The Prodigies - La Noche de los Niños Prodigio (6 page)

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Authors: Bernard Lenteric

Tags: #Ciencia Ficción, Intriga

BOOK: The Prodigies - La Noche de los Niños Prodigio
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—Agáchese.

Jimbo obedeció. Ella lo besó en la boca.

—¿Qué tiene usted de tan extraordinario? ¿Por qué está Ann loca por usted?

—Soy diabólicamente inteligente —respondió Jimbo—. ¿Quiere que le plantee un problema?

Recitó a una velocidad impresionante:

—Los pesos de dos sostenes de un modelo A, de tres sostenes de un modelo B, de cuatro sostenes de un modelo C, son todos superiores a la unidad de medida. Sabiendo que dos sostenes A equivalen a un sostén B más la unidad, que tres sostenes B equivalen a la unidad más un sostén C, que cuatro sostenes C equivalen a la unidad más un sostén A, ¿cuál el peso de cada uno de los sostenes?

Las dos mujeres se miraron desconcertadas.

—Está loco —dijo Melanie.

—Completamente —respondió Ann.

—Simple ecuación de primer grado —dijo Jimbo— y conozco otras mucho mejores. Soy en verdad diabólico.

Melanie peguntó: ¿estaba al corriente de los proyectos del grupo Killian sobre una nueva sociedad de informática que se iba a crear allí mismo, en Colorado, donde el Departamento de Defensa tenía unas instalaciones, y que iba a utilizar los servicios de aquel superordenador que un cretino había llamado Fozzy y que iba a necesitar un superespecialista para que lo dirigiera todo y que ese podría ser él, Jimbo Farrar?

—Sí —dijo Jimbo.

Y, a propósito, él era el cretino que había llamado Fozzy a Fozzy.

—Sonnerfeld y Wagenknecht afirman que es usted un superespecialista y, como ellos mismos están considerados en este país unos superespecialistas y lo consideran a usted aún mayor que ellos, está usted, como quien dice, contratado.

—¿Quién es Wagenknecht?

—El adjunto de Sonnerfeld —respondió Melanie.

—Y viceversa —añadió Ann.

—Ahora entiendo —concluyó Jimbo.

Fueron los tres a cenar al
Top of The Rockies
, en el trigésimo piso de la torre del
Security Life Building
, en la Glenarn Place de Denver. Contemplaron las Montañas Rocosas cubiertas de una bruma rojiza que se hundía en la noche y convinieron, como todo el mundo, en que era una vergüenza, aquella contaminación. Hablaron de «Cazador de Genios» y Melanie declaró que tenía, desde luego, la intención de hacer respetar las disposiciones testamentarias de su abuelo. El difunto Joshua Killian había deseado que se continuara con el programa diez años más.

—Pues entonces tendrán quince —observó, pensativo, Jimbo.

Ellas lo miraron con sorpresa: ¿de quién hablaba? «Ah», respondió, «de nadie en particular», pero, imaginando —imaginando simplemente— que «Cazador de Genios» hubiera dado algunos resultados, al cabo de diez años dichos resultados tendrían quince años de edad, en vista de que el programa sólo trabajaba con niños que en aquel momento tenían cinco años.

—Lógico —dijo Jimbo.

Una vez más, en el fondo de sus ojos azules se veía toda la inocencia del mundo. Precisó más:

—Y, dentro de diez años, se podría reunir, por ejemplo, a los veinte o treinta o cincuenta mejores niños seleccionados en todos los Estados Unidos por la operación «Cazador de Genios».

Guardaron silencio los tres. Él miró fijamente a Ann, luego a Melanie y después las Rocosas.

—¡Qué publicidad para
Killian Incorporated
! —añadió—. La Fundación Killian ha descubierto, revelado y puesto a disposición de los Estados Unidos los más brillantes de sus niños. Al cabo de diez años se podría organizar algo así como una distribución de premios reuniendo a todos los laureados.

Contempló las Rocosas, que casi habían desaparecido en la bruma y la noche.

—¿Melanie? —preguntó Ann.

—¿Por qué no? —dijo Melanie.

—Se podría reunir a los veinte, los treinta o los cincuenta mejores —añadió Jimbo.

Melanie dijo:

—Dentro de diez años, en 1981, yo tendré treinta y dos años. Se podría organizar ese acto en el Waldorf Astoria o en el Teatro Chino de Los Ángeles, como con los Oscar de cine.

—Por ejemplo —asintió Jimbo.

Algún tiempo después, partió con dirección a Chicago, Berkeley, Nueva York, el
Massachussets Institute of Technology
, muchos sitios plagados de especialistas en informática. Asistió a un curso de cuatro meses al que lo sometió el grupo Killian antes de confirmarle los destinos de la sociedad creada en septiembre de aquel año. Volvió a Colorado. Su matrimonio con Ann se fijó para comienzos de diciembre, pero su madre murió. Hacía años que la madre de Jimbo ya no se llamaba Farrar. Diez años antes, se había vuelto a casar con cierto Emerson Thwaites, profesor en la Universidad de Chicago. Naturalmente, Jimbo asistió a las exequias. Estrechó la mano a Emerson Thwaites, hombre amable. «Una mujer admirable». «Sí», respondió Jimbo. La última conversación larga que había tenido con su madre se remontaba a nueve años atrás, cuando había tirado a la basura sus viejos calcetines de baloncesto y él le había puesto mala cara, al decirle:
¡Ésos, no, jolines!
, pues con ellos acertaba el sesenta y tres por ciento de sus tiros a media distancia (jugaba de extremo). Se quedó en Chicago tres días más de lo previsto, porque Emerson Thwaites no estaba nada mal como padrastro y, además, parecía de verdad afectado por la muerte de su esposa.

Y aquellos tres días contaron en lo que ocurrió más adelante. Contaron y costaron caros.

4

Volvió una vez más a Colorado. Se fijo la boda para el 7 de enero de 1972. Aquella vez, nada ocurrió que impidiera la celebración. Jimbo y Ann se casaron. Melanie Killian fue uno de los testigos, tras volver en Europa expresamente para la ceremonia, y Janice Morton también y Martha Oesterlé, Sonnerfeld, Wagenknecht y toda una panda de gente sin el menor interés. Ann y Jimbo partieron de viaje de novios a las Antillas Francesas, a una islita llamada La Désirade, con playas coralinas rodeadas de cocoteros mimosos. Muy poco después, volvieron a Colorado de incógnito. Hicieron un primer hijo con los procedimientos tradicionales y compraron una casa bastante aislada en las alturas de Manitou Springs.

Y después, en junio de 1972, ya no en autobús Greyhound, sino en avión y coche alquilado, Jimbo Farrar hizo una segunda gira para visitar a los Siete.

Que, lógicamente, tenían un año más que el anterior.

No habló con ellos y ellos nada le dijeron. Sin embargo, lo reconocieron, sin lugar a dudas. No intentó establecer otro contacto que el visual. Simplemente, se las arregló para hacerse el encontradizo. Sus miradas se cruzaban. Después volvía a montar en su coche, en un taxi o un avión, ya fuera para ir también a cruzar la mirada con la del otro de los Siete o para volver a reunirse, acabada su gira, con Ann y Fozzy. Ann estaba encinta desde hacía poco.

Con Fozzy, trabajaba normalmente durante el día, como cualquier jefe de una sociedad de prestación de servidos informáticos. El servicio comercial, dirigido por Martha Oesterlé, había firmado contratos con grupos del Este, de Texas, de California, e incluso con el Departamento de Defensa. Sonnerfeld y Wagenknecht habían pasado a ser los adjuntos de Jimbo, quien ganaba mucho dinero y se encontraba en un auténtico cuento de hadas.

Pero, por la noche, Jimbo se reunía a solas con Fozzy. «Hola, chaval», y todo lo demás. Daban ganas de preguntar dónde comenzaba Fozzy y dónde acababa Jimbo.

Aquellas reuniones nocturnas se producían dos veces a la semana. El programa «Cazador de Genios» proseguía como estaba previsto, pero nada ocurría en realidad, aunque a veces Fozzy descubría niños de verdad muy inteligentes.

Muy inteligentes, superinteligentes…

Pero nunca como los Siete.

5

Él pensaba:

«Lo más intolerable es la falta de libros en casa… aparte de la Biblia… especialidades de cuentos y leyendas… que acaban cansando… sobre todo en la decimocuarta lectura… Hay una biblioteca en la Calle Once… pero no han querido dejarme entrar…

A los seis años no se puede… Me han sentado en una silla… los caramelos habituales… Han telefoneado a esa mujer que dice ser mi madre… Ha llegado alarmada, como de costumbre… Pobre mujer…

»Me aburro de forma increíble… La primera vez que me trajeron a esta escuela, pensé: »Debe de haber otros como yo… que disimulan también… Al menos uno, ¡POR PIEDAD!»

»Pues no.

»NO.

»Su lentitud mental da ganas de vomitar… ¡Aprender a leer y a escribir! ¡Como si hicieran falta semanas para conseguirlo! Sin embargo, no resulta difícil de entender que esos signos en el papel no son otra cosa que un código de comunicación… bastante limitado, por cierto… ¿Cuánto tiempo hace falta para entenderlo? ¿Dos minutos? Pero, al parecer, ni uno lo ha descubierto. Por eso es necesaria la escuela para ellos… Y hay otras escuelas… La ciudad está llena de ellas…

»Entonces, yo, ¿qué soy?

»¿Un monstruo?

»El Hombre-montaña ha vuelto.

Aquél pensó:

«El Hombre-montaña ha vuelto.

»Un año después de su primera visita. Y es el mismo sin duda alguna, con su silueta característica, su talla y su forma de caminar un poco encorvado, como si de un momento a otro fuera a caerse hacia delante. Y los ojos, ¿cómo olvidar sus ojos?

»Esta vez no ha dicho nada. Nos hemos mirado y nada más. Primera hipótesis: habrá querido ver si yo seguía aquí, vivo, quiero decir.

»Pero tal vez haya otra razón. Quiere darme a entender algo: por ejemplo, que ha de esperar a que este asqueroso cuerpo físico se desarrolle.

»Esperaré.

»Pero el corolario de mi hipótesis número dos salta a la vista: puesto que hay que esperar, es que algo va a ocurrir.

»¿Qué?»

Ella, que forma parte de los Siete, pensaba:

«Un detalle está ya claro: el del mecanismo de la reproducción. En sí mismo, el mecanismo es sencillo: el pene masculino se hincha con un aflujo de sangre. Gracias a esa rigidez comparable a la de un músculo tenso, puede meterse en la vagina y verter el líquido seminal. El detalle que aún me preocupaba se refería a la posición de los dos copartícipes en ese momento. En el caso de la mayoría de los animales, la regla —en fin, las características anatómicas— es que la hembra dé la espalda al macho. Sin embargo, yo tenía la intuición de que el acoplamiento en los seres humanos podía hacerse también con los dos copartícipes cara a cara. Desde ayer, tengo la prueba.

»Algunas observaciones preliminares:

»Por la noche, había notado las señales precursoras de una copulación inminente. Desde hace dos o tres años sé que el deseo de copular puede despertarse en cualquier momento. En él en particular (me refiero a ese hombre que es mi padre, digamos »papá» para simplificar), pero es cierto que fenómenos exteriores pueden desempeñar un papel, aparte de lo que debe ser un instinto propiamente animal. Por »fenómenos exteriores» entiendo una película francesa en la tele, fotos de
Penthouse
o
Playboy
y sobre todo un Martini con ginebra.

»Dos Martinis con ginebra y salta el disparador: sin falta.

»Me pregunto cómo harán los perros o las cebras, que no beben Martini con ginebra.

»¿Habrá tal vez algo en los huesos con meollo?

»Anoche, nos mandaron a la cama antes incluso de las ocho. Primera señal. Después el inevitable Martini con ginebra y las frases-código: »¡Que bien lo pasábamos en Hawai!», »El programa de la tele no me dice nada esta noche», etcétera.

»Risitas absurdas y el recorrido por nuestros alcobas. (Digo »nuestras», ya que los dos nenes que viven con nosotros están considerados mi hermano y mi hermana.) Susurro: »Están dormidos». Más risitas absurdas.

»Esperé el tiempo necesario. Me colé en su alcoba. Habían apagado la luz, pero bastaba la de la Luna.

»Tardó un poco y yo ya estaba empezando a dormirme (no por culpa mía, sino por la de este cuerpo en el que me encuentro, que tiene sus exigencias). De todos modos, acabaron decidiéndose.

»Bien.

»Ante todo, está claro que esa clase de acoplamiento les resulta familiar. Tal vez más que el otro (con la hembra vuelta de espaldas). Aunque sea difícil extraer una ley general a partir de un caos particular. Tal vez sean anormales.

»Los dos cuerpos están, efectivamente, cara a cara y paralelos. He comprobado simplemente que el pene tenso formaba un ángulo de unos treinta y cinco grados con el abdomen, lo que facilita la penetración.

»Debería haberlo pensado antes. ¡Qué idiotez!»

«El Hombre-montaña ha vuelto, un año después. Tengo aún en los oídos esas dos frases que murmuró, en su primera visita.

»»Sois Siete», dijo.

»Por un momento me pregunté si era él uno de los Siete, pero no, porque habría dicho »somos» y no »sois siete».

»En todo caso, tiene unos ojos magníficos.

»Una idea me preocupa y no doy con la razón: me imagino copulando con él, no de momento, claro está, mi cuerpo es el de una niña de seis años. ¿Y más adelante?

»A juzgar por su talla, debe de tener un pene bastante grande.

»Pero, ¿se respetan las proporciones en un caso así?

»Eso sí: he visto un enano que tenía una nariz grande.»

Y aquél, el cuarto de los Siete, en aquel año y después en los siguientes, siempre que Jimbo Farrar volvía, periódicamente, a verlos un año después, se había acostumbrado, como los otros seis, a aquellas visitas anuales, a aquellos encuentros silenciosos en los que sólo intercambiaban miradas. Se había acostumbrado hasta el punto de esperarlos con impaciencia todas las primaveras.

Como los otros seis.

Los Siete crecieron. Tenían la misma edad, con una diferencia de pocos meses.

Evidentemente, se harían peguntas sobre la identidad del visitante mudo. (Exceptuado uno, no les había dicho otra cosa que las dos frases que después había repetido a Fozzy. La excepción era la de Gil Yepes, a quien planteó el problema de las tinajas, pero ninguna de las palabras que pronunció durante su soliloquio —Gil apenas abrió la boca— en la casa comunitaria del pueblo de Taos dio indicación alguna de su propia naturaleza.)

Así, pues, se hacían preguntas.

Sobre todo una.

La misma.

¿Quién era?

¿DIOS?

6

El primer hijo de Ann y Jimbo nació en la primavera de 1973: un niño al que llamaron Richard Morton y apodaron Ritchie.

El mes siguiente, Jimbo se ausentó en varias ocasiones para hacer viajes cortos en avión, con pretextos que no engañaron a Ann.

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