y que tal vez almorzara fuera incluso. Tomó su talonario de cheques, su pasaporte, sus tarjetas de crédito, y el máximo de dinero líquido que pudo encontrar. Un taxi la dejó en Selfridge’s, en Oxford Street.

Y en aquel momento observó a los dos hombres que la seguían. Debieron de perder terreno cuando se dirigió a la sección de lencería femenina y se les esfumó cuando entró en los servicios de señoras…

Volvió a salir por Somerset Street. Un taxi la llevó al viejo aeropuerto de Croydon. El avión que había alquilado por teléfono estaba esperándola, un Hawker-Siddeley, que la transportó hasta Dublín: justo a tiempo para montar en el 747 de la Panam con destino a Montreal.

Desde Montreal, envió los telegramas a Jimbo. Cuatro telegramas en total, en vista de que no sabía dónde se encontraba: uno a la casa de Manitou, otro a la atención de Ellen Bowles o Ginny De Bourg, un tercero al centro de investigaciones Killian en Colorado Springs y el cuarto a Boston, a Marlborough Street.

En realidad, no los envió personalmente: se lo encargó a una de las azafatas del aeropuerto, justo antes de embarcar en su tercer avión de aquel día; «Pero no quisiera que saliesen enseguida. Dentro de dos horas solamente. Es una broma para mi marido. ¿Me lo jura?» La azafata, un poco extrañada, asintió.

El único interés de Ann era el de que nadie interviniera para impedirle reunirse con Jimbo.

En los cuatro casos, el texto de los telegramas era el mismo:
La Désirade

Te quiero

Te espero
.

Se remontaba a su viaje de novios. Había preguntado a Jimbo: «¿Puedo elegir el lugar al que iremos?» — «Con tal de que haya una gran cama», había respondido apaciblemente Jimbo. Ella le había dicho adónde quería ir. Jimbo dijo, estupefacto: «
God gracious
, ¿qué es eso?» Ella le había explicado que era una muy pequeña isla de las Antillas francesas, frente a las costas de la Guadalupe y que no, nunca había oído hablar de ella, pero que sería, seguro, muy bella, soleada como para vivir desnudo, con multitud de corales colorados y cubierta de cocoteros acogedores y que su nombre le encantaba: La Désirade.

Desde Denver, hicieron escala en Nueva York y esperaron horas en aquella asquerosidad de Kennedy Airport, por culpa de una niebla de antología que impedía al avión de Air France despegar hacia las Antillas.

Entonces le había hablado de la casa del primo del tío Harold.

En aquel momento iba al volante del coche alquilado en el aeropuerto de Concord (Vermont). Salió de la autopista y se internó por la 133, después de Ipswich. Poco después apareció a la izquierda la carretera empedrada. Ann se internó por ella y no tardó en llegar a la pista de tierra. Hacia ya un buen rato que no se veían casas ni nada: el fin del mundo. Pasó por delante de la cascada. Un arrendajo pasó como una centella, rozando su parabrisas. Ella bajó el cristal y el aire del mar le azotó la cara.

Después de otros diez minutos por aquella pista llena de baches, apareció la casa, situada sobre las rocas negras como un navío encallado. Detuvo el coche. Las llaves estaban en la puerta y también una nota del viejo Dwyer, al que había sacado de la cama a las tres de la mañana: las ocho en Londres. El viejo Dwyer decía simplemente: «Todo está listo, como la primera vez». Y, en efecto, al entrar, encontró las lámparas de petróleo listas, la chimenea preparada para encender el fuego, las pieles desplegadas y, en la cocina, «como la primera vez», sesenta y ocho latas de sopa de bogavante
Châlet Suzanne
y nueve decenas de la «auténtica sopa de almejas de Nueva Inglaterra».

Volvió a salir para contemplar el océano gris y frío, el cielo bajo y violáceo, hinchado de nubes, y el viento: como la primera vez. Ann oyó la voz de Jimbo: «Corales colorados cubiertos de cocoteros acogedores, ¿eh?» Se habían mirado y habían dicho juntos: «¡La Désirade!» Y, acto seguido, una carcajada monumental, que había acabado en plena ternura, sobre las pieles de oso, delante del fuego de altas llamas. Había llovido durante dos días, sin un segundo de descanso. No habían podido prácticamente asomar la nariz afuera haciendo payasadas con sus pareos supuestamente caribeños, con los dientes castañeteándoles, pero gritando de risa cada vez que uno o el otro decía: «¡La Désirade!»

De vuelta en Colorado, habían inventado historias extravagantes sobre su estancia en las islas, primero por juego, sin revelar a nadie adónde habían ido de verdad. Habían pasado los años y habían callado, esa vez en serio. «La Désirade» había pasado a ser un código y su jardín secreto: un nombre que significaba por sí solo «Jimbo ama a Ann, quien ama a Jimbo».

Encendió el fuego.

Los telegramas ya debían de haber llegado. Nadie entendería su sentido, aparte de Jimbo.

Salvo si Jimbo, con su manía, se lo había contado a Fozzy.

Pero Fozzy no era una persona.

Se ovilló delante del fuego, mientras escuchaba el absoluto silencio. Se puso a esperar; esperaría días, si fuera necesario. «Ann ama a Jimbo, quien ama a Ann».

Letanía.

E hizo exactamente, punto por punto, lo que Ellos habían previsto que haría.

8

Los telegramas habían llegado.

—Quiero hablar con usted —dijo la voz de Allenby.

—¿Fozzy? Control de entrada.

—Visto, chaval.

Se encendió una pantalla y envió la imagen de Allenby, solo, que esperaba fuera, delante de la puerta blindada, en el pasillo de acceso a la sala.

—Ábrele, Fozzy.

La puerta se abrió y Allenby entró. También él tenía una copia de los telegramas en las manos. Dijo:

—Los mandó desde Montreal. Podemos enterarnos rápidamente de adónde ha ido.

Silencio.

Al principio Jimbo no se movió. Después se volvió despacio y respondió con voz calmada:

—Si lo hace, lo mato.

Llamó a Melanie.

—Melanie, quiero que Allenby se vaya, él y todos sus hombres. Quiero que me dejen solo.

—Tú tal vez estés chalado, pero yo, no. Jimbo, es una locura.

Jimbo cerró los ojos y nunca su voz había sido más dulce:

—La vida de Ann está en juego, Melanie.

—Jimbo…

—Di a Allenby que retire a su tropa y se marche a Alaska.

—No.

Una pausa.

—Jimbo, si tú crees que Allenby no está a la altura, voy a recurrir al FBI, a los Marines, a quien sea, pero la solución es la policía.

—Un momento, por favor —dijo con calma Jimbo.

Se volvió hacia Allenby:

—Sentiría de verdad un placer inmenso, si usted se largara. Fozzy, ábrele la puerta y vuelve a cerrarla tras él.

Allenby salió.

—Melanie, los Siete han hecho volver a Ann, con esa supuesta carta de Emerson. Es culpa mía, debería haberlo pensado. ¿Y crees que bastaría enviar a unos polis para arreglarlo todo? Evidentemente, ellos han pensado que podríamos hacerlo. Hagámoslo y nos encontraremos a Ann muerta y, si le ocurre algo a Ann, yo me volveré loco de verdad esta vez: destruiré a Fozzy, lo romperé todo, haré saltar esta puta Fundación y a ti con ella. Melanie, presta mucha atención. Los Siete han pensado en todo, lo han previsto todo. Me han cogido a Ann y quieren que vaya allí, solo…

—¿Dónde es, Jimbo?

—E iré solo, sin la sombra de un solo poli en mis talones, ni de cerca ni de lejos. Como vea a uno solo, me lo cargo.

Abrió ampliamente la boca y aspiró profundamente, como si estuviera al borde de la asfixia.

—Melanie, yo creé a los Siete. Sin mí, no existirían. Los he querido, los quiero y los querré siempre. Voy a ir a verlos, solo.

Silencio. Un largo silencio.

Jimbo ordenó a Fozzy:

—Abre la puerta.

Volvió a tomar el auricular:

—Melanie, ordena a Allenby que me deje en paz y que me dé un arma.

Melanie habló a Allenby y Jimbo escuchó todas sus palabras. Melanie dijo:

—¿Jimbo?

Éste volvió a tomar el auricular:

—Sí.

Melanie dijo recalcando las palabras:

—Después, ocurra lo que ocurra, yo me ocuparé de ellos personalmente. Estoy dispuesta a contratar a un ejército de asesinos profesionales. Los aplastaré como si fueran escorpiones. ¡Qué leche! Al fin y al cabo, no son sino unos…

Él colgó. Se quedó mirando a Allenby:

—¿Lleva usted un arma encima?

—Sí.

—Démela. Ya ha oído a la Srta. Killian.

Tomó la pistola y se la deslizó en el cinturón.

—Ahora vamos a salir juntos, Allenby. Anunciará usted a sus hombres que la operación ha concluido y no se ande con astucias.

Allenby se encogió de hombros:

—De acuerdo.

Salieron y, desde la radio de uno de los coches, Allenby dio las órdenes necesarias.

—Vuelva conmigo, por favor —dijo Jimbo—. Hay un último detalle que tratar.

Volvieron a entrar en la sala en la que estaba Fozzy. Jimbo sacó la pistola y apuntó a Allenby.

—Túmbese en el suelo, allí, en el rincón. Si no, no vacilaré en dispararle.

Allenby se tumbó.

—Fozzy, instrucción programada: interrupción de las comunicaciones con el exterior y bloqueo de las puertas y de los ascensores durante seis horas, salvo orden por mi parte con utilización del código especial, Ejecución diez segundos después de mi orden BLOQUEO.

—No es demasiado astuto —dijo Allenby—. Lo que está usted haciendo es una idiotez, en mi opinión.

Casi las mismas palabras que había usado Brubacker en Washington cuando Jimbo los había encerrado, a él y a sus adjuntos, en un armario.

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