The Prodigies - La Noche de los Niños Prodigio (2 page)

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Authors: Bernard Lenteric

Tags: #Ciencia Ficción, Intriga

BOOK: The Prodigies - La Noche de los Niños Prodigio
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—Y va a continuar, Fozzy. A ti ya es que te salen por las orejas.

—¡Intelectual! —exclamó Fozzy con la voz de Fozzy en
Muppets Show
—. Pero mueve el culo, chaval, que es cosa seria.

—¿Bloque once?

—Terminal dieciocho.

En el cerebro de Jimbo Farrar se cerró una casilla y se abrió otra. Olvidó a Ann y el rápido Nueva York-Melbourne, que en aquel preciso segundo adelantaba al Estocolmo-Honolulú a la entrada del San Gotardo. El cociente intelectual de aproximadamente ciento sesenta entró en liza. Sus azules ojos fueron a buscar y miraron fijamente las «señales no clasificadas». Sus ojos alucinaron, se inmovilizaron. Un brusco escalofrío le recorrió el cuerpo. Preguntó:

—¿Y qué quiere decir?

—Pues, ¡nada! —respondió Fozzy—. No quiere decir nada de nada, chaval.

La pantalla estaba cubierta en toda su superficie: puntos y trazados colocados de cualquier modo y que no se parecían a nada.

—Fozzy, manda la cara del chaval que ha hecho eso.

Una pantalla vecina se iluminó y apareció una cara de niño.

Pelo negro, ojos negros, ventanas de la nariz un poco dilatadas, tez cenicienta, el tipo de expresión que sale en las fotos del carnet de identidad. Nada de particular en las pupilas, a medias tímidas y a medias soñadoras.

—¿Seguro que ha sido ese mocoso el que ha hecho eso?

—Afirmativo, chaval.

—¿Fecha y hora de la grabación?

—Esta mañana, a las nueve y veintiocho, hora local.
Mountain Time.

—Habrá garabateado cualquier cosa.

«Pero sé perfectamente que no es verdad…»

—¡Qué va, chaval! Instrucción dieciséis: en caso de que el sujeto consiga dibujar algo, se repite el experimento treinta minutos después. Instrucción dieciséis respetada.

—¿Y ha vuelto a hacer la misma cosa treinta minutos después?

—Afimativo, chaval.

Una pausa. Jimbo cerró los ojos y volvió a abrirlos.

—Número de signos, Fozzy.

Tras una centésima de segundo de cálculo, Fozzy anunció:

—Ciento ocho trazos, noventa puntos.

Silencio. Una inexplicable sensación de malestar estaba invadiendo a Jimbo.

—¿Jimbo?

—Dime.

—Y no es eso todo, chaval. Están llegando otros.

—¿También de Nuevo México?

—Negativo.

Un nuevo escalofrío sacudió a Jimbo en todo el cuerpo.

—Adelante —dijo Jimbo.

—Distrito de Columbia, Washington Parvulario…

—¡Alto, Fozzy!

Una pausa.

—Fozzy, anuncia simplemente los Estados o las ciudades, si hay dos en un mismo Estado.

—Vale, chaval: Distrito de Columbia, Estado de Nueva York, Estado de Idaho, Estado de Minnesota, Estado de Tennessee, Estado de Massachusetts, Estado de Nuevo México, ya citado.

La sensación de malestar persistía, igualmente inexplicable. Gotitas de transpiración le perlaron la cara. Contó.

Siete.

Siete niños de cuatro a seis años.

—Son siete, ¿verdad?

—Afirmativo —dijo Fozzy.

«¿De qué tengo miedo?», pensó de repente Jimbo, pues acababa de analizar la sensación que estaba experimentando cada vez con más intensidad y era sin lugar a dudas miedo, la intuición de que estaba sucediendo algo extraordinario.

—Fozzy, envía los siete dibujos de los siete chiquillos a siete terminales contiguos del bloque once.

—Ahí tienes, chaval. Dicho y hecho.

Dos segundos.

—Terminales doce, trece, catorce, quince, dieciséis, diecisiete, dieciocho, bloque once. Preparado para la maniobra, chaval.

Jimbo no se movió. Cada vez transpiraba más y no conseguía apartar la vista de las siete pantallas. En todas, los mismos puntos y los mismos trazos. Sin embargo, de una pantalla a otra había diferencias. Ninguno de los niños había ejecutado el mismo dibujo.

—¿Sigue sin querer decir nada?

—Nada, chaval.

Jimbo empezó a andar. Deambuló por delante de las pantallas.

—Envía las caras de los niños.

Aparecieron siete rostros: seis chicos y una chica. Todos de entre cuatro y seis años. Nada excepcional en ninguna parte, ni siquiera en el fondo de los ojos.

Jimbo dijo:

—¿Se conocen esos chicos entre sí? ¿Tienen puntos comunes? ¿Maestros que utilicen un método idéntico? ¿Nacieron el mismo día? ¿En el mismo sitio? ¿Hicieron el experimento a la misma hora y el mismo día?

—Negativo —respondió Fozzy—. Nada de todo eso, chaval.

Al menos como respuesta a las últimas preguntas. Respecto de lo demás, Fozzy precisó: datos insuficientes. No era culpa suya, sino del programa. Sobre cada uno de los niños, habían concedido a Fozzy sólo un número limitado de datos: apellido y nombre de pila, fecha y lugar de nacimiento, peso y talla, dirección personal, nombre del establecimiento, nombre del maestro o la maestra, fecha y hora de la grabación.

Los once trenes seguían rodando, con sus movimientos regulados por otra zona del prodigioso cerebro de Fozzy, en la inmensa sala desierta.

Se le había ocurrido la idea en el preciso segundo en que habían aparecido los siete dibujos en las pantallas.

Era una idea irrebatible.

Y era acertada, él lo sabía. Lo presentía con una incertidumbre absoluta. Chorreaba sudor. Se sentía en pleno sol, frente a las pantallas, apoyó la nuca y cerró los ojos.

—Fozzy.

—Dime, chaval.

«Este silencio… ¡Dios bendito!», pensaba Jimbo Farrar. «¡Es una idea de locos!»

Imaginar que siete chavales de unos cinco años de edad, en siete escuelas diferentes, a miles de kilómetros unos de los otros…

—Estoy esperando, chaval.

… hayan podido descomponer, diseccionar, un mismo dibujo original en tal vez mil cuatrocientos o mil quinientos trozos diferentes: puntos y trazos, y después, en un segundo momento, reproducir cada cual su parte: la séptima parte del dibujo, unos doscientos minúsculos componentes cada cual…

—Tómate tiempo, chaval.

Pues ésa era la idea de Jimbo: un rompecabezas, ya que cada uno de los niños contaba con una séptima parte, cada uno de ellos era capaz de situar en su sitio cada uno de los componentes de su séptima parte del rompecabezas.

A ciegas y sin ponerse de acuerdo.

Probablemente sin conocer a los otros seis.

Tal vez incluso ninguno de los Siete supiera lo que estaba haciendo, por no tener idea alguna del resultado final, por no tener idea siquiera de que hubiese un resultado final.

INCREÍBLE.

Los ojos de Jimbo seguían cerrados. Ordenó:

—Adelante, Fozzy. Pantallas doce a dieciocho inclusive, todo a la diecinueve. Las superponemos para ver qué da.

Tardó lo suyo: al menos un segundo y medio.

—Ya está, chaval.

Jimbo no abrió los ojos. Como máximo, se limitó a volver la cara hacia la pantalla diecinueve.
«La verdad es que tengo un canguelo de mil demonios.»
¿Qué habrían dibujado aquellos siete embriones? ¿Qué habrían dibujado JUNTOS? ¿Qué darían la combinación y la superposición de sus rayas y sus puntos?

¿Una casa? ¿Un Papá Noel? ¿Un rinoceronte?

Seguía sin abrir los ojos. El suave ronroneo de los trenes al cruzarse, adelantarse, internarse por viaductos, túneles, cambios de agujas.

Sonó el teléfono.

Jimbo Farrar abrió los ojos. Lo que vio lo dejó estupefacto: tres palabras seguidas de un signo de interrogación:

WHERE ARE YOU?
[1]

5

En aquel mes de junio de 1971, Ann Morton tenía veintitrés años. Aún no se había casado con Jimbo Farrar. De hacer caso a su madre, no lo haría. La señora viuda de Jonas Morton, Janice de nombre de pila, no veía a Jimbo Farrar con buenos ojos. Prefería para yerno a cualquier otro individuo de sexo masculino, con la simple condición de que fuera de nacionalidad americana y ni negro ni católico ni moreno de cualquier tipo —para ella, los franceses y los alemanes del sur eran morenos, pero, curiosamente, los suizos, no— ni judío, claro está, ni californiano ni neoyorquino ni demócrata y, naturalmente, con un mínimo de doscientos mil dólares de ingresos anuales: «Sé razonable, querida, que al menos no se case contigo por tu dinero y, además, es que tu Jimbo —¡qué apodo más ridículo!— es un fracasado, sea o no amigo de la infancia».

—Sí, pero me hace gracia —respondió Ann.

Ann acababa de terminar sus estudios de Periodismo y de Derecho. Podía ocupar un puesto en un periódico en Denver con tanta mayor facilidad cuanto que el periódico pertenecía a su familia, como no pocas cosas en Colorado. También podía trasladarse a Los Ángeles o a Nueva York o a Europa: sin problema. Y, si quería entrar en la televisión, podía elegir entre la ABC, la NBC o la CBS, sin dificultad alguna. El tío Harold les pagaba bastante dinero en publicidad.

En cuanto a
Killian Incorporated
, Ann tenía una sola puerta de entrada y no era la de servicio: se trataba pura y simplemente de Melanie, la única nieta del viejo Joshua. Melanie y Ann habían estudiado juntas y Melanie sería, tarde o temprano, la gran jefa de Killian Inc. (su padre, que en aquel momento de la historia desempeñaba las funciones de Presidente-Director General, era un cretino). Aquella amistad profunda entre las dos muchachas iba a tener su importancia.

Ann Morton era rubia y alta. En tres ocasiones, los de
Playboy
habían ido a pedirle que posara para su triple página central, vestida exclusivamente con una rosa entre los dientes.

Había estado a punto de decir que sí, simplemente para fastidiar a la señora viuda y al tío Harold pero dijo que no.

En una palabra, en relación con su porvenir, con o sin Jimbo, de momento estaba pensándoselo.

6

Ann Morton dijo:

—Y ha sido en ese momento cuando ha sonado el teléfono.

Jimbo asintió con la cabeza.

Y era yo.

Jimbo volvió a asentir con la cabeza.

—Lo siento —dijo Ann.

Él le sonrió cariñosamente:

—No debes sentirlo. Primero, porque yo debería haberte llamado antes…

—Al fin y al cabo, teníamos que cenar juntos, cabrito.

Él se encogió de hombros y adoptó una expresión de tristeza, o al menos lo intentó, pero prosiguió:

—Y, además, porque se había acabado, en aquel momento. Quiero decir: después de tu llamada de teléfono, en cualquier caso.

—WHERE ARE YOU?

—WHERE ARE YOU?

Silencio. Ella se lo quedó mirando. Como de costumbre, estaba sentado en el suelo, apoyado en la biblioteca, sin saber qué hacer con sus kilómetros de brazos y piernas y con un brillo extraño en los ojos.

—Jimbo, no debes dejarte impresionar hasta ese punto.

—Pero es que estoy impresionado.

—Te habrán gastado una broma: alguien que conozca el programa «Cazador de Genios».

—Ya lo he pensado.

—Yo estoy segura.

Él se levantó. Se puso a caminar por la biblioteca de los Morton, en la planta baja de la casa, mientras la señora viuda de Morton, Janice de nombre de pila, dormía en el piso superior, como una bomba por encima de sus cabezas.

Volvió a sentarse.

—Ya lo he pensado, pero no cuadra: por la instrucción dieciséis.

Le explicó de qué se trataba: la repetición del experimento media hora después, en condiciones, en la medida de lo posible, idénticas.

—¿Y lo han hecho?

Él asintió. Cogió, distraído, uno de los libros que tenía detrás:
El molino del Floss
de George Eliot. Lo hojeó.

—Los siete volvieron a hacer exactamente lo mismo. Cada uno de ellos volvió a dibujar unos doscientos puntos y rayas de forma idéntica. Según Fozzy, las probabilidades eran una de entre 1.387.000.

Se llamaba Mary Ann Evans, ¿lo sabías?

—¿Quién?

—George Eliot.

—¡Al diablo George Eliot!

Se puso a pasar las páginas del libro. Si hubiera sido cualquier otro, ella habría pensado que estaba hojeándolo, pero sabía que estaba leyéndolo, renglón tras renglón, con una rapidez en verdad fantástica. Dijo:

—Tengo una impresión extraña.

—Y yo tengo la misma.

Él no había levantado la cabeza.

—No sabes a qué me refiero.

—Sientes cierta aprensión, muy imprecisa, irracional, mezclada de incredulidad.

—No me fastidies.

Él sonrió:

—A propósito, yo aún no he cenado.

Ella se dirigió a la cocina, caminando de puntillas para no cebar la bomba del piso superior. Volvió con pepinillos, jamón de Virginia con clavos de olor, pan bazo, mantequilla y una botella de burdeos. Se lo encontró tumbado boca abajo sobre la alfombra china. Ella se inclinó: con ayuda de un rotulador, estaba componiendo la letra W mediante puntos y rayas.

—¿Y siete niños han hecho eso?

Él dejó de garabatear y se volvió. Estaba chupando el rotulador.


Where are you?
—dijo.

Ella le quitó el rotulador de la boca, se inclinó y lo besó. Tuvo el tiempo justo de apartarse de un brinco, antes de que los grandes brazos se volvieran a cerrar sobre ella.

—He fallado.

—Come.

Empezó a comer, aquella vez sentado como los indios. Ella bebió burdeos con él. Lo acechaba y volvió a ver el extraño brillo que había aparecido en los ojos de él.

—¿Tienes idea de lo que significa?

Él tardó en responder, acabó de masticar y se bebió el vaso.

—Se llaman y se buscan. Son siete cositas perdidas, que apenas si saben, ellas mismas, que existen y, en cualquier caso, ignoran que los otros seis existen. Al menos, así lo creo. No saben lo que deben o pueden hacer juntas, si deben o pueden hacer algo. He visto sus siete caras. ¿Quieres saber lo que he visto en ellas? Nada.

Volvió a tumbarse boca arriba. Había dejado el vaso vacío sobre el pecho.

—De momento.

7

En aquel momento de la historia, tenía unos cinco años. Por fuera, era un niño común y corriente. No había sido particularmente precoz o, si no, su precocidad no había saltado a la vista de nadie.

Durante su primer año escolar —más una guardería que una clase, en realidad—, pasó inadvertido.

Sin embargo, sus ojos eran como un espejo sin azogue, tras el cual observaba en silencio, sin denunciarse nunca, con una curiosidad inmensa. Estudiaba el mundo exterior, tanto el de los adultos como el de los demás niños, al modo de un entomólogo que estudia insectos.

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