(Pedernera da orden de montar. Ya se oyen peligrosamente cerca los disparos en la retaguardia, se ha perdido demasiado tiempo. Y dice a sus compañeros “Si tenemos suerte, en cuatro días alcanzamos la frontera”. Eso es, treinta y cinco leguas que pueden cubrirse en cuatro días de desesperado galope. “Si Dios nos acompaña”, agrega. Y los fugitivos desaparecen en medio del polvo, bajo el sol intenso de la quebrada, mientras detrás otros camaradas mueren por ellos.)
Comieron en silencio, sentados en los cajoncitos. Después de comer, Bucich preparó nuevamente el mate. Y mientras lo tomaban miraba el cielo estrellado, hasta que se animó a confesar lo que hacía un rato quería confesar:
—Te voy a ser sincero, pibe. Me habría gustado ser astrónomo. ¿Qué te extraña?
Pregunta que agregó de puro miedo a haber hecho el ridículo, porque nada en la cara de Martín podía inducirlo a creer eso.
Martín dijo que no. ¿Por qué habría de extrañarle?, dijo.
—Cada noche, cuando viajo, miro las estrellas y digo: ¿quién vivirá en esos mundos? El alemán Mainsa dice que viven millones de personas, que cada una es como la tierra.
Encendió el toscano, aspiró largamente el humo y se quedó meditando.
Después agregó:
—Mainsa. Me dijo también que los rusos tienen unos inventos bárbaros. De repente estamos aquí, tranquilos comiendo l’asao, mandan una especie de rayo y buenas noches. El rayo de la muerte.
Martín le alcanzó el mate y le preguntó quién era Mainsa.
—Mi cuñado. El esposo de mi hermana Violeta. ¿Y cómo sabía todas esas cosas?
Bucich chupó el mate, con calma, y luego explicó con orgullo:
—Hace quince años que es telegrafista en Bahía Blanca. Así que conoce a fondo todo esto de aparatos y rayos. Es alemán y basta.
Luego se callaron, hasta que Bucich se incorporó y dijo: ”Bueno, pibe, hay que dormir”, buscó el porrón de ginebra, tomó un trago, miró el cielo y agregó:
—Menos mal que por acá no ha llovido. Mañana tendremos que hacer treinta kilómetros en camino e’ tierra. Bah, miento: sesenta. Treinta y treinta.
Martín lo miró: ¿camino de tierra?
—Sí, tenemos que apartarnos un poco, tengo de ver un amigo en Estación de la Garma. Un ahijao mío está enfermo, está. Le llevo un autito.
Buscó en la cabina, sacó una caja, la abrió y le mostró el regalo, sonriendo con orgullo. Le dio cuerda e intentó hacerlo andar en el suelo.
—Claro, en la tierra no anda bien. Pero en el piso de madera o de porlan anda fenómeno.
Lo guardó cuidadosamente, mientras Martín lo observaba asombrado.
Galopan furiosamente hacia la frontera, porque el coronel Pedernera ha dicho: “Esta misma noche debemos estar en tierra boliviana”. Detrás se oyen los disparos de la retaguardia. Y aquellos hombres piensan cuántos camaradas y quienes de los que cubren aquella huida de siete días habrán sido alcanzados por la gente de Oribe.
Hasta que en medio de la noche atraviesan la frontera y pueden derrumbarse y por fin descansar y dormir en paz. Una paz sin embargo, tan desolada como la que reina en un mundo muerto, en un territorio arrasado por la calamidad, recorrido por silenciosos, lúgubres y hambrientos caranchos.
Y cuando a la mañana siguiente Pedernera da orden de montar y de reiniciar la marcha hacia Potosí, aquellos hombres montan a caballo pero permanecen largo tiempo mirando hacia el sur. Todos (también el coronel Pedernera), ciento setenta y cinco rostros, pensativos y taciturnos hombres y también una mujer, mirando hacia el sur, hacia la tierra que se conoce con el nombre de Provincias Unidas (¡Unidas!) del Sur, hacia la región del mundo en que esos hombres han nacido, y donde quedan sus hijos, sus hermanos, sus mujeres, sus madres. ¿Para siempre?
Todos miran hacia el sur. También el sargento Aparicio Sosa, con su tachito con aquel corazón apretado contra su pecho, mira hacia allá.
Y también el alférez Celedonio Olmos, que a la edad de diecisiete años se unió a la Legión, junto a su padre y a su hermano, ahora muertos en Quebracho Herrado, para combatir por ideas que se escriben con mayúsculas; palabras que luego van borroneándose y cuyas mayúsculas, antiguas y relucientes torres, se han ido desmoronando por la acción de los años y los hombres.
Hasta que el coronel Pedernera comprende que ya basta, y da la orden de marcha y todos tiran de sus riendas y hacen volver sus cabalgaduras hacia el norte.
Ya se alejan en medio del polvo, en la soledad mineral en aquella desolada región planetaria. Y pronto no se distinguirán, polvo entre el polvo.
Ya nada queda en la quebrada de aquella Legión, de aquellos míseros restos de la Legión: el eco de sus caballadas se ha apagado; la tierra que desprendieron en su furioso galope ha vuelto a su seno lenta pero inexorablemente; la carne de Lavalle ha sido arrastrada hacia el sur por las aguas de un río (¿para convertirse en árbol, en planta, en perfume?). Sólo permanecerá el recuerdo brumoso cada día más impreciso de aquella Legión fantasma. “En las noches de luna
—
cuenta un viejo indio
—
yo también los he visto. Se oyen primero las nazarenas y el relincho de un caballo. Luego aparece, es un caballo muy brioso lo muenta el general, un blanco como la nieve (así ve el indio al caballo del general). Él lleva un gran sable de caballería y un morrión alto, de granadero”. (¡Pobre indio, si el general era un rotoso paisano, con un chambergo de paja sucia y un poncho que ya había olvidado el color simbólico! ¡Si aquel desdichado no tenía ni uniforme de granadero ni morrión, ni nada! ¡Si era un miserable entre miserables!)
Pero es como un sueño: un momento más y en seguida desaparece en la sombra de la noche, cruzando el río hacia los cerros del poniente…
Bucich le mostró el lugar para dormir, en el acoplado, extendió las colchonetas, preparó el despertador, dijo “hay que meterle a las cinco”, y luego se alejó unos pasos para orinar. Martín creyó que era su deber hacerlo cerca de su amigo.
El cielo era transparente y duro como un diamante negro. A la luz de las estrellas, la llanura se extendía hacia la inmensidad desconocida. El olor cálido y acre de la orina se mezclaba a los olores del campo. Bucich dijo:
—Qué grande es nuestro país, pibe…
Y entonces Martín, contemplando la silueta gigantesca del camionero contra aquel cielo estrellado; mientras orinaban juntos, sintió que una paz purísima entraba por primera vez en su alma atormentada.
Oteando el horizonte, mientras se abrochaba, Bucich agregó:
—Bueno, a dormir, pibe. A las cinco le metemos. Mañana atravesaremos el Colorado.
ERNESTO SABATO nació en Rojas, provincia de Buenos Aires, en 1911, hizo su doctorado en física y cursos de filosofía en la Universidad de La Plata, trabajó en radiaciones atómicas en el Laboratorio Curie, en Francia, y abandonó definitivamente la ciencia en 1945 para dedicarse exclusivamente a la literatura. Ha escrito varios libros de ensayo sobre el hombre en la crisis de nuestro tiempo y sobre el sentido de la actividad literaria —así,
El escritor y sus fantasmas
(1963; Seix Barral, 1979 y 2002),
Apologías y rechazos
(Seix Barral, 1979),
Uno y el Universo
(Seix Barral, 1981) y
La resistencia
(Seix Barral, 2000)—, su autobiografía,
Antes del fin
(Seix Barral, 1999), y tres novelas cuyas versiones definitivas presentó Seix Barral al público de habla hispana en 1978:
El túnel
en 1948,
Sobre héroes y tumbas
en 1961 y
Abaddón el exterminador
en 1974 (premiada en París como la mejor novela extranjera publicada en Francia en 1976). Escritores tan dispares como Camus, Greene y Thomas Mann, como Quasimodo y Piovene, como Gombrowicz y Nadeau han escrito con admiración sobre su obra, que ha obtenido el Premio Cervantes, el Premio Menéndez Pelayo, el Premio Jerusalén y la Medalla de Oro del Círculo de Bellas Artes de Madrid.