The Prodigies - La Noche de los Niños Prodigio (28 page)

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Authors: Bernard Lenteric

Tags: #Ciencia Ficción, Intriga

BOOK: The Prodigies - La Noche de los Niños Prodigio
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Tal vez estuviera en marcha un segundo robo en aquel preciso instante…

Argumentos que los banqueros comprendían desde la primera palabra.

Y no sólo los banqueros que dirigían bancos comerciales. Si había habido robo, había podido afectar al dinero, desde luego, pero también a valores mobiliarios.

Entonces entraron en la ronda bancos de inversión y agentes de cambio dispuestos a mandar con destino a Fozzy un gigantesco torrente de investigaciones…

Jimbo había insistido firmemente en ese aspecto capital: las transferencias de datos hacia Fozzy no debían comenzar hasta que él diera la señal.

Antes, no.

De ningún modo.

Necesitaba el tiempo necesario para volver a Colorado a fin de programar a Fozzy y, por tanto, preparar la recepción del monstruoso maná.

Preguntaron a Jimbo en qué fecha pensaba estar listo y en la que, por tanto, daría la señal.

Respondió: «Este mes de enero: el día 7».

Evidentemente.

—No hay otra opción, Melanie. No se puede detener a los Siete, no se puede acusarlos de asesinato y ni siquiera de robo. ¿Te imaginas a esos siete chavales delante de un jurado y tú y yo acusándolos de veintiún asesinatos sin pruebas?

Las montañas azules de Shenandoah emergían de la noche, rodeadas de bruma.

—Separarlos no serviría de nada…

Era como si estuviese pensando solo y en voz alta:

—No hay ni que hablar de matarlos, ni que hablar siquiera.

Se quedó inmóvil un instante.

—Ni mandar detenerlos ni darlos a conocer ni matarlos. Los Siete son indestructibles, Melanie. Nadie puede destruirlos en cuanto Siete.

Reanudó su vaivén.

—Nadie sino los Siete mismos. He pensado en eso hasta casi volverme loco, Melanie. La única solución es crear un conflicto entre ellos, capaz de provocar su desintegración. Por eso fui a ver a Liza. No, no se trataba de un simple asunto de cama, sino del comienzo de mi plan.

Alzó el pulgar:

—Primero, identificar al Caballo. Se enterarán, porque escuchan a Fozzy. Se irritarán. Después, hacerles saber que yo, Jimbo Farrar, quien los reunió y protegió durante diez años, he elegido por fin mi bando, al decidir atacarlos.

Alzó el índice.

—Ha llegado para ellos el momento de matarme. Todas las precauciones que pueda tomar…

—Que yo tomaré —dijo Melanie.

—No servirán de nada. Voy a esperarlos allí donde todo empezó, en compañía de Fozzy, y vendrán.

Alzó el corazón.

—Estarán delante de mí y me apuesto algo, Melanie, a que al menos uno o dos o tres de ellos no aceptarán que se me mate.

Alzó el anular.

—Sin dejar de estar preparado para intervenir en el último segundo.

Abrió la puerta-ventana. La bruma había borrado la cresta de las montañas.

—La verdad —dijo Melanie— es que quieres saber si, entre ellos, hay al menos uno que te quiera.

Se quedo inmóvil.

—Y aun cuando así fuese, ¿qué tendría de malo?

4

Él pensó:

«Matar a Melanie Killian ya no serviría de nada.

»Demasiado tarde. Deberíamos haberla matado al mismo tiempo que a esos hombres de Washington y de Colorado, antes incluso que a Mackenzie.

»En el caso de éste tomamos demasiadas precauciones: una escenificación inútil, pero divertida. Sobre todo lo de la hija.

»Creyó de verdad hasta el último momento que íbamos a perdonarle la vida.

»Es típico. En primera fila de mi odio coloco a esos chicos y chicas que sienten confusamente la misma cólera que nosotros, los Siete, y no hacen nada. Se dejan llevar hacia la edad adulta, estúpidamente, como corderos al matadero, se dejan emascular por la sociedad, dejan que se apague su cólera e incluso luchan contra ella.

»Deberían estar en nuestro bando, formarían un ejército gigantesco… Nosotros seríamos sus jefes.


»Farrar es el verdadero problema.

»Ha comprendido que estábamos escuchando a Fozzy cuando llamó desde Washington. Las horas cuadran.

»Así pues, actúa sabiendo que controlamos a Fozzy.

»Y se prepara para atacarnos en relación con el difunto Herbie Tolliver.

»No me sorprende.

»Adivino la clase de trampa que quiere tendernos.

»Pero se trata de una treta tan simple, que siento vergüenza por él.»

«Farrar acostándose con Liza, ¡joder!»

5

—En adelante no nos separaremos nunca más de usted, señor Farrar. A partir de este mismo minuto, le garantizaremos una protección inmediata.

—¿Y que significa eso?

—No sé si le salvaremos la vida, pero estará usted menos solo. Cuatro de mis hombres estarán encargados de no perderle ojo en ningún momento.

El convoy de coches se dirigía hacia Colorado Springs.

Allenby prosiguió:

—He mandado examinar con lupa todos los edificios del laboratorio Killian al que nos dirigimos, instalaciones eléctricas y sistemas de climatización incluidos. Un equipo de informáticos ha revisado incluso ese enorme chisme que usted llama Fozzy. No lo han acabado de entender, pero me han jurado que Fozzy no puede matarlo a usted y eso es lo único que me importa.

Calle Veintiuna, Cheyenne Boulevard. Allenby continuó:

—Gracias a Dios, cuando se construyó el centro Killian, Martha Oesterlé pensó en la seguridad. Se instalaron todos los sistemas de alarmas posibles. Si un simple dedo del pie de uno solo de los Jóvenes Genios se posa en la zona roja, la mortalidad infantil de Colorado aumentará en proporciones increíbles. He acabado. Puede usted parar y dejarme al borde de la carretera y montar en otro coche.

Jimbo se detuvo. Preguntó a Allenby:

—¿Quiere que le dé mi opinión?

—La deseo con fervor —respondió Allenby.

—Su «protección inmediata» no servirá estrictamente para nada.

Tuvo que pasar por tres controles antes de poder entrar por fin en la sala subterránea, insonorizada, silenciosa, en la que lo esperaba Fozzy. Ordenó:

—Fozzy, cierra las puertas detrás de mí. Paralización de los ascensores. Bloqueo general.

—Pues como si estuviera hecho y ya está hecho, chaval.

—¿Qué hora es, Fozzy?

—Dos tres cinco cuatro.

Las veintitrés horas cincuenta y cuatro.

—Faltan seis minutos, Fozzy.

—Muy bien, chaval.

Jimbo se quitó la cazadora y substituyó sus
boots
por zapatillas de tenis.

—Sube un poco la temperatura, Fozzy: un grado.

—Pues, ¡un grado más! —gritó Fozzy.

Jimbo se sentó en pleno suelo, con los brazos en torno a las rodillas. Le temblaban las manos y ya no intentaba dominar su nerviosismo.

Ya estaba solo.

Habían preguntado a Jimbo Farrar cuándo daría la señal para las transferencias de datos. Había respondido que el día 7.

A las cero cero horas cero cero.

Ya eran.

6

Al ordenador instalado doce años antes por Martha Oesterlé, el más potente y rápido de su época, se le habían aplicado mejoras substanciales desde que había pasado a ser Fozzy, hijo natural de la ciencia y del genial trabajillo de James Jimbo Farrar.

La metamorfosis había sido realmente impresionante.

El 7 de enero hacia el mediodía, Fozzy llamó:

—¿Jimbo?

—Sí.

—Ya está, chaval. Ya va cobrando forma.

Fozzy tenía en aquel momento la voz de Al Pacino en
El padrino
.

—¿Y la gran noticia, Fozzy?

—El Caballo es un hombre —dijo Fozzy.

—Algunos detalles, por favor.

—Un metro setenta y ocho, más o menos, pelo rubio, raya a la izquierda, ojos azules. Acento de Nueva Inglaterra. Veintisiete años. Le gustan las morenas llenitas, las chaquetas de
tweed
y los mocasines de dos colores. Ha vivido en Boston y en Nueva York. Lleva un sello de oro y ónice en el anular de la mano derecha. Fuma Marlboro. Su padre tiene una ferretería en una ciudad pequeña cerca de la frontera canadiense. Ha trabajo en un banco de Boston.

Fozzy calló. Jimbo preguntó:

—¿Y el color de sus calcetines?

—Un momentito —dijo Fozzy, con la voz de un mafioso de
Little Italy
en Manhattan.

Media millonésima de segundo después:

—No hay nada sobre sus calcetines —dijo Fozzy.

Jimbo movió la cabeza.

—Era una broma, Fozzy.

—¡Intelectual! —exclamó Fozzy con la voz de Fozzy.

Fozzy añadió que el Caballo se llamaba Herbert George Tolliver, Herbie para las señoras. En el banco Cavendish de Boston (Massachussets) lo habían puesto de patitas en la calle por haber recibido comisiones ilegales cuando trabajaba en el servicio de préstamos personales.

Tan sólo en Nueva York, había abierto 79 cuentas corrientes en 79 bancos o agencias bancarias diferentes, con 79 identidades diferentes.

Después Fozzy empezó a indicar, respecto de cada una de las aperturas de cuenta, la hora aproximada de la operación, la fecha, el nombre y la dirección de cada uno de los establecimientos, el nombre del empleado de la ventanilla, el número de cuenta, la identidad utilizada en cada ocasión, el…


Stop!
Fozzy, respuestas de primera importancia sólo.

También en Nueva York, el Caballo Tolliver se había puesto en contacto con 68 agentes de cambio diferentes, presentándose siempre con 68 identidades diferentes.

Después de Nueva York, el Caballo Tolliver se había trasladado a Filadeldia, Washington, Atlanta, Miami, Hamilton (en las Bermudas), Nassau (en las Bahamas), Nueva Orleáns, Saint Louis, Cincinnati, Cleveland, Toronto, Montreal, Chicago, Kansas City, Dallas, Denver, Seattle, San Francisco, Honolulu, Los Ángeles.

Durante ese recorrido había…

—¿Las fechas, Jimbo?

—Me traen sin cuidado.

… abierto 246 cuentas corrientes y se había puesto en contacto con 145 agentes o bancos de inversión.

Así, pues, en total, incluido Nueva York, el Caballo Tolliver había visitado a 213 agentes de cambio o bancos de inversión y había abierto 325 cuentas corrientes.

El cabrito de Jimbo había acertado y los 548 nombres diferentes utilizados por el Caballo Tolliver figuraban todos en la guía de teléfonos —siempre de una página derecha— de la ciudad de Boston (Massachussets), edición de 1980.

Fozzy se puso a restituir el increíble rosario de movimientos de fondos y valores, compras y ventas, hechos entre las 325 cuentas corrientes y los 213 agentes de cambio o
investment bankers

—Corta, Fozzy. Sólo quiero el número total de movimientos.

—3.428.

—Continúa, Fozzy.

… Todos esos movimientos habían sido ejecutados por los banqueros por orden escrita y código emitido por sus 548 clientes….

—Vale, chaval, sólo por correspondencia, sólo por escrito, como has dicho tú, tururú.

Los nombres de código utilizados procedían de la Biblia.

El dinero procedía de la venta de acciones mobiliarias hasta entonces propiedad de un banco de inversiones sito en William Street, Manhattan (Nueva York). El director, Charles M. Hawk, figuraba en varias listas de «relaciones personales», listas solicitadas a todos los jefes de establecimientos con los que se habían puesto en contacto Jimbo y Melanie.

—También figuraba en la lista confeccionada por Henry Cavendish, banquero de Boston, sí, chaval.

El valor total de las acciones y obligaciones robadas era de…

—Cifra final, Fozzy, una vez deducidas las comisiones y gastos.

… 96 millones de dólares con 64 centavos.

—Y 96 dividido por ocho, da, en efecto, doce, sin duda alguna, chaval.

De esa suma se habían retirado los diez millones ingresados en la cuenta de Douglas Mackenzie…

… abierta por correspondencia…

y el millón ingresado en la cuenta de Thomas Wagenknecht…

… abierta por correspondencia.

Por último, Fozzy dijo que Herbert George Tolliver había muerto el 16 de octubre pasado, al caer del tejado de un inmueble de Pacific Street, South Brooklyn (Nueva York), y que la investigación hecha por la puta pasma había concluido que se había tratado de una muerte accidental…

—… ¡Qué va a ser accidental, chaval!

7

La carta llegó a Ann el lunes 10 de enero, en el primer reparto, el de las ocho.

En realidad, había tres cartas y tres sobres, unos dentro de los otros, como esas muñecas rusas encajadas unas dentro de las otras.

La primera llevaba el membrete de
Killian Incorporated
en Nueva York, Park Avenue, y la firma de una de las dos secretarias personales de Melanie, una tal Ellen Bowles, a la que Ann había visto una o dos veces. «Querida señora Farrar», escribía Bowles, «acabo de recibir hoy, viernes 7 de enero, por mensajería, una carta de Matheson & Ross, de Boston, bufete de abogados reputado por su seriedad y que ha sido el encargado de la sucesión del Sr. Emerson Thwaites. Uno de los pasantes del bufete me había telefoneado previamente para anunciarme su carta. Va dirigida a usted. Como verá, lleva la mención
Personal y muy urgente
. Dada la imposibilidad en que me encuentro de hablar con la Srta. Killian, que está de viaje en América del Sur, me tomo la libertad de remitirle esta misiva. Atentamente…»

La segunda carta, esa vez con el membrete del bufete Matheson & Ross, de Boston, estaba firmada por un tal Henry Ross. En ella explicaba que, por habérsele encargado poner en orden los asuntos del difunto Sr. Emerson Thwaites, había empezado a clasificar sus diversos papeles y documentos. Así había encontrado la carta, adjunta en un sobre y sellada, dirigida a la Sra. Ann Farrar, sin indicación de dirección, pero en la que figuraba la mención
Estrictamente personal
, subrayada dos veces. Todo parecía indicar que el Sr. Thwaites había redactado aquella carta poco antes de su defunción, tal vez el mismo día. No había tenido tiempo de echarla al correo o había aplazado su envío.

Fuera como fuese, él, Henry Ross, había de transmitir la carta a su destinataria. Había telefoneado a Colorado, a Manitou Springs, pero no había obtenido respuesta. Tras informarse, se había enterado de que el correo de la Sra. Farrar debía pasar por la secretaria personal de la Srta. Killian. Así, pues, había llamado a una Srta. Ellen Bowles, quien le había confirmado que se le debía transmitir a ella la carta, en efecto, para que la remitiera, cosa que se había hecho por mensajería.

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