The Prodigies - La Noche de los Niños Prodigio (15 page)

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Authors: Bernard Lenteric

Tags: #Ciencia Ficción, Intriga

BOOK: The Prodigies - La Noche de los Niños Prodigio
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Se puso a caminar con pasitos apacibles, pasando revista a una línea ininterrumpida de jinetes cargados de adornos, todos diferentes y de unos veinte centímetros de altura.

—… se delegó en los niños la autoridad, con el pretexto de que eran más puros que los adultos.

Pasó por delante de los timbaleros y los trompetas, de los cornetas de caballos ligeros, y se detuvo ante un mosquetero gris, francés, de 1663.

—En los tres casos, fue un horror, James. Fue siempre como si, en punto a crueldad, los niños pudieran superar con mucho a los adultos, cuando se les ofrece la oportunidad, cosa que, gracias a Dios, no ocurre con frecuencia. Ésas son las enseñanzas de la Historia. ¿Responde eso a su pregunta?

—Sí.

Una pausa.

—Jimbo, creo profunda, sincera y definitivamente en la crueldad natural del ser humano. Creo que la simpatía, la amistad, el amor son simples reacciones de defensa, que nos hacen buscar desesperadamente un apoyo, una protección contra nosotros mismos y contra los demás, y creo que los niños, por estar más cerca del estado natural, son, por tanto, comparablemente más aptos para la crueldad. A eso se debe la necesaria doma a la que la sociedad, ya sea hotentote o presbiteriana, los somete.

—Y Hitler era un niño —dijo Jimbo sonriendo.

Emerson Thwaites apartó sus rollizas manos.

—¿Cuál es la doma eficaz en un ciento por ciento? Nunca desconfiaremos bastante de lo que queda en nosotros de nuestra infancia.

Contempló su colección con expresión de profunda satisfacción. Alargó la mano y acarició la crin del caballo tordo del mosquetero gris.

—Savonarola, Mao, los jemeres rojos: en todos esos casos, hubo fanatismo, pero, ¿y hoy?

Silencio.

Se volvió y miró a Jimbo Farrar, sentado junto a la chimenea de piedra, en un sillón
William and Mary
. «No va a responder», pensó Thwaites, «como tampoco lo hizo de verdad Ann».

Y, sin embargo, Thwaites conocía la respuesta a su propia pregunta: el fanatismo de todos o una parte de aquellos chiquillos bautizados Jóvenes Genios había nacido del sentimiento de su suprema superioridad sobre el común de los mortales.

El propio Thwaites, que les enseñaba la Historia, había tenido al menos en una ocasión, en el contacto con algunos de ellos, una sensación muy difusa de algo anormal.

Anormal, sin más precisiones.

Algo que había provocado una grieta muy fina entre Ann y Jimbo Farrar. No sabía cómo intervenir, suponiendo —pero no era así— que lo hubiera deseado.
Porque James Jimbo Farrar te impresiona. Lo sabes. Siempre te ha dado un poco de miedo, después de tantos años.

Por lo demás, James Jimbo iba a volver a Colorado, abandonar Harvard, interrumpir aquel absurdo ir y venir.

Tomó con ternura el mosquetero gris. Lo llevó a la mesa en que se encontraban sus pinceles y sus minúsculos botes de pintura. Había que reavivar el color de uno de los botes del jinete.

Se sentó. Mientras pintaba, su mano izquierda sostenía la derecha, para evitar el menor temblor, que habría sido catastrófico.

Apenas si oyó a Jimbo marcharse.

Emerson Thwaites era un hombre sereno.

Si discernió, en aquel momento de la historia, el peligro que se acercaba, es probable que lo pasara por alto deliberadamente.

3

De los Siete era el más peligroso y pensaba:

«Ha llegado el momento de matar a alguien.

»Poco importa quién sea.

»Alguien».

El tremendo odio que había acumulado durante tantos años, aquel odio de una inimaginable ferocidad, no podía satisfacerse con un robo: ni siquiera con un robo de unos millones de dólares.

«Niñerías, en las que acabaríamos, nosotros, los Siete, volviéndonos insulsos, al perder nuestro impulso y nuestra fuerza. No hay otra opción que la de llegar más lejos y ellos me seguirán: nos queremos.

»Llegar más lejos es matar».

Confeccionó una lista de nombres.

Sin orden de preferencia.

El primero: Emerson Thwaites. «Por esa serenidad que lo hace creerse superior».

Después, Melanie Killian.

A continuación escribió el nombre de Fitzroy Jenkins. «Pese a su increíble mediocridad».

Y, naturalmente, el de Martha Oesterlé.

Era una elección indiscutible.


Ann Farrar y sus hijos.

«Por gusto».


Escribió también el nombre de Doug Mackenzie, adjunto de Melanie Killian, que dirigía, junto con Oesterlé, la
Killian Incorporated
.


Vaciló y después se decidió, de todos modos, a escribir en letras mayúsculas: JAMES DAVID FARRAR.

Una pausa. Chupó el bolígrafo.

NO.

Sin embargo, sería romper para siempre con el pasado, cortar el cordón umbilical.

«Pero no todos querrán».

Borró el nombre de Jimbo.


En espera de las maniobras.

Ya no era que ardiese siquiera en impaciencia, ardía de fiebre: poder por fin dar libre curso a la Cólera contra el mundo entero, que era lo que era: inaceptable.


Arrugó el papel en el que había confeccionado la lista y lo quemó. Con la misma cerilla se encendió un canuto de marihuana.

4

El viernes, en el pequeño laboratorio que la Fundación había mandado montar para los Jóvenes Genios, Gil «Gerónimo» Yepes puso en marcha el teletipo. Accionó el aparato telefónico con teclas. Compuso el código secreto de acceso a la memoria central del ordenador de William Street. Eran las nueve cuarenta de la noche.

Veinte segundos después, el teletipo comenzó a imprimir las primeras líneas: nombre y referencias del propietario de los valores mobiliarios, códigos de los bancos y agentes de cambio que habían hecho las transacciones, fecha y modalidades de éstas.

Gil había pedido al ordenador una primera selección, basada en dos criterios: primero, seleccionar sólo valores de primer orden (IBM, Royal Dutch, Hoffman La Roche, ATT, General Electric, Imperial Chemical, Exxon, etcétera); además, enviar sólo el contenido de las carteras estables, de inversión.

—De todos modos, va a tardar muchísimo —observó Guthrie Cole.

Gil no rechistó.

—Unas catorce horas —dijo Hari.

—La noche no bastará.

—Continuaremos en la noche del sábado al domingo.

Había sido por esa razón, en primer lugar, por la que habían optado por actuar durante el fin de semana. Los demás días, tenían clases temprano.

Liza preguntó:

—¿Y si un guarda o un informático entra en la sala en Nueva York durante la transmisión y le extraña ver funcionar un ordenador en plena noche?

Guthrie Cole, Wes, Hari y la propia Liza interrogaron con la mirada a Gil. El pequeño chicano volvió despacio la cara y sus ojazos negros se iluminaron por una vez con una sonrisa tímida. Explicó:

—He dado, entre otras, la orden a la computadora de que deje de transmitir en el preciso segundo en que se encienda una luz en el sótano del banco.

Cosa que ocurrió en dos ocasiones. Una primera vez a las doce y tres minutos y después hacia las cuatro de la mañana.

—Seguro que el guarda hace rondas —comentó Lee.

En las dos ocasiones la interrupción fue corta: entre ochenta y ciento cincuenta segundos.

Después de los cuales el teletipo se volvió a poner en marcha y acumuló kilómetros de lista. Al final había de proporcionar, según los cálculos de Wes, una plataforma de veintiséis millones de acciones (valor aproximado, cien dólares más o menos: diecinueve mil millones de dólares).

Veintiséis millones seleccionados de entre los 117 millones de valores mobiliarios encerrados en la memoria de un cretino ordenador a trescientos kilómetros de allí.

Los días siguientes, los Siete hicieron una nueva selección.

Localizaron las carteras estables, cuyos titulares no habían hecho ninguna transacción durante los veinticuatro meses anteriores. Aquellas carteras pertenecían a personas que no deseaban especular, sino invertir, lo que limitaba las posibilidades de órdenes de venta y, por tanto, el riesgo de que se descubrieran rápidamente las transferencias.

Conocían las conclusiones de un informe reciente del Comité de Investigaciones del Senado, comunicado a la mayoría de los bancos grandes, entre ellos el del padre de Wes Cavendish, en Boston. Según dichas conclusiones, los riesgos de que se descubran los robos son nulos en los cuatro meses siguientes; de dos a seis por ciento entre cuatro y nueve meses después del robo; de 11 por ciento entre nueve y once meses; de 21 por ciento de 11 a 24 meses; de 89 por ciento, a partir de dos años.

La selección requirió un poco menos de una semana a los Siete. La hicieron cinco de ellos solamente: en aquella ocasión, Wes, Liza, Lee, Sammy y Guthrie Cole.

En el mismo tiempo, Gil y Hari prepararon y escribieron el programa de transferencia.

Dicho de otro modo, el propio mecanismo del robo.

Los Siete decidieron cometerlo lo antes posible, en cuanto hubiera acabado la que llamaban operación Tolliver.

5

Una vez más, Jimbo tomó el avión entre Boston y Denver. Recogió su coche en el aeropuerto Stapleton, tomó la carretera de Colorado Springs y se dirigió directamente al centro de investigaciones Killian.

Una hora después:

—¿Fozzy?

—Sí, chaval.

—¿Qué tal?

—Bien.

—No sé qué hacer, Fozzy.

Silencio. En el rostro de Jimbo se sucedían reflejos de luz multicolores, debidos a los incesantes parpadeos de Fozzy.

Tenía la vista fija en una de las pantallas catódicas en que se inscribían regularmente las operaciones de control que otra parte del cerebro de Fozzy estaba haciendo. Dicho control se refería a la fabricación, en California, de microprocesadores, las inversiones más recientes del imperio Killian. Fozzy no intervenía en la fabricación misma. Su único trabajo consistía en verificar el buen funcionamiento de los infinitesimales circuitos integrados grabados en microscópicas laminillas de silicio y, llegado el caso, rechazarlos por ser defectuosos.

—¿Me has oído, Fozzy?

—Pero que muy bien, chaval.

La voz de Fozzy era entonces la de Jack Lemmon, disfrazado de mujer, en
Some like it hot
.

—Fozzy, aún no he anunciado a los Siete que iba a abandonarlos. Pregúntame qué va a ocurrir cuando así sea.

—¿Qué va a ocurrir cuando los abandones?

—Algo muy malo, Fozzy, y me preocupa.

—Entendido —dijo Fozzy.

Una tercera parte del cerebro de Fozzy —no la que respondía a Jimbo ni la que controlaba la fabricación de los microprocesadores— hacía, por cuenta de una sociedad californiana de construcciones aeronáuticas, cálculos para los que un ejército de matemáticos habría necesitado mil doscientos años y Fozzy iba a aportar los resultados de dichos cálculos la mañana siguiente.

Eran las ocho de la noche menos siete minutos. «Uno-nueve-cinco-tres», para Fozzy.

—Me preocupa —continuó Jimbo—. Son capaces de todo, Fozzy, de todo. Han cometido un primer robo y probablemente vayan a cometer otro, pero no se limitarán a eso. Pregúntame por qué.

—¿Por qué, chaval?

—Por su odio y su desprecio de toda la Humanidad, por la agresión de la que fueron víctimas el día en que se los reunió por primera vez, pero eso sólo fue un revelador. ¿Sabes lo que es un revelador, Fozzy?

—Químicamente hablando… —comenzó Fozzy.

Jimbo lo interrumpió:

—No me refiero a la química. Hablo en sentido figurado.

—En programación no hay sentido figurado —anunció Fozzy.

Jimbo movió la cabeza. Echó un vistazo a la parte de Fozzy que estaba haciendo los cálculos para los californianos. Todo iba bien. Fozzy llevaba incluso cuarenta segundos de adelanto sobre el programa creado por Ernie Sonnerfeld, cosa que no era normal: «Ernie ha vuelto a equivocarse. Mañana se lo diré». Jimbo dijo:

—Fozzy, una nota para Ernie. Texto que comunicar por impresora: «Ernie, te has equivocado en cuarenta segundos. Fin».

—Anotado —dijo Fozzy.

Jimbo cambió de fila y caminó unos metros para ver cómo iba el cuarto programa que Fozzy estaba ejecutando aquella noche. Aquel programa era confidencial: un experimento de transmisiones de datos a grandísima velocidad, no por cable, sino por satélite, entre Fozzy y otro ordenador que se encontraba en Florida.

—Clave seis código Sidney —dijo Jimbo a Fozzy—. ¿Va todo bien con tu amiguete de Florida?

—Chachi, chaval. Sólo, que mi amiguete de Florida es más tonto que mandado a hacer de encargo.

Jimbo sonrió. Siguió caminando. Un poco más lejos, el quinto programa de Fozzy estaba en marcha. Ése era
ultra-top-secret
: investigaciones por cuenta del Departamento de Defensa. Nombre del código: Roarke.

—Fozzy, clave 678, código Umbrella. ¿Por dónde vas?

Tan
ultra-top-secret
, que, aparte de Jimbo, sólo Tom Wagenknecht y Ernie Sonnerfeld estaban autorizados a trabajar con él.

—Carbura —respondió Fozzy—, pero hace falta tiempo.

Jimbo se sentó en el suelo, alargó las piernas y reclinó la nuca contra una de las consolas de Fozzy.

—Van a matar a alguien, Fozzy: tarde o temprano.

Jimbo volvió la cara; una parte de su cara entró en contacto con Fozzy. Cerró los ojos, cansado.

—Fozzy, estoy intentado entender solamente. No es fácil.

—No estás solo —dijo Fozzy con la gruesa voz de Lee Marvin—. Yo estoy aquí, chaval.

—Lo sé.

Una pausa.

—Primero lo que dijo Emerson Thwaites sobre los jóvenes: su necesidad de absoluto, su impaciencia, su desesperación. Todo eso, Fozzy, y la crueldad natural. En ese momento de eternidad en que ya no se es un niño, pero tampoco un adulto todavía: el momento peligroso, Fozzy.

—Pero tú eres un adulto.

Jimbo sonrió:

—Nadie es totalmente adulto: por fortuna.

Bostezó, muy cansado: estaba claro.

—Los Siete son adolescentes, Fozzy. Están en el momento de la eternidad, en pleno, y el mundo que se les ofrece los encoleriza mucho, Fozzy.

Empezó a sonar el teléfono. Jimbo no reaccionó.

—Teléfono —dijo Fozzy.

—¡Déjalo!

Una pausa.

—Yo los junté, Fozzy. Fue un riesgo de cuidado, el que corrí, porque creo que sus cóleras no se suman simplemente: se multiplican unas con otras. Y me da canguelo.

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