Read The Prodigies - La Noche de los Niños Prodigio Online
Authors: Bernard Lenteric
Tags: #Ciencia Ficción, Intriga
Liza, Guthrie y Sammy tomaron el relevo para la «segunda dispersión», más compleja que la primera.
En aquella ocasión, era dinero propiamente dicho el que transitaría por ciento treinta y tres cuentas corrientes, prácticamente por todos los Estados Unidos. Había que fraccionar las sumas transferidas a otras ciento setenta y una cuentas y con identidades diferentes.
Una última vez, el dinero volvió a partir con destino a cuentas que aún no se habían utilizado: había diecisiete.
El resultado apareció en todo su esplendor unas tres semanas después, al final de las dos últimas fases imaginadas por Wes y Hari: utilizar el dinero obtenido para volver a comprar valores y después revenderlos y, por último, transferir la totalidad de las sumas obtenidas a las cuentas de Nassau (Bahamas), es decir, una vez deducidas todas las comisiones y pagados todos los gastos, la suma de 96 millones de dólares.
No exactamente 96 millones. La cifra ascendió en realidad a 96 millones, un dólar y sesenta y cuatro centavos.
Aquel dólar y aquellos sesenta y cuatro centavos eran el resultado de un error de cálculo y la prueba de que los Siete no eran infalibles.
Habrían preferido que hubiera sido exacto.
—Hallay —dijo el hombre—, Paul Hallay. Soy yo quien ha llamado. La señora Farrar me ha dicho que bajara a reunirme con usted.
Se las arreglaba para tener la frente baja y llevar al mismo tiempo la barbilla alta. Miró en derredor con curiosidad. Su mirada pasó por los trenes con indiferencia y se quedó fija en un una enorme bola de pelo.
—Mi perro —explicó Jimbo—. Se llama Ben Jonson. Es tímido. Se pone así siempre que hay alguien a quien no conoce.
Jimbo se arrodilló delante del cuadro de mandos para acechar el tren que iba a aparecer.
—¿Tiene usted alguna prueba de su identidad? —preguntó Hallay.
Jimbo consiguió encontrar su permiso de conducir y se lo alargó.
—Es que, como comprenderá, la suma es tan importante… —explicó Hallay.
El rápido Tokio-Buenos Aires pasó en tromba, Jimbo había esperado hasta el ultimísimo segundo para maniobrar el cambio de agujas.
—Señor Farrar, se han hecho las transferencias en diecisiete bancos diferentes, el mismo día.
Jimbo, que hasta entonces había estado de rodillas, se puso a cuatro patas. El Tokio-Buenos Aires acababa de entrar en la estación, pero otro tren, réplica exacta del Tren de Gran Velocidad que los ferrocarriles franceses iban a poner en la línea París-Lyon, estaba aún en movimiento. Jimbo cerró los ojos:
—¿La suma total?
—¿De todas las transferencias?
Jimbo asintió. El TGV se acercaba, la vía especial vibraba ligeramente. Apareció, rodando a una velocidad de locura, lanzado por su línea derecha a través de un decorado de viñedos.
—Doce millones de dólares —respondió Hallay—, doce millones y diecinueve centavos.
Un pequeño claxon rugió. El tren pasó rozando las cejas de Jimbo.
—Doce millones de dólares en una cuenta corriente no es una trivialidad —dijo Hallay.
Jim movió la cabeza y volvió a ponerse de pie.
—Mi banco podría preparar un plan de colocaciones e inversiones —propuso Hallay—. Me ocuparía yo de ello personalmente.
—Váyase, se lo ruego —dijo Jimbo con suavidad.
Hallay se marchó. Ben Jonson asomó su grueso hocico negro al aire libre, comprobó que el intruso había cedido terreno y se desplegó.
—¡Imbécil! —dijo Jimbo—. Imbécil supino.
Aquel martes, partió de Denver a última hora de la mañana y llegó a Boston vía Nueva York. Estuvo en el colegio de la Fundación un poco antes de las cuatro.
En una de las aulas de la planta baja, Emerson Thwaites estaba dando clase. Estaba hablando de la guerra civil española, de Durruti y del asesinato del cardenal Soldevila. Jimbo se quedó parado en el umbral. Thwaites le sonrió:
—¿Quería hablar conmigo?
—Pero puedo esperar perfectamente —respondió Jimbo.
Entre los ocho alumnos que asistían al curso del historiador, estaban Eli Rainier y Lee. Jimbo volvió a marcharse.
Wes y Hari, junto con seis de sus compañeros, se encontraban en un aula contigua, en compañía de un antiguo Secretario de Estado que, dos horas a la semana y a precio de oro, les impartía cursos de Economía Política.
Gil y Guthrie Cole, en una tercera aula y dentro de otro grupo, estaban alineando ecuaciones en grandes pizarras.
Jimbo echó otro vistazo en otras dos aulas y después bajó al sótano, al laboratorio de química.
Falta uno: Sammy.
Jimbo subió.
El pequeño Sammy estaba en la habitación que compartía con Gil. Tumbado boca abajo en una de las camas, leía, mientras comía chocolate.
Al entrar Jimbo, no movió la cabeza. Tampoco reaccionó cuando Jimbo se acercó al pie de su cama.
Silencio.
Jimbo miró en derredor. Era la primera vez en que entraba en las habitaciones de los Siete, la primera en que se reunía, desde hacía mucho, con uno de los Siete, salvo en las clases de informática del martes y del miércoles por la mañana. En el cuarto de Gil y Sammy, Jimbo vio lo que se veía en el de cualquier estudiante: un guante de béisbol colgado a la cabecera de la cama, posters de John Lennon, de Bette Midler, del baloncestista Kareem Abdul Jabbar, de Bogart, una gran foto en blanco y negro de un lugar que debía estar en Nuevo México y otra que representaba el
Yankee Stadium
, en el Bronx, y algunos libros. Jimbo se inclinó para leer sus títulos. Ninguna novela y, exceptuados tres álbumes de
Peanuts
y algunos números de
Mad
, lo esencial de la biblioteca era técnico: media docena de obras de informática, cuya lectura le había aconsejado él mismo; el Feigenbaum & Feldman, los dos Simón, una pila de números de la revista
Electronics
y, naturalmente, el Gattinger & Marks.
La mirada de Jimbo volvió a fijarse en el muchacho, que parecía absorto en la lectura.
—Ya sé —dijo— que vuestra defensa consiste en eso: parecer chiquillos comunes y corrientes. Y nunca cometéis un error: jamás.
Una pausa. El pequeño Sammy dejó tranquilamente su libro y se volvió apoyado en un codo. Sonrió:
—Ah, señor Farrar, no lo había oído entrar.
—No es verdad —dijo simplemente Jimbo.
Se sentó sobre la otra cama, la de Gil. Desde allí pudo ver el título del libro que estaba leyendo Sammy a su llegada.
O aparentaba leer o sabía que yo iba a venir.
Handbuch der experimentellen Pharmakologie.
Y en alemán.
Sammy, con su gran sonrisa de niño alegre y travieso, dijo:
—Del yiddish al alemán, no resulta difícil. Toda mi familia, verdad, habla yiddish.
Estaba ahí, enfrente de Jimbo, y resultaba difícil imaginar que aquel chiquillo hubiera podido robar, junto con cómplices de su edad, ocho veces doce millones de dólares sin sacar prácticamente la nariz del colegio.
—En total —preguntó Jimbo—, ¿cuánto habéis afanado?
¡Qué pregunta más absurda!
Los ojos negros se llenaron de sorpresa:
—¿Afanado?
—¿Cuántos millones de dólares habéis robado?
Una pausa.
La mirada del muchacho se dirigió a una de las ventanas.
—La verdad es que no comprendo su pregunta —dijo con mucha calma Sammy—. ¿Quién ha robado y qué?
Se irguió y se sentó en la cama. Su pequeño índice estaba dibujando espirales en la colcha. ¿Eran nueves o seises o sólo espirales?
—La verdad es que no —añadió Sammy—. ¿Se ha cometido un robo en la escuela? Y está usted investigando, ¿no es así?
—Estaba bromeando —dijo Jimbo.
Se irguió y se paseó por la habitación.
Una pausa.
—Me voy —dijo—. Abandono Harvard para volver a Colorado.
Se volvió y acechó intensamente algo en los ojos de su joven interlocutor.
Nada. Sammy colocó un punto de lectura en su libro y fue a colocarlo en un estante. Vuelto de espaldas, preguntó:
—¿Y quién lo sustituirá?
—Cavalcanti, en dedicación exclusiva.
Sammy movió la cabeza suavemente.
—Conocíamos la noticia desde hacía unos días, pero sentimos mucho que se vaya. Era uno de nuestros profesores preferidos, junto con el Sr. Thwaites. ¿Es…
Sammy sonrió, al tiempo que alzaba un poco los hombros, como para hacerse perdonar la indiscreción de su pregunta:
—¿… de usted la decisión?
—No —dijo con firmeza Jimbo.
Miraba fijamente a Sammy a los ojos y la diferencia de talla entre ellos rayaba en lo grotesco. Dijo bruscamente, como si las palabras se le escaparan contra su voluntad:
—Me gustaría veros y hablar con vosotros. Todos juntos: Liza, Guthrie Cole, Wes, Lee, Hari, Gil y tú. Sólo vosotros y yo. Esta noche, estaré en el laboratorio de informática a partir de las ocho.
Sammy sostuvo la mirada.
—Sammy, esperaré lo que haga falta: toda la noche, si es necesario. Quisiera que vinieseis vosotros, los Siete.
Dos segundos, después cinco, un tiempo extraordinariamente largo cuando se espera, y luego Sammy, poniendo sus negros ojos como platos, preguntó:
—¿Los siete qué?
Cuando estaba de paso por Boston, Martha Oesterlé se alojaba en el Lenox, en Copley Square, en el barrio nuevo de Prudential Center. Allí tenía sus hábitos desde hacía años. Sus hábitos y casi su leyenda: reunido en asamblea general, el personal subalterno del hotel la había elegido «clienta más coñazo del siglo».
Porque en los siglos anteriores faltaban términos de comparación.
Apareció a las nueve de la noche. Miró fijamente a uno de los recepcionistas con su expresión habitual, es decir, dando la impresión de que lo odiaba mortalmente:
—Espero que esté lista mi
suite
.
—Lo está —se apresuró a decir el portero.
Tuvo la desgracia de añadir:
—Como siempre.
—No diga estúpidamente «como siempre». Hace nueve años, el 7 de abril a la misma hora, se equivocó usted. Me dio la 234. Se equivocó de piso, conque no diga estúpidamente «como siempre», haga el favor. Mi llave.
Entró en la
suite
y cerró la puerta con llave tras sí, después de haber colgado el cartel: «No molestar». La
suite
se componía de una entrada espaciosa, un gran salón parcialmente amueblado como oficina, una alcoba y un cuarto de baño. Entró en el salón y dejó su maletín sobre la mesa. Lo abrió y sacó las carpetas con los asuntos que tenía intención de estudiar durante la velada y las dispuso metódicamente en el propio orden en que pensaba abordarlas. Colocó, exactamente paralelas, las tres estilográficas con tinta violeta. Se quitó el abrigo de entretiempo que llevaba encima del traje de chaqueta. «Una ducha y enseguida me pongo a trabajar».
Pero primero debía telefonear a Fitzroy para saber si había podido localizar a Farrar y fijar una cita con él para el día siguiente. Llamó sin éxito al número de Nueva York por la línea directa. ¡Increíble! En los veinte años que Jenkins llevaba de adjunto suyo, era la primera vez que no contestaba a su llamada.
Volvió a marcar el número tres veces seguidas.
Con el mismo resultado…
… Dividida entre la furia y una extraña sensación de malestar, debida seguramente a que la calefacción de la
suite
estaba demasiado fuerte.
Un problema de climatización.
Así, pues, tenía que echar una bronca a la recepción.
Entonces vio sus manos moverse independientemente de ella. Sus manos barrieron las carpetas de la mesa y las mandaron al suelo: sin violencia alguna; al contrario, con suavidad y una carpeta tras otra.
Titubeó. Pensó: «Un simple malestar, debido a este calor exagerado». Volvió a pensar en Jenkins, en su increíble incumplimiento: «Le he dicho: “Localice a Farrar en Colorado Springs y dígale que me trasladaré personalmente a Boston para reunirme con él. Hágalo. En cuanto a usted, lo llamaré a su casa de Nueva York entre las nueve y las nueve y cuarto, para que me informe al respecto”. Se lo he dicho bien cla-rito, ¡y no está en su casa!»
Por quinta vez, quiso llamar a Nueva York, pero las manos tampoco la obedecieron: en lugar de dirigirse al teléfono, su mano derecha recogió las tres estilográficas con plumilla de oro y las clavó directamente en la madera de la mesa.
«Espero que el puñetero Jenkins tenga una buena excusa…»
Titubeó por segunda vez.
«Una buena excusa, una buena excusa, una buena excusa», se repitió en su cabeza.
De repente el suelo se inclinó y la lanzó contra una pared. De paso, derribó una mesita que soportaba una lámpara, pero consiguió permanecer de pie: «Agua. El cuarto de baño».
Milagrosamente, se encontró delante de la puerta abierta de la habitación y la cruzó. En el segundo siguiente, un nuevo movimiento brutal del suelo la precipitó hacia delante, hacia la cama, sobre la que cayó, con la cara contra la colcha, sin poder controlar el menor de sus movimientos.
«Una buena excusa, el muy cabrón…»
La habitación, que hasta entonces había estado en penumbra, se iluminó de repente y Martha Oesterlé descubrió que no estaba sola, ni en la habitación ni en la cama. Su visión no era normal, desde hacía ya varios segundos: ya sólo veía con sacudidas, con centelleos sucesivos.
Pero, de todos modos, acabó reconociendo a Fitzroy Jenkins acostado junto a ella.
Fitzroy Jenkins, totalmente desnudo y vivo.
Muy vivo incluso.
No había la menor duda.
Jimbo había llegado antes de que se hubiera marchado la cuadrilla de las señoras de la limpieza, que, todas las noches, entre las siete y las ocho, limpiaban las aulas y los laboratorios del sótano. Una de ellas había oído decir que se marchaba y Jimbo había respondido: «Sí, es verdad, me voy, abandono Harvard. He venido tan sólo para recoger mis cosas».
En cuanto se quedó solo, se puso a trabajar, repasando el contenido de todos los disquetes del ordenador, todas las grabaciones, todos los programas que se encontraban en los armarios metálicos. Buscaba la más ínfima pista de la operación mediante la cual los Siete habían robado noventa y siete millones de dólares.
Y, al mismo tiempo, miraba por el rabillo del ojo el péndulo de la pared para acechar la posible llegada de los Siete, camino de la cita que les había fijado.
Nada.
A las nueve —en el momento en que Martha Oesterlé entraba en el hotel Lenox de Boston, a unos kilómetros de allí—, hubo un ruido de pasos, pero entró un solo hombre, el guarda, que se llamaba Cobb.