Sí, todo era posible.
Aliviado, caminó un par de cuadras. Hasta que de pronto recordó dos cosas que le habían llamado la atención en su momento, y que ahora comenzaron a preocuparlo: Fernando, aquel nombre que ella pronunció una sola vez y en seguida pareció arrepentida de haberlo hecho; y la violenta reacción que Alejandra tuvo cuando él hizo aquella referencia a los ciegos. ¿Qué pasaba con los ciegos? Algo importante era, de eso no tenía dudas, porque ella había quedado como paralizada. ¿Sería el misterioso Fernando ese ciego? Y en todo caso ¿quién era ese Fernando que ella parecía no querer nombrar, con esa especie de temor con que ciertos pueblos no nombran a la divinidad?
Con tristeza volvió a pensar que lo separaban de ella abismos oscuros y que probablemente siempre lo separarían.
Pero entonces, volvía a reflexionar con renovada esperanza, ¿por qué se le había acercado en el parque?, ¿y no había dicho que lo necesitaba, que ellos tenían algo muy importante en común?
Caminó con indecisión unos pasos y luego, deteniéndose, mirando el pavimento, como interrogándose a sí mismo, se dijo: pero, ¿para qué puede necesitarme?
Sentía un amor vertiginoso por Alejandra. Con tristeza pensó que ella, en cambio, no lo sentía. Y que si lo necesitaba a él, Martín, no era en todo caso con el mismo sentimiento que él experimentaba hacia ella.
Su cabeza era un caos.
Durante muchos días no tuvo noticias de ella. Anduvo rondando la casa de Barracas y en varias oportunidades observó desde lejos la herrumbrada puerta de la verja.
Su desaliento culminó al perder el trabajo en la imprenta: por un tiempo no habría trabajo, le dijeron. Pero bien sabía él que la causa era muy otra.
No había ido conscientemente: pero ahí estaba, frente a la vidriera de la calle Pinzón, pensando que en cualquier momento podría desmayarse. Las palabras PIZZA, FAINA parecían no golpear sobre su
cabeza
sino, directamente, sobre su estómago, como en los perros de Pávlov. Si estuviera Bucich, al menos. Pero tampoco se atrevía. Además, estaría en el sur, quién sabe cuándo volvería. Ahí estaba Chichín, con su gorra y sus tiradores colorados, y Humberto J. D’Arcángelo, más conocido por Tito, con sus escarbadientes a manera de cigarrillo y la
Crítica
arrollada en la mano derecha, como quien dice “señas particulares”, ya que únicamente un burdo mistificador podría pretender ser Humberto J. D’Arcángelo sin el escarbadientes y la
Crítica
arrollada en la mano derecha. Tenía algo de pájaro, con su nariz ganchuda y filosa y sus ojitos un poco laterales sobre los dos lados de una cara aplastada y huesuda. Nerviosísimo e inquieto como siempre: escarbándose los dientes, arreglándose la rotosa corbata. Con su nuez prominente ascendiendo y descendiendo.
Martín lo miraba fascinado hasta que Tito lo vio y con su infalible memoria lo reconoció. Y haciéndole señas con la
Crítica
arrollada, como un agente de tránsito, le dijo que entrara, lo hizo sentar y le pidió un Cinzano con bitter; mientras desenvolvía el diario, que ya estaba abierto en la página de deportes, golpeaba sobre ella con su mano casi desprovista de carne y acercándose a Martín por encima de la mesita de mármol, con el escarbadientes moviéndose sobre el labio inferior, le dijo,
¿sabe cuánto se pagó por este hombre?
, pregunta a la cual Martín puso una cara de susto, como si no supiese la lección, y aunque sus labios se movieron no logró articular ninguna palabra, mientras D’Arcángelo, con los ojitos brillándole de indignación, con la nuez detenida en medio de la garganta, esperaba la respuesta: con una sonrisa irónica, con una amarga ironía apriorística por la inevitable equivocación, no ya del muchacho sino de
cualquiera que tendría cinco de seso
. Pero felizmente, mientras la nuez permanecía en suspenso, llegó Chichín con las botellas y entonces Tito, dando vuelta su cara afilada hacia él, golpeando con el dorso de su mano huesuda sobre la página de deportes, le dijo:
vo, Chichín, decime, e un decir, cuánto pagaron por ese tullido de Cincotta
, y mientras el otro servía el Cinzano respondió
y qué sé yo, quiniento
, a lo que Tito respondió sonriendo de costado con amargura y cierta felicidad (porque demostraba hasta qué punto él, Humberto J. D’Arcángelo, estaba en lo cierto)
je
y luego de doblar la
Crítica
nuevamente, como un profesor que guarda en la vitrina el aparato después de la demostración, agregó
Ochociento mil
y después de un silencio proporcionado al enorme disparate, agregó:
y ahora vo decime si a este paí estamo todo loco
. Mantuvo su mirada fija en Chichín, como escrutando el menor signo de oposición y todo se mantuvo por unos segundos como paralizado: la nuez de D’Arcángelo, sus ojitos irónicos, la atenta expresión de Martín y Chichín con su gorra y sus tiradores colorados manteniendo la botella de vermouth en el aire.
La extraña instantánea duró acaso un segundo o dos. Tito echó soda al vermouth, tomó unos sorbos y se sumió en un silencio sombrío, mirando, tal como era habitual en momentos parecidos, a la calle Pinzón: mirada abstracta y en cierto modo completamente simbólica, que en ningún caso condescendería a la real visión de hechos externos. Después volvió a su tema preferido:
ahora ya no había fóbal. ¿Qué se podrá esperar de
jugadore que se compraban y vendían?
Su mirada se hizo soñadora y empezó a rememorar, una vez más, la Gran Época, cuando él era un pebete así. Y mientras Martín, por pura timidez, tomaba el vermouth que después de dos días de ayuno sabía que le haría muy mal, Humberto J. D’Arcángelo le decía:
Hay que amarrocar, pibe. Haceme caso. Es la única ley de la vida juntar mucha menega, rifar el corazón
mientras se ajustaba la raída corbata y estiraba las mangas de su saco rotoso, corbata y traje que confirmaban que él, Humberto J. D’Arcángelo, era el riguroso negativo de la filosofía que predicaba. Y mientras de puro bondadoso lo instaba al muchacho a que terminara el vermouth, le hablaba de aquellos tiempos, y pronto a Martín le pareció que aquella conversación se desarrollaba en alta mar.
Te estoy hablando del año quince, pibe, cuando yo iba a la cancha con el tío Vicente. Estábamo en plena conflagración
. en tanto que Martín, mareado y triste pensaba en Alejandra y en su desaparición en
el fiel de Seguel y Ministro Brin hasta el 25 en que no trasladamo a Bransen y del Crucero ¡eh, Chichín!, a ver cómo formó el plantel inicial
, a lo que Chichín, mirando al techo, suspendiendo el repasado de su vaso, con los ojos cerrados, después de mover en silencio los labios (como quien revisa la lección) respondió
De lo Santo, Vergara, Cerezo, Priano, Peney, Grande, Farenga, Molledo, José Farenga y Bacigaluppi
, volviendo en seguida a su tarea con el vaso mientras Tito decía
esato. Y aunque Racin otuvo el capionato, lo seneise, que ya perfilábanlo el temple salimo cuarto. En el 18 ocupamo el tercer puesto y en el 19 triunfamo. ¡Eh Chichín! Decí cómo formó el equipo que ganó la copa
a lo que el otro respondió, después de permanecer un momento en suspenso, con los ojos cerrados y la cabeza levantada hacia el techo.
Ortega, Busso, Tesorieri. López, Canaveri, Cortella, Elli, Bozzo, Calomino, Miranda y Martín
volviendo en seguida a su tarea, mientras Tito comentaba
esato. ¡Qué equipo, pibe! El gran Tesorieri. Nunca hubo ni volverá a haber eh, un arquero como Américo Tesorieri. Te lo dice Humberto J. D’Arcángelo, que ha visto fóbal del grande
arreglándose la corbata y mirando hacia la calle Pinzón con indignación, mientras Martín, mareado, veía como en una fantasmagoría al viejo don Pancho Olmos hablando sobre la Legión y a Alejandra acodada sobre la balaustrada de la
terraza
y la cabeza del comandante Acevedo.
Y lo mismo te digo de Pedro Leo Journal, el famoso calomino, el güín má veló que ha pisado la cancha nacionale, el inventor de la célebre bicicleta, que luego tanto y tanto han querido imitar. ¡Qué tiempo, pibe, qué tiempo!
agregó, cambiando el sitio del escarbadientes del ángulo izquierdo al ángulo derecho de la boca y dirigiendo su mirada a la calle Pinzón, mientras Martín miraba a Alejandra dormir, observándola como al borde de un abismo.
Pero
, decía D’Arcángelo,
lo justo, e lo justo, pibe, y hay oro en todo lo equipo
y un fanático y era ciego para todo lo que no fuera Boca
lo justo, e lo justo, pibe, y hay oro en todo lo equipo y hay bagayo también en Boca, pa qué no vamo a engañar. Y ahí tené, sin ir más lejo
,
al negro Seoane, la célebre Chancha Seoane, que fue el puntal de lo Diablo Rojo por varía temporada. Te voy a ser sincero, pibe: el negro Seoane personificaba la clásica picardía criolla puesta al servicio del noble deporte. Era un cra inteligente y aguerrido, la pesadilla de lo arquero de su tiempo. ¿Sabe cómo lo caracterizó Américo Tesorieri? El rey del área enemiga. Y con eso se ha dicho todo. ¿Y
Domingo Tarasconi? El gran Tarasca fue uno de lo grande escore del fóbal amateur. Dueño de un potente sho, ya lo probó desde la punta derecha, y cuando fue corrido al eje, marcó un período glorioso en el historial del deporte argentino. Pero… y siempre hay un pero en el fóbal, como decía el finado Zanetta, por el mismo tiempo de Tarasca brillaba en la acción el gran Seoane, como te decía. Y ahora fíjate bien en lo que te voy a explicar: la línea tenía do ala de modalidade opuesta. La derecha era académica y jugadora, la
izquierda se caracterizaba por un juego eficá y por un trámite si se quiere poco brillante pero efetista, que se traducía en resultado positivo. Y
a la final, pibe, se diga lo que se diga, lo que se persigue en el fóbal es el escore. Y te advierto que yo soy de lo que piensan que un juego espetacular e algo que enllena el corazón y que la hinchada agradece, qué
joder. Pero el mundo e así y a la final todo e cuestión de gole. Y para demostrarte lo que eran esa do modalidade de juego te voy a contar una acnédota ilustrativa. Una tarde, al intervalo, la Chancha le decía a Lalín: crúzamela, viejo, que entro y hago gol. Empieza el segundo
jastáin, Lalín se la cruza, en efeto, y el negro la agarra, entra y hace gol, tal como se lo había dicho. Volvió Seoane con lo brazo abierto, corriendo hacia Lalín, gritándole: viste. Lalín, viste, y Lalín contestó si
pero yo no me divierto. Ahí tené, si se quiere, todo el problema del fóbal criollo
.
Y quedó pensativo, masticando su escarbadientes y mirando hacia la calle Pinzón.
—Qué época —murmuró para sí mismo.
Se ajustó la corbata, estiró las mangas del saco y se volvió hacia Martín con el rostro amargado, como quien vuelve a la dura realidad, y golpeando sobre el diario dijo
Ochociento mil morlaco por semejante lisiado. Así va el mundo
. Con los ojitos brillando de indignación, ajustándose la deshilacliada corbata. Y luego, señalando verticalmente con el índice, como si se refiriera a la mesita, agregó:
Aquí, a este paí hay que avivarse. O te aviva o te jodé pa todo el partido
. Y mirando los muchachos que se habían ido reuniendo, pero dirigiéndose simbólicamente hacia Martín (mientras Martín empezaba a ver, como en un sueño confuso y poético, a Alejandra durmiéndose ante sus ojos) blandiendo el diario nuevamente arrollado, agregó:
Vo leé el diario y te entera de un negociado. Y capá que seguí pensando a la luna o leyendo eso libro
y como Poroto y El Rengo dijeron
ma qué está diciendo
D’Arcángelo con sorna comentó
y lo del Tucolesco este también e una joda
y los otros respondieron
bah, también lo diario
a lo que Tito replicó volviendo a poner su índice vertical, moviéndolo hacia la mesita y repitiendo su conocido aforismo.
Aquí todo es cuestión de coima. Y te alvierto que yo no estoy hablando de Perón. Porque cuando yo era así de chiquito
, y puso la mano abierta, a la altura de la pantorrilla,
¿quiénes manejaban l’estofao? Lo conserva: coima y robo. Cuando yo era así
y subió la mano de nivel
radicale: coima y robo. Después el Justo ese: coima y robo. ¿Recuerdan el negocio de la Corporación? Después, ese chicato Ortiz: coima y robo. Después la revolución del 45. Siempre eso milico dicen que vienen a limpiar, pero a la final coima y robo
. Y entonces, ajustándose la corbata, miró con ojos coléricos hacia la calle Pinzón y volviéndose después de un breve instante de (rabiosa) meditación filosófica, agregó:
Vo estudia, hacéte un Edison, inventa el telégrafo o cura cristiano, ándate en el África como ese viejo alemán de bigote grande, sacrifícate por la humanidá; sudá la gota gorda y va a ver cómo te crucifican y cómo lo otro se enllenan de guita. ¿No sabé, acaso, que lo prócere siempre terminan pobre y olvidado? A mí, ni con la piola
y volviendo su mirada furiosa hacia la calle Pinzón, ajustó su corbata raída y estiró las mangas deshilachadas de su saco mientras los muchachones se reían de Tito o decían
bah también vo con esa lata
y Martín, en su sopor, volvía a ver a Alejandra encogida y durmiendo ante sus ojos, respirando ansiosamente por su boca entreabierta, su gran boca desdeñosa y sensual. Y veía su pelo largo y lacio, renegrido, con reflejos rojizos, desparramado sobre la almohada, destacando su rostro anguloso, esos rasgos que tenían la misma aspereza que su espíritu atormentado. Y su cuerpo, su largo cuerpo, abandonado, sus pechos que se marcaban debajo de su blusa blanca, y aquellas hermosas y largas piernas encogidas que lo tocaban. Sí, estaba ahí, al alcance de su mano y de su boca, en cierto modo estaba sin defensas ¡pero qué lejana, qué inaccesible!
“Nunca”, se dijo a sí mismo con amargura y casi en alta voz, mientras el Poroto gritaba
hace bien Perón y todo eso oligarca habría que colgarlo todo junto a Plaza Mayo
“nunca” y sin embargo lo había elegido a él, pero ¿para qué, Dios mío, para qué? Porque jamás conocería, estaba bien seguro, sus secretos más profundos, y una vez más acudieron a su mente las palabras
ciego
y
Fernando
en el momento en que uno de los muchachos ponía una moneda en el Wurlitzer y empezaron a cantar Los Plateros. Entonces D’Arcángelo estalló y asiéndolo de un brazo a Martín, le dijo:
—Vamo, pibe. Ya ni aquí se puede estar. Adonde vamo a ir a parar con esto payaso que te ponen fostró.