Read The Prodigies - La Noche de los Niños Prodigio Online
Authors: Bernard Lenteric
Tags: #Ciencia Ficción, Intriga
A más de veinte años de distancia, Thwaites revivía una escena casi idéntica.
Sintió la presencia detrás de él, en uno de los ángulos de sombra que creaba la gran lámpara con pantalla de cobre y de cristales multicolores.
Se volvió, frente a la silueta inmensa que lo observaba, inmóvil.
Movió la cabeza:
—De todos modos, no habría dicho nada, salvo a Melanie Killian y ni siquiera: no estaba verdaderamente decidido, pero usted no se habría arriesgado a dejarme que le hablara…
Reflexionó:
—Entonces se habría visto obligado a estrangularme: un verdadero asesinato, que habría alterado, seguro, sus planes.
Silencio.
—Mientras que ahora va usted a hacer que parezca un accidente, ¿verdad?
Ni siquiera intentó defenderse. Se sentó en el sitio de costumbre, delante de la mesa en la que había pasado la mayor parte de su vida.
Cerró los ojos y esperó.
No fue largo y no sufrió.
Su verdadero nombre era Mattie Lindholm. Alta, fuerte, huesuda y femenina como una caja de herramientas. Los primeros años, había refunfuñado: «No me llame la Estranguladora, por favor, señor Thwaites o, si no, sólo cuando no haya nadie. Me da vergüenza». Y él respondía: «Pero es que… ¿ha visto usted sus manos? Mírese las manos, Mattie». Y se reía, mientras añadía que Mattie habría podido estrangularlo, si hubiera querido, o cogerlo con una sola mano de la corbata y mandarlo hasta el Canadá, siempre que la ventana hubiera estado abierta.
Se echó a llorar. Treinta y tres años hacía que trabajaba para él. ¡Si hubiera vuelto antes! Pero el Sr. Thwaites había dicho que se quedaría doce días en Colorado. Había vuelto un día antes de casa de su hermana, que vivía en Yankton (South Dakota). Durante su ausencia, los ladrones se habían llevado las tabaqueras, los cuadros, las joyas antiguas, todo. Se había apresurado a llamar a la policía, sin saber que el Sr. Thwaites ya estaba allí, en realidad, y, por último, había subido y lo había encontrado. «¡Si yo hubiera vuelto antes!»
—No habría servido de nada —dijeron los policías para consolarla—. Llevaba quince horas muerto.
Un inspector había pensado inmediatamente en avisar a los Farrar.
Mattie no sabía la dirección, pero el hombre sí: Farrar, James y Ann. Marcaron el número encontrado en la agenda que Thwaites llevaba consigo. En Manitou, el teléfono sonó en el vacío.
Entonces, a la Fundación Killian. Se puso un tal Andy Barkoff, que llamó a Doug Mackenzie, que llamó a Melanie.
Quien llamó a Ann, porque no pudo hablar con Jimbo.
—Un ataque al corazón —dijo Melanie—. AI volver, descubrió el saqueo. Su corazón falló cuando vio lo que habían hecho con su colección.
Largo silencio.
—¿Ann?
—¿Qué han hecho con sus soldados?
—Destrozarlos completamente, al parecer. No sé los detalles. ¿Es importante?
No hubo respuesta.
—Ann.
—Era lo que más apreciaba —respondió por fin—: más que ninguna otra cosa en el mundo. Era un viejo solitario.
La inteligencia de Melanie Killian era rápida o incluso fulgurante en ciertos momentos. La síntesis más que el análisis. Su inteligencia fue a buscar los hechos y los alineó: uno, la muerte de Oesterlé y de Jenkins; dos, la exacta concomitancia de esa doble muerte y del desenlace de un combate ferozmente reñido por Martha Oesterlé para arrancar a Jimbo de Harvard; tres, la obstinación desesperada, infantil, de Jimbo, al negarse a separarse de los Jóvenes Genios; cuatro, el cambio de la propia Ann, al interceder primero por Jimbo y después, desesperadamente dividida, adoptar una postura totalmente contraria…
¿Qué más? ¡Ah, sí!
… Cinco, Emerson Thwaites había sido contratado como profesor de los Jóvenes Genios, igual que Jimbo; seis, Thwaites era el ex padrastro de Jimbo; siete, pocas horas antes de su muerte, Thwaites había intentado dos veces hablar con ella, Melanie, «sobre un asunto importante y urgente relacionado con el Sr. Farrar…»
—Ann, mi secretaria no ha logrado aún ponerse en contacto con Jimbo para anunciarle la noticia…
—Se aloja en el Hay-Adams de Washington.
—Sé perfectamente dónde está, no olvides que trabaja para mí. Sólo quería decir que aún no hemos conseguido hablar con él. No tiene nada de particular, está trabajando en un proyecto gubernamental ultrasecreto. Probablemente lo habrán encerrado en alguna base para impedirle jugar con trenes eléctricos. Tenía una cita esta mañana a las nueve.
Melanie dejó pasar voluntariamente dos o tres segundos antes de preguntar, esforzándose por contener el tono de su voz:
—¿Has hablado con él desde que se marchó?
—Me llamó anoche. Me llama todas las noches, cuando está ausente.
Otra pregunta acudió al instante a la cabeza de Melanie: «¿De dónde llamó? ¿Estás segura de que estaba en Washington?», pero no la pronunció, Ann parecía ya bastante atormentada. Dijo:
—Jimbo va a tener una conmoción. ¿Irás a Boston para el entierro?
—Sí.
—Yo no voy a poder asistir. Tengo que ir a Europa.
Silencio.
—Gracias por haberme llamado —dijo Ann—. Un abrazo.
Ann colgó la primera. Melanie se quedó pensando, tamborileando en la mesa con su dedo índice. Mandó venir a su secretaria:
—¿Cómo se llamaba aquel detective privado que investigó el caso Wolff?
—¿Allenby?
—Quiero hablar con él: que esté en el Aeropuerto Kennedy antes de mi partida, pasado mañana por la noche. No deben verme con él. Un salón privado. Encárguese de eso. ¿Ginny? Y cierre el pico.
A partir de aquel instante, Melanie Killian se internó, aunque con otros medios, por la vía seguida antes que ella por Emerson Thwaites.
El avión que llevaba a Jimbo desde Washington aterrizó en Boston unos cuarenta minutos después del que tomó Ann para llegar desde Denver. Como habían quedado por teléfono, se encontraron en el mostrador de American Airlines. El quiso estrecharla contra sí; ella se apartó. Él preguntó:
—¿Y los niños?
—¿Cuáles?
—Muy bien, Ann. Nuestros niños.
—Están bien. Ritchie ha vuelto a tener sobresaliente en «mates».
Montaron en un taxi.
—En realidad, ha tenido sobresalientes en todo. Cindy también, por cierto. Nuestros niños siempre tienen sobresalientes en todo, pero eso no es una noticia.
—Salvo en Gimnasia.
—Cindy ha tenido también un sobresaliente en Gimnasia. Es hija mía, no cabe duda.
Él quiso cogerle la mano.
—No —dijo Ann.
—Bueno, a ver, ¿adónde vamos? —preguntó el taxista.
—Jamaica Pond.
El taxi arrancó.
—¿Por qué diablos a Jamaica Pond? —preguntó Jimbo—. Ni siquiera se dónde es.
Ella no respondió. Con unas leves ojeras, estaba pálida y muy bella.
—Ann.
—No digas nada.
El taxi rodeó el centro de Boston por el Sur, evitó igualmente Prudential Center y llegó a Huntington Avenue a la altura del Symphony Hall. Jimbo dijo:
—¿Puedo saber al menos a qué hora se celebrarán las exequias?
—Esta tarde a las tres.
El taxi dejó atrás el Museo de Bellas Artes y Back Bay Fens, se internó por
Jamaica way
, a lo largo de Olmstead Park. El taxista preguntó:
—¿A la izquierda o a la derecha?
—Me da completamente igual —dijo Ann.
El taxista fue a la izquierda. Surgió, de entre la vegetación, el estanque. El taxi lo bordeó.
—Aquí —dijo Ann.
Se apeó y entregó veinte dólares al taxista:
—Usted espere aquí, por favor.
Jimbo se apeó, a su vez, alzó la vista y leyó:
Museo de los niños
. Ann estaba ya en la puerta. Compró dos billetes de dos dólares cincuenta y entraron. Ann avanzó, cruzó la Casa de Té japonesa, el Granero de la Abuela, pasó entre los tipis de los indios algonquinos, entre los mostradores de la exposición temporal sobre los mercaderes de pieles de la Compañía de la Bahía del Hudson.
«Sólo faltan dos días para clausurar la exposición».
En otra sala, las paredes estaban cubiertas de inscripciones:
«Los ordenadores son para los niños — Los ordenadores son para los niños — Los ordena…»
Unos niños de entre ocho y diez años se agolpaban, fascinados, en torno a los teclados-pantalla.
—Mira —dijo Ann—. Éste me ha parecido un buen sitio para vernos y hablar. Evidentemente, podríamos haber ido a Disneyworld, pero no habríamos podido asistir a las exequias de Emerson. También he pensado en un parvulario o en un tiovivo.
Se negaba a levantar la vista hacia él. Señaló a los niños que toqueteaban el teclado con sus caritas tensas.
«Computers are for kids».
—Míralos, Jimbo.
Pero él sólo miraba a Ann.
—Ahora salgamos —dijo ella.
Se pusieron a caminar por las alamedas, al borde del estanque de Jamaica.
—Jimbo, ¿dónde estabas cuando murió Emerson?
—En Washington.
—¿De verdad?
Movió la cabeza y respondió:
—Nunca te he mentido, Ann, en ningún momento. Estaba en Washington. No en el hotel Hay-Adams o al menos…
—¿Desde dónde me llamaste? ¿No del hotel?
—Desde una cabina de la calle: en una calle de Washington, no en Boston.
—¿A qué hora ocupaste la habitación del Hay-Adams? ¿De verdad te acostaste en el Hay-Adams?
—Sí. A la una de la mañana, más o menos.
Una pausa.
—Así habrías tenido tiempo de ir a Boston y volver.
—Seguro que sí.
—Pero no lo hiciste. ¿Pasaste toda la tarde y toda la velada en Washington? ¿Sin haber puesto los pies una sola vez en el hotel?
—No.
—¿Viste a alguien, cualquiera? ¿Entre las tres de la tarde y la una de la mañana?
—No.
—¿Fuiste a un restaurante?
—A un bar, pero había mucha gente.
—Hasta el punto de que nadie se acordará de ti, ¿es así?
—Así es.
Una pausa.
—Por el amor de Dios, ¿qué hiciste en realidad entre las tres de la tarde y la una de la mañana?
Él dijo:
—Caminar.
Ann alzó por fin la vista hacia Jimbo. Quedó trastornada, desgarrada por aquella cara de hombre-niño que padecía un martirio. «¡No lo mires! No lo mires o, si no, te vas a echar a llorar y te arrojarás a sus brazos y le dirás que lo amas con locura, ¡y al diablo los Siete, la muerte de Emerson Thwaites y el resto del mundo! No desaproveches esta única oportunidad de conocer por fin la verdad. No te hundas ahora, porque, si lo haces ahora, nunca más tendrás valor para volver a empezar».
Bajó la mirada hacia el lago y la mantuvo obstinadamente fija en él. Dijo:
—¿Un problema que ni siquiera el genial Jimbo podía resolver? Y el genial Jimbo recorría las calles para cavilarlo. ¿Es así?
—Sí.
—¿Un problema profesional?
—No.
—Los Siete.
Una pausa de dos latidos del corazón.
—Sí —dijo Jimbo.
Ella aspiró profundamente:
—¿Mataron los Siete a Emerson Thwaites, Jimbo?
—No lo sé.
—¿Mataron a Emerson y también a Oesterlé y a Jenkins?
—No lo sé.
El agua del Jamaica Pond estaba helada en algunos trechos. Hacía en verdad un frío de todos los diablos.
Ella pensó: «¡Dios mío, ya estamos!… Ha llegado el momento de hacer la pregunta».
Formuló la pregunta:
—¿
Existen
los Siete, Jimbo?
Silencio.
Ann se apartó de Jimbo, porque una vez más todo su cuerpo había estado a punto de traicionarla.
—Ya estamos otra vez con eso, Jimbo —continuó Ann—. Ése es el quid. ¿Existen de verdad los Siete? ¿Los has inventado tú? Es cierto que hay treinta adolescentes superdotados y reunidos por la Fundación Killian. Existen, yo los he visto. Millones de personas los han visto y saben que son superdotados.
Una pausa.
—Sólo, que, Jimbo, yo los contemplé detenidamente. Una noche, me dijiste que eran siete, pero el día siguiente, al parecer, era sólo una broma que me habías gastado. Hablé de ello a Melanie, vino a verme y no vio nada. Lo habías borrado todo. Fozzy callaba, porque Fozzy sólo te obedece a ti, y, ya que estamos, ¿quién es Fozzy, Jimbo?
Se sentó en un banco.
—¿Tú, Jimbo? ¿Quién es Fozzy y quién es Jimbo?
Temblaba con todo su cuerpo. Continuó: —Me cuesta muchísimo ver claro…
No te acerques a mí, por favor…
Todas las ideas que se me ocurren arrastran muchas otras: cuando intento comprender lo que ocurre en la cabeza de un genio, casi me vuelvo loca. ¿Y con quién puedo hablar de ello? Sin embargo, quiero comprender, Jimbo.
Se interrumpió, pero añadió:
—En mayo, en Nueva York, cuatro de esos adolescentes fueron heridos. Los médicos dejaron constancia de ello, pero eso no demuestra que los Siete existan.
Una pausa.
—¿Dónde están las pruebas, Jimbo? ¿Dónde están las pruebas de que los Siete existen? Respóndeme.
—No las tengo.
—¿Puedes mostrarme a los Siete? ¿Señalármelos entre lo demás alumnos y decirme: «Ahí los tienes: ése y ése o ésa»?
—No.
—¿Porque no existen y los has inventado tú?
—Porque no serviría para nada. Te los enseñaría, te diría: «Ahí tienes a los Siete», y ellos responderían cándidamente: «¿Qué siete? ¿De qué habla usted, señor Farrar?» No tengo ninguna prueba, Ann.
Silencio.
—¡Así da gusto! —dijo Ann amargamente.
Estaba transida de frío.
—Jimbo, esto es lo que Emerson me confió sobre los Jóvenes Genios: dos o tres al menos son verdaderamente extraordinarios, pero lo ocultan. Este último detalle era lo que sobre todo lo preocupaba. Vino a vernos a Colorado, porque quería hablarnos de eso, a ti y a mí. ¿Te habló de ello cuando estabais en el sótano?
—No.
Ann movió la cabeza:
—Era un hombre atormentado y que te quería, pese al miedo que le inspirabas. Le supliqué que guardara silencio.
Se tapó la cara con las manos.
—¿Sabes por qué, Jimbo? Porque tenía miedo de lo que tú pudieras hacer, porque te quiero y Emerson me pareció un peligro y, aunque estuvieras loco, aunque hubieses asesinado a la mitad de los americanos, seguiría queriéndote y haciendo cualquier cosa para ayudarte.
—Es posible que yo esté loco —dijo muy calmada y suavemente Jimbo.
Y se mantenía de pie e inmóvil, gigantesco y frágil, como si no sintiera el terrible frío.