Read Sobre héroes y tumbas Online

Authors: Ernesto Sabato

Tags: #Relato

Sobre héroes y tumbas (12 page)

BOOK: Sobre héroes y tumbas
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Pareció despertar y dijo:

—Algunas cosas las he visto yo mismo, otras las he oído de tatita, pero sobre todo de madre, porque tatita era callado y raramente hablaba. Así que cuando venía a matear el general Hornos o el coronel Ocampo, mientras recordaban cosas del tiempo viejo y de la Legión, tatita se limitaba a escuchar y a decir, de vez en cuando, qué cosa ¿no? o así es compadre.

Volvió a cabecear y a dormirse por un instante, pero despertó muy pronto y dijo:

—Eso es, Elisita, eso es. Pobre niña que bajó al río, enloquecida, cuando tuvo noticias de la muerte de su novio. De la quinta sí que me acuerdo, porque al almirante yo no lo alcancé a ver. Ya lo creo que se querían con mi abuelo Patricio y abuela Dolores, a pesar de que él era federal. Ya te contaré algún día la historia curiosa de mi abuelo, que no se llamaba Olmos sino Elmtrees, y que llegó aquí como teniente del ejército inglés, cuando las invasiones. Curiosa historia, ya lo creo (se rió y tosió).

Cabeceó y repentinamente empezó a roncar.

Martín volvió a mirar hacia la puerta, pero ningún ruido se oía. ¿Dónde estaba Alejandra? ¿Qué hacía en su
pieza
? También pensó que si no se había ido era por no dejar solo al viejo, que ni siquiera lo oía y tal vez ni siquiera lo veía: el viejo seguía su existencia subterránea y misteriosa, sin preocuparse de él ni de nadie que viviera en este tiempo, aislado por los años, por la sordera y por la presbicia, pero sobre todo por la memoria del pasado, que se interponía como una oscura muralla de sueño, viviendo en el fondo de un pozo, recordando negros, cabalgatas, degüellos y episodios de la Legión. No se había quedado por consideración al viejo, sino porque estaba como inmovilizado por una especie de temor a atravesar aquellas regiones de la realidad en que parecía habitar el abuelo, el loco y hasta la propia Alejandra. Territorio misterioso e insano, disparatado y tenue como los sueños, tan sobrecogedor como los sueños. Sin embargo, se levantó de la silla donde parecía haber quedado clavado y sigilosamente empezó a alejarse del viejo, entre los trastos de remate, observando, vigilado por los antepasados de las paredes, mirando la caja en la vitrina. Llegó así hasta la puerta y quedó frente a ella, sin atreverse a abrirla. Se acercó y puso su oído contra la hendidura: tenía la impresión de que el loco estaba del otro lado, esperando su salida con el clarinete en la mano. Hasta creyó oír su respiración. Entonces, asustado, volvió lentamente hacia su silla y se sentó.

—Nada más que treinta y cinco leguas —murmuró de pronto el viejo.

Sí,
quedan treinta y cinco leguas. Tres días de marcha a galope tendido por la quebrada, con el cadáver hinchado y hediendo a varias cuadras a la redonda, destilando los horribles líquidos de la podredumbre. Siempre adelante, con unos tiradores a la retaguardia. Desde Jujuy hasta Huacalera, veinticuatro leguas. Nada más que treinta y cinco leguas más, dicen para animarse. Nada más que cuatro, acaso cinco días más de galope, si tienen suerte
.

En la noche silenciosa se pueden oír los cascos de la caballada fantasma. Siempre hacia el norte.

—Porque en la quebrada el sol es muy fuerte, hijo, porque son tierras muy altas y el aire es purísimo. Así que a los dos días de marcha el cuerpo estaba hinchado y el olor se sentía a varias cuadras, decía mi padre, y al tercer día hubo que descarnarlo, eso es.

El coronel Pedernera ordena hacer alto y habla con sus compañeros: el cuerpo se está deshaciendo, el olor es espantoso. Se lo descarnará y se conservarán los huesos. Y también el corazón, dice alguien. Pero sobre todo la cabeza: nunca Oribe tendrá la cabeza, nunca podrá deshonrar al general.

¿Quién quiere hacerlo? ¿Quién puede hacerlo?

El coronel Alejandro Danel lo hará.

Entonces descienden el cuerpo del general, que hiede. Lo colocan al lado del arroyo Huacalera, mientras el coronel Danel se arrodilla a su lado y saca el cuchillo de monte. A través de sus lágrimas contempla el cuerpo desnudo y deforme de su jefe. También lo miran duros y pensativos, también a través de sus lágrimas, los rotosos hombres que forman un círculo.

Luego, lentamente, hinca el cuchillo en la carne podrida.

Cabeceó y dijo:

—Durante el gobierno de don Bernardino lo nombraron capitán de milicias en la Guardia de la Horqueta, que así se llama el fortín, que ahora es el pueblo de Capitán Olmos. Después fue alcalde, hasta que subieron los federales. ¿De qué te estaba hablando?

—De cuando dejó el cargo de alcalde, señor (¿quién?).

—Eso es, el cargo de alcalde. Lo dejó cuando subieron los federales eso es. Y a quien quería oírlo, tal vez para que sus palabras llegaran hasta don Juan Manuel, le decía que con las vacas y los indios tenía de sobra y que no tenía tiempo para la política (risita). Pero el Restaurador, que no era manco, ¡qué iba a ser!, nunca creyó en aquellas palabras (risitas). Y fíjate si no andaría descaminado que mi abuelo vino a anoticiarse que don Juan Manuel le mandaba cartas al alcalde de La Horqueta en que le decía que no se le sacase el ojo al inglés Olmos (risitas y toses), porque a él le constaba que andaba conspirando con otros estancieros del Salto y del Pergamino. El ladino no se equivocaba, ¡cuándo, si era un lince! Porque efectivamente el abuelo andaba en conversaciones y así se vio cuando el general Lavalle desembarcó en San Pedro, en agosto del 40. Se presentó allí con su caballada y con sus dos hijos mayores: Celedonio, mi padre, que entonces tenía dieciocho años, y tío Panchito, que tenía un año más. ¡Desdichada campaña, aquella del 40! Abuelo aguantó en Quebracho Herrado hasta la última bala de cañón, cubriendo la retirada de Lavalle. Pudo huir, pero no quiso. Y cuando todo estaba perdido, disparó la última bala que les quedaba a sus cañones y se rindió a las tropas de Oribe. Mientras se enteraba de la muerte de Panchito, el hijo que más quería, sólo dijo: “Al menos se ha salvado el general”. Y así terminó su vida en esta tierra mi abuelo don Patricio Olmos.

El viejo cabeceó, mientras murmuraba: “Armistrón, eso es, Armistrón” y de pronto se durmió profundamente.

XIII

Martín esperó, pasó el tiempo y el viejo ya no despertó. Pensó que ahora se había dormido de verdad y entonces, poco a poco, tratando de no hacer ruido, se levantó y empezó a caminar hacia la puerta por la que había entrado Alejandra. Su temor era grande porque ya había madrugado y las luces del alba ya iluminaban la pieza de don Pancho. Pensó que podía tropezarse con el tío Bebe, o que la vieja Justina, la mujer de servicio, podría estar levantada. Y entonces ¿qué les diría?

“Vine con Alejandra, anoche”, les diría.

Luego pensó que en esa casa nada podía llamar la atención y que, por lo tanto, no debía temer nada desagradable. Fuera, quizás, de un tropiezo con el loco, con el tío Bebe.

Sintió, o le pareció sentir un crujido, unos pasos, en el corredor al que se salía por aquella puerta. Ya con la mano en el picaporte y con el corazón sobresaltado, esperó en silencio. Se oyó el silbato lejano de un tren. Puso su oído contra la puerta y escuchó con ansiedad: no se oía nada, y ya iba a abrir cuando volvió a oír un pequeño crujido, esta vez inconfundible: eran pasos, cautelosos y espaciados, como alguien que hubiese estado acercándose de a poco a la misma puerta, por el otro lado.

“El loco”, pensó agitadamente Martín, y por un instante retiró su oído de la puerta, con el temor de que abriesen bruscamente la puerta del otro lado y se encontrasen con él en una actitud tan sospechosa.

Permaneció así un largo rato sin saber qué determinación tomar: por una parte temía abrir la puerta y encontrarse con el loco; por la otra, miraba hacia donde estaba don Pancho temiendo que se despertase y que lo buscase.

Pero pensó que quizá fuese mejor así, que el viejo se despertase. Porque entonces, si el loco entraba, se vería con él, él podría explicarle. O tal vez al loco no haya que darle ninguna clase de explicación.

Recordó que Alejandra le había dicho que era un loco tranquilo, que se limitaba a tocar el clarinete: en fin a repetir una especie de garabato, sempiternamente. Pero ¿andaría suelto por la casa? ¿O estaría encerrado en una de las habitaciones, como había estado encerrada Escolástica, como era habitual en esas antiguas casas de familia?

En estas reflexiones pasó un rato, siempre escuchando.

Como no oyó nada nuevo, volvió, más tranquilo, a poner su oreja sobre la puerta y, afinando su oído, trató de distinguir el menor rumor o crujido sospechoso: no oyó nada, ahora.

Poco a poco fue haciendo girar el picaporte: era una de esas grandes cerraduras que se usaban en las puertas de antes, con llaves de unos diez centímetros de largo. El ruido que hacía el picaporte al girar le pareció formidable. Y pensó que si el loco andaba por ahí no podía dejar de oírlo y ponerse en guardia. Pero ¿qué hacer a esa altura? Así que, ya más decidido ante el hecho casi consumado, abrió con decisión la puerta.

Casi grita.

Ante él, hierático, estaba el loco. Era un hombre de más de cuarenta años, con barba de muchos días y ropa bastante raída, sin corbata, con el pelo revuelto. Llevaba un saco sport que en algún tiempo habría sido azul marino y un pantalón de franela gris. Su camisa estaba desprendida y todo el conjunto era arrugado y sucio. En la mano derecha, que colgaba, llevaba el famoso clarinete. Su cara era esa cara absorta y demacrada con ojos fijos y alucinados que es frecuente en los locos; era una cara flaca y angulosa, con los ojos grisverdosos de los Olmos y con
nariz
fuerte y aguileña, pero su cabeza era enorme y alargada como un dirigible.

Martín estaba paralizado por el miedo y no atinó a decir una sola palabra.

El loco lo miró un buen rato en silencio y luego, sin decir nada, se dio vuelta haciendo unas suaves contorsiones (semejantes a las que hacen los chicos de una murga, pero apenas perceptibles) y se alejó por el corredor hacia adentro, seguramente hacia su
pieza
.

Martín casi corrió en dirección contraria, hacia el patio que ya estaba muy iluminado por el día naciente.

Una vieja india de muchísima edad lavaba en una pileta. “Justina”, pensó Martín, sobresaltándose nuevamente.

—Buenos días —dijo, tratando de aparentar calma y como si todo aquello fuese natural.

La vieja no contestó una palabra. “Tal vez sea sorda, como don Pancho”, pensó Martín.

Sin embargo lo siguió con su mirada misteriosa e inescrutable de india por unos segundos que a Martín le parecieron interminables. Luego prosiguió el lavado.

Martín, que se había detenido, en un momento de indecisión, comprendió que debía proceder con naturalidad, y así se dirigió hacia la escalera de caracol para subir hasta el Mirador.

Llegó a la puerta y golpeó.

Después de unos instantes, y como no recibía contestación, volvió a golpear. Tampoco obtuvo respuesta. Entonces, acercando su boca al intersticio de la puerta, llamó a Alejandra con voz fuerte. Pero pasó el tiempo y nadie respondió.

Supuso que estaba durmiendo.

Pensó entonces que lo mejor sería irse. Pero se encontró caminando hacia la ventana del Mirador. Cuando llegó ante ella vio que las cortinas estaban sin correr. Entonces miró hacia dentro y trató de distinguir a Alejandra en medio de la semioscuridad que todavía había dentro; pero cuando su vista se hubo acostumbrado advirtió, con sorpresa, que ella no estaba dentro.

Por un momento no atinó a hacer nada ni a pensar algo coherente. Luego se dirigió hacia la escalera y empezó a bajarla con cuidado, mientras su cabeza trataba de ordenar alguna reflexión.

Atravesó el patio trasero, bordeó la vieja casa por el jardín lateral en ruinas y finalmente se encontró en la calle.

Caminó indeciso por la vereda hacia el lado de Montes de Oca, para tomar allí el ómnibus. Pero a poco de andar se detuvo y miró para atrás, hacia la casa de los Olmos. Estaba sumido en la mayor confusión y no atinaba a hacer algo preciso.

Volvió unos pasos hacia la casa y luego se detuvo nuevamente. Miró hacia la verja mohosa, como si esperara algo.

¿Qué? A la luz del día el caserón era todavía más disparatado que de noche, porque con sus paredes derruidas y desconchadas, con los yuyos creciendo libremente en el jardín, con su reja enmohecida y su puerta casi caída contrastaba con más fuerza que de noche con las fábricas y las chimeneas que se destacaban detrás. Como un fantasma es más absurdo de día.

Los ojos de Martín se detuvieron finalmente en el Mirador: allá arriba, le parecía solitario y misterioso como la propia Alejandra. ¡Dios mío! —se dijo— ¿qué es esto?

La noche que había pasado en aquella casa se le aparecía ahora, a la luz del día, como un sueño: el viejo casi inmortal; la cabeza del comandante Acevedo metida en aquella caja de sombreros; el tío loco con su clarinete y sus ojos alucinados; la vieja india, sorda o indiferente a cualquier cosa, hasta el punto de no molestarse en querer saber quién era y qué hacía un extraño que salía de las habitaciones y que luego subía al Mirador, la historia del capitán Elmtrees; la historia increíble de Escolástica y de su locura; y, sobre todo, la propia Alejandra.

Empezó a reflexionar con lentitud: era imposible ir a Montes de Oca y tomar un ómnibus, parecía demasiado brutal. Decidió irse caminando, pues, por Isabel la Católica hacia el lado de Martín García; la calle antigua le permitió ordenar poco a poco sus pensamientos encontrados.

Lo que más lo intrigaba y preocupaba era la ausencia de Alejandra. ¿Dónde había pasado la noche? ¿Lo había llevado a ver al abuelo para deshacerse de él? No, porque entonces lo hubiese dejado ir, simplemente, como cuando él quiso irse, después de aquel relato de Marcos Molina, todo aquel asunto de la playa y de las misiones en el Amazonas. ¿Por qué no lo dejó ir en aquel momento?

No, quizá todo era imprevisible, quizá para ella misma. Tal vez se le ocurrió irse mientras él estaba con don Pancho. Pero en ese caso ¿por qué no se lo había dicho? En fin, el mecanismo poco importaba. Lo que importaba era que Alejandra no hubiese pasado la noche en su Mirador. Entonces había que suponer que tenía algún lugar donde lo hacía. Y lo hacía habitualmente, ya que no había por qué pensar que en aquella noche había sucedido algo fuera de lo común.

¿O habría salido sencillamente a caminar por las calles?

Sí, sí, pensó con súbito alivio, casi con entusiasmo: había salido a caminar por ahí, a reflexionar, a despojarse. Ella era así: imprevisible y atormentada, rara, capaz de vagar de noche por las calles solitarias del suburbio. ¿Por qué no? ¿No se habían conocido en un parque? ¿No iba ella a menudo a esos bancos de los parques donde se habían encontrado por primera vez?

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