The Prodigies - La Noche de los Niños Prodigio

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Authors: Bernard Lenteric

Tags: #Ciencia Ficción, Intriga

BOOK: The Prodigies - La Noche de los Niños Prodigio
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Central Park, Nueva York, una noche. Siete adolescentes son salvajemente atracados, agredidos, uno de ellos violado. Sin embargo, estos siete son unos genios. Del horror, heredarán contra el mundo un odio frío, matemático, implacable. De su inteligencia privilegiada nacerá su poder y el desprecio hacia lo prohibido. Los siete son uña y carne, un único espíritu, una sola voluntad. Si fueran ocho, el mundo les pertenecería y llegaría la oscuridad, la larga noche. El que comprendió lo que podría suceder, Jimbo Farrar, lucha contra ellos con todas sus fuerzas. A no ser que esté de su lado…

The Prodigies. La noche de los niños prodigio despierta al niño rebelde que esconde cada uno de nosotros. Un libro que fue, es y seguirá siendo todo un acontecimiento.

Bernard Lenteric

The prodigies

La noche de los niños prodigio

ePUB v1.2

AlexAinhoa
01.06.12

Título original:
The Prodigies. La Nuit des enfants rois

Bernard Lenteric, 01/2012 .

Traducción: Carlos Manzano

Diseño portada: © Ony Films / Fidélité Films

Editor original: AlexAinhoa (v1.0 a v1.2)

Corrección de erratas: Mística

ePub base v2.0

A mi hijo Jean-Baptiste

CAZADOR DE GENIOS
1

Ocurrió bajo tierra, por la noche y en silencio, en aquella inmensa sala insonorizada en la que había un parpadeo de luces y un clic-clic suaves. El ordenador que había en ella era el más rápido y potente que existía entonces en el mundo y, en principio, sólo iba a superarlo el NASF, cuya construcción en Palo Alto (California) tenía proyectada la NASA; había costado millones de dólares a Killian; su tiempo de acceso era de doce nanosegundos y medio: 12.500 millonésimas de segundo; la capacidad de su memoria central, reforzada por tres docenas de unidades de almacenamiento Cray DD 19, se acercaba a los 300.000 millones de
bits
; podía hacer unos doscientos cuarenta millones de operaciones diferentes por segundo.

Lo habían bautizado Fozzy.

Estaba tan ultraperfeccionado, que podía hablar con una verdadera voz humana, imitando, por ejemplo, a Cary Grant en
Philadelphia Story
, a Judy Garland en
A Star is Born
o a Dustin Hoffman en
Macadam Cow-boy
.

Y mejor aún: si se le formulaba una pregunta estúpida, podía dar respuestas aún más estúpidas.

Más ultraperfeccionado habría sido difícil.

Y, naturalmente, cuando aquello ocurrió, estaba hablando con Jimbo Farrar.

2

Todo comenzó en Berkeley, en la Universidad de California.

La idea consistía en llevar a grupos de chiquillos al centro de investigaciones informáticas.

Los hicieron sentarse delante de los teclados: un teclado para cada uno de ellos, con una pantalla catódica de control.

Se les anunció que tenían derecho a hacer todo lo que se les ocurriera, después de haberles explicado cómo podían hacer aparecer cosas en la pantalla pulsando las teclas.

Habían imaginado que, si entre ellos figuraba uno o varios genios, sería un medio apropiado para descubrirlos.

Como idea idiota, era insuperable.

Al comienzo del experimento, se eligió a chicos y chicas de entre diez y doce años: cursos enteros, a razón de dos horas por curso.

Hasta que la Fundación Killian se interesó por el asunto e invirtió en el programa millones y millones de dólares, desgravables.

A cambio, el viejo Joshua Killian exigió tres cosas: primero, niños más pequeños. Precisó: entre cuatro y seis años. Y, si no sabían ni leer ni escribir, mejor aún.

Además, quiso ampliar el programa a todos los Estados Unidos, a dondequiera que hubiese niños
ad hoc
y un terminal de ordenador, el de un banco, de una compañía de seguros, de una administración o de lo que fuese. Así, pues, se eligieron parvularios del norte y del sur, del este y del oeste del país, en rincones perdidos y en grandes ciudades, en las zonas de grandes ingresos y en los barrios negros, indios o portorriqueños.

Al azar.

Por último, el viejo Killian quiso que se transmitieran los resultados a un ordenador central situado bajo tierra, en Colorado. Aquel ordenador central ultraperfeccionado era utilizado por
Killian Incorporated
para sus propias actividades y trabajaba para otras empresas o incluso para el Gobierno. Además, se le encargó cotejar, seleccionar y comparar todo lo que aquellos angelitos pudieran inventar y, por tanto, comprobar si se había descubierto a algún genio y, llegado el caso, anunciar la buena nueva.

Entonces, en el momento en que se acababa de preparar el programa, el viejo Killian murió. Dejó mil o dos mil millones de dólares y un testamento en el que prescribía de la forma más imperativa que la operación «Cazador de Genios» debía proseguir durante quince años después de su muerte.

Prosiguió, ante la indiferencia general. Los resultados eran mediocres. Fozzy guardó en su memoria y estudió las elucubraciones de decenas de miles de niños. La inmensa mayoría de ellos ni siquiera comprendió lo que se esperaba de ella. Sin embargo, tres o cuatro docenas de chiquillos demostraron triunfalmente que dos y dos son cuatro; una minoría llegó hasta el extremo de declarar que dos por tres son seis.

Algunos lograron, muy entusiasmados, que aparecieran círculos y cuadrados.

Otro dibujó incluso un triángulo.

¡Un triunfo! Se congratularon: habían descubierto un genio, uno de verdad.

Pero no tardaron en advertir que el supuesto genio padecía un defecto de visión.

Para él, hasta una pelota de baloncesto era triangular.

Pasaron meses. Los herederos del viejo Killian se desinteresaron del «Cazador de Genios». Sin aquella asquerosa cláusula imperativa que el viejo había incluido en su testamento, habrían podido mandar a paseo, pura y simplemente, todo aquel tinglado.

A falta de algo mejor, arañaron todo lo que pudieron de los fondos asignados a la operación.

Y pronto sólo hubo ante Fozzy un único informático. Precisamente el que había bautizado a Fozzy.

Un tipo joven y extraordinariamente amable, llamado James Jimmy Jimbo Farrar.

Y, aun así, sólo acudía por las noches, después de que se hubieran marchado los otros informáticos, los que hacían trabajar a Fozzy con programas serios, y de que él mismo hubiese terminado con su trabajo de profesor ayudante en la Universidad de Denver.

Es que doscientos dólares a la semana siempre vienen bien y, además, le gustaba mucho hablar, bajo tierra, por la noche, en pleno silencio, en aquella inmensa sala insonorizada, en la que había parpadeos de luces y clic-clic suaves, con Fozzy.

Ésa era la razón por la que Jimbo Farrar estaba fatalmente solo y desde hacía meses cuando aquello ocurrió.

3

En aquel momento de la historia, Jimbo Farrar tenía veinticuatro años y estaba a cuatro patas. Aún no estaba casado. No se casaría con Ann Morton hasta el año siguiente y el primero de sus dos hijos futuros no nacería hasta diecisiete meses después.

Físicamente, era alto, muy alto incluso: dos metros y cuatro centímetros exactamente. Todo huesos. Nada de atleta, Más bien parecía no haber acabado de crecer… y no saber qué hacer con sus kilómetros de brazos y piernas.

Cuando pensaba o escuchaba a alguien, solía encorvarse un poco. Entonces inclinaba ligeramente la cabeza a un lado con expresión amistosa y atenta, que colmaba de alegría a su interlocutor, convencido de subyugar a Jimbo con el encanto de su conversación. En realidad, en aquel mismo instante Jimbo estaba en otra parte y pensaba en otra cosa.

Era rubio castaño. Tenía ojos azules claros con largas pestañas obscuras, que le daban una apariencia de dulzura. Era extraordinariamente inteligente. Su cociente intelectual era muy superior a ciento sesenta y eso que ciento diez no es propio de tontos precisamente…

Tenía una apariencia increíblemente amable.

Se encontraba a cuatro patas porque había perdido una rueda de locomotora y estaba buscándola. Su tren eléctrico tenía una longitud de vías de seiscientos sesenta y ocho metros, con una separación entre los raíles de dos centímetros y medio. En el circuito, once trenes circulaban al mismo tiempo. Sus evoluciones estaban reguladas por Fozzy. El duodécimo tren estaba detenido, porque se le había soltado una rueda y probablemente se hubiera metido bajo una impresora.

Cuando aquello ocurrió, eran las diez de la noche del 18 de junio de 1971.

4

—A mí, personalmente, me importa un pepino —dijo Fozzy—, pero el vagón de cola del expreso Montreal-Tenerife está a punto de soltarse. Deberías hacer algo, chaval.

En aquel momento, Fozzy estaba hablando con la voz de Louis Armstrong en
Hello, Dolly
.

—Ya voy —dijo Jimbo.

Acababa de reparar por fin la rueda de la locomotora, que se había deslizado bajo una de las pantallas en las que, en el mismo instante, estaban apareciendo los resultados de un parvulario de Nuevo México.

—Y también hay algo que no va bien en la locomotora del Estocolmo-Honolulú, a la entrada del túnel del San Gotardo: bajadas irregulares de la tensión en las catenarias.

—Ese puñetero Estocolmo-Honolulú nunca ha funcionado.

Jimbo Farrar se tumbó boca abajo, alargó los brazos, recuperó la rueda y volvió a levantarse.

—Jimbo…

—Detén ese asqueroso tren, ¡y no se hable más!

—No es eso, chaval.

Jimbo volvió a colocar la rueda en el minúsculo eje.

—Jimbo…

—¡Joder!

El eje estaba deformado.

—Algo ocurre, chaval.

En aquel momento la voz de Fozzy era la de Marilyn Monroe en
Bus Stop
. Jimbo dejó el eje y la rueda. Estaba pensando en Ann, porque había olvidado llamarla. «Otra vez voy a ganarme una bronca, eso seguro».

—En Nuevo México —dijo Fozzy-Marilyn—, en una ciudad llamada Taos. Parvulario Kit Carson, clase B.

Jimbo vacilaba: ¿llamar entonces a Ann o no? Consultó su reloj: las diez y tres minutos.

—Maestra: Linda Jones. Número de alumnos que han seguido el experimento: diecisiete. Edad del alumno: cuatro años, nueve meses y once días. Talla: noventa y ocho centímetros. Peso: veintiún kilos.

—¡Cierra el pico! —dijo, distraído, Jimbo.

—Bloque once, chaval. Terminal dieciocho.

Jimbo se dirigió hacia el teléfono.

—¿Otro triángulo, Fozzy?

Su tono era claramente sarcástico.

—Señales no clasificadas —dijo Fozzy con la voz de Humphrey Bogart en
To Have and Have Not
— la verdad es que resulta pero que muy misterioso, pero es que mucho.

Jimbo ya había puesto la mano sobre el aparato. Quedó inmovilizada, Jimbo vacilaba entre la decisión de llamar a Ann y la de consultar la pantalla dieciocho. El asunto del triángulo se remontaba ya a seis meses atrás. Después, nada. Dos círculos y tres rectángulos, si es que se podía llamarlos así. «Cazador de Genios» era una simple e inmensa tomadura de pelo, en la que sólo había creído el viejo Killian, quien ya había muerto.

Jimbo se volvió lentamente. Ante sí, sesenta metros de una sala aseptizada, muda, inhumana, y decenas de pantallas catódicas, que hasta aquel momento sólo habían reproducido garabatos pueriles.

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